Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente

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Hiperactividad y trastornos de la personalidad I. Sobre la hiperactividad

PDF: lasa-hiperactividad-trastornos-personalidad.pdf | Revista: 31-32 | Año: 2001

SOBRE LA HIPERACTIVIDAD

Revisión histórica de un concepto recurrente

Un repaso por la literatura psiquiátrica muestra la abundante terminología utilizada desde comienzos de siglo: inestabilidad psicomotriz, hipercinesia, hiperactividad, lesión cerebral mínima, disfunción cerebral mínima, déficit de atención con o sin hiperactividad. Tales cambios tienen mucho que ver con la inexistencia de criterios diagnósticos objetivos homogéneos, con la multiplicidad y heterogeneidad de los síntomas y/o psicopatología asociados y con la imposibilidad hasta ahora de atribuir al trastorno una etiología única.

En la literatura científica anglófona, la inestabilidad infantil se describe a comienzos de siglo y ya entonces se le atribuye una causalidad orgánica.

Ya en 1902, STILL agrupa bajo la denominación de “Brain damage syndrome” (“Síndrome de lesión cerebral”), sus observaciones de niños, mayoritariamente varones, que presentan una hiperactividad importante al comenzar sus aprendizajes escolares. Distingue tres subgrupos: niños con lesiones cerebrales importantes, niños con antecedentes de traumatismos craneales o de meningoencefalitis agudas con eventuales lesiones cerebrales no detectables clínicamente, y niños cuya hiperactividad no podía ser atribuida a ninguna etiología precisa (STILL, 1902). También la mayor frecuencia de inestabilidad e inquietud motoras en los deficientes mentales, campo clínico predominante entonces en estos inicios de la psiquiatría infantil, y la frecuente asociación de estas con anomalías orgánicas, llevó a postular a ciertos autores una común etiología lesional a deficientes e hiperactivos. Sin embargo, también entonces, otros trabajos no admitían tal vinculación observando que niños, manifiestamente hiperactivos en la edad escolar, no habían presentado en observaciones clínicas neonatales previas ningún indicio de sufrimiento cerebral (TREDGOLD, 1908).

Tras la encefalitis epidémica de 1918, se describió frecuentemente como secuela un comportamiento hiperactivo (HOHMAN, 1922. STRECKER y EBAUGH, 1923), reforzándose por ello la vinculación de la hiperactividad con las lesiones orgánicas. Progresivamente se fue desarrollando la idea de que, pese a que la lesión cerebral no pudiera apreciarse clínicamente, la existencia de la hiperactividad era suficiente para “demostrar” su existencia, y ya en 1926, SMITH propone reemplazar el término de “lesión cerebral” por el de “lesión cerebral a mínima” (SMITH, 1926).

La hipótesis lesional de la hiperactividad también es atribuida por otros autores a traumatismos cerebrales (STREKER Y EBAUGH,1925) a lesiones perinatales (SCHILDER,1931) y hasta aparece el “Síndrome de impulsividad orgánica”, (KAHN y COHEN, 1934), autores estos que postulaban que hiperactividad, impulsividad, trastornos de conducta y hasta la labilidad emocional, eran consecuencia de alteraciones orgánicas del tronco cerebral de etiologías varias (traumas, alteraciones pre y perinatales, defectos congénitos). Se pensó también entonces que múltiples y variados “signos neurológicos menores” confirmaban estás múltiples alteraciones causales.

Otros trabajos anglosajones recusaban estas terminologías considerando que se derivaban de posicionamientos etiopatogénicos poco rigurosos. CHILDERS, ya en 1935, diferencia netamente niños hiperactivos y niños con lesiones cerebrales, porque éstas sólo están presentes en una pequeña proporción de aquellos (CHILDERS, 1935).

Las hipótesis organicistas se apoyaron también en los trabajos de BRADLEY que, en 1937, publica un estudio sobre 30 niños de entre 5 y 14 años, de inteligencia normal, cuyos trastornos del comportamiento y rendimientos escolares, habían mejorado considerablemente con la administración de una anfetamina (bencedrina). Esta publicación pasó entonces desapercibida pero, a partir de los años 50 con el descubrimiento de los neurolépticos, en 1952, y de otro psicoestimulante, el metifenidato, en 1957, se asiste a un desarrollo extraordinario de la utilización de la quimioterapia con niños hiperactivos, y en 1977, BARKLEY realiza una recensión de 110 trabajos consagrados al empleo de psicoestimulantes en la hiperactividad (BRADLEY, 1937; BARKLEY, 1977).

Previamente, en 1963, un grupo de expertos neurólogos (Oxford International Study Group of Child Neurology) opinaba que la lesión cerebral no debería inferirse basándose solo en signos del comportamiento y recomendaba reemplazar el término de “lesión cerebral mínima” por el de “disfunción cerebral mínima” (minimal brain dysfunction), que acababan de proponer otros autores (CLEMENTS y PETERS, 1962; BAX y MACKEITH, 1963). Con ello quedaban rebajadas las expectativas de evidenciar las certezas etiológicas avanzadas en muchos trabajos psiquiátricos previos, y también posteriores, desplazándose de la connotación de “daño lesional” a la de “alteración funcional”, más abierta a la complejidad neurobiológica cerebral. Me interesa subrayar que, tanto este grupo, como otros grupos de expertos constituidos posteriormente en USA, insistían en la heterogeneidad de los niños hiperactivos, y en la coexistencia de alteraciones en la percepción y coordinación motora, labilidad emocional, trastornos de atención y memoria, alteraciones del aprendizaje, trastornos del lenguaje y, con menor frecuencia, los dudosos “signos neurológicos
menores”, de los que no pocos neurólogos cuestionan su etiología neurológica.

EISENBERG, en 1957, introdujo un nuevo término: “hiperkinetic” (traducido como hipercinesia o hiperkinesia), para designar a niños “con una actividad motriz excesiva respecto a la normal para su edad y sexo” (EISENBERG,1957). Este término será para diversos autores un síntoma o un nuevo síndrome. LAUFER, DENHOFF y cols, hablan de “Síndrome hiperkinético” y “Trastorno impulsivo-hiperkinético” para subrayar la intrincación entre hiperactividad, impulsividad, distraibilidad y dificultades escolares (LAUFER y DENHOFF,1957).

A pesar de esta confusión terminológica los investigadores continuaron sus indagaciones sobre la etiología orgánica de la inestabilidad, y se realizaron, con este objetivo, numerosos estudios retrospectivos y longitudinales en los años 60 y 70. PRECHTL, comparando 400 recién nacidos con lesiones durante embarazo y parto con otros 100 niños sin patología alguna, encuentra en el 50 % de los primeros lo que denomina “síndrome de hiperexcitabilidad del recién nacido” (hipertonía, temblores de miembros, umbral muy bajo del reflejo de Moro), constatando posteriormente que muchos de ellos presentan un síndrome “coreiforme”. Por el contrario RUTTER y cols. concluyen que no existe relación significativa entre los trastornos del comportamiento (hiperactividad incluida) y complicaciones neo-natales (PRECHTL, 1961; RUTTER, GRAHAM y BIRCH, 1966).

Por paradójico que parezca la historia de la hiperactividad y de la credibilidad social en cuanto a la seriedad científica del concepto y de su tratamiento se verá muy afectada por la aparición, en 1970, de un artículo… ¡periodístico!, (MAYNARD, 1970), que denunciaba el abusivo uso de psicoestimulantes en ciertos ambientes sociales, con la connivencia de ciertos medios escolares, médicos y de la industria farmacéutica. Aunque posteriormente se cuestionó la exactitud de sus datos, el impacto socio-político del artículo llegó hasta la intervención de las máximas instituciones políticas estadounidenses que denunciaron la utilización abusiva de psicoestimulantes y otros psicofármacos en poblaciones de entornos socio-económicos y raciales desfavorecidos (ver SNEYERS, 1979). La masiva campaña “anti-psicoestimulantes” desencadenada en la prensa y medios políticos estadounidenses facilitó el posterior éxito de las tesis que atribuían la etiología de la hiperactividad a los colorantes alimenticios y que generó un amplio movimiento político-social que consiguió un decreto-ley presidencial limitando el uso de aditivos alimenticios (FEINGOLD,1975).

Como feliz consecuencia de todo ello se multiplicó la financiación de investigaciones y de la literatura científica dedicadas a la hiperactividad (ver Tabla 1, ROSS y ROSS, 1982), que se ha convertido en un trastorno hiperdiagnosticado, discutido y tema predominante de interés científico… y de polémica, sobre todo en cuanto a la utilización y eficacia de los psicoestimulantes en su tratamiento.

Sin tomar partido en la polémica, WEISS y cols., muestran, tras un estudio longitudinal, que el pronóstico de la afección no está directamente ligado a la administración de estimulantes y, en particular, que la posterior eclosión de actos antisociales es igual de frecuente en el grupo de niños hiperactivos tratados con ellos que en los que no los reciben (correlación ésta, hiperactividad – conductas antisociales, hipotetizada en otros trabajos) (WEISS, KRUGER y cols, 1975; WEISS, HETCHMAN y cols, 1985).

Varios autores, (BANDURA, 1974; BELL y HARPER, 1977; CHESS, 1979), han considerado que la hiperactividad es la expresión más ruidosa de la interacción entre el niño y un medio familiar caótico, subrayando la importancia, terapéutica y pronóstica, de modificar el medio familiar. Otros han reprochado, a quienes se limitan a un tratamiento sintomático de la hiperactividad, que dejan a un niño con dificultades enfrentarse en solitario con un medio socio-familiar que favorece el desarrollo de conductas antisociales (CUNNINGHAM y BARKLEY,1979).

En trabajos estadounidenses muy recientes parece abrirse paso la idea “revolucionaria” de que la hiperactividad “podría tener más relación” con factores sociales y educativos que con factores biológicos. Los autores que defienden esta posición han señalado que es difícil que sea bien recibida por el predominio de corrientes ideológicas muy apoyadas por toda una infraestructura científica y por incentivos económicos muy importantes (programas sociales y escolares de tratamiento e investigación, sistemas escolares especializados altamente subvencionados, industria farmacéutica). (JENSEN, MRAZEK y cols, 1997).

Volveremos sobre estas cuestiones más adelante al resumir las conclusiones del informe del comité de expertos reunido por las autoridades sanitarias de Estados Unidos en 1998 (National Institutes of Health Consensus Development Conference Statement: Diagnosis and Treatment of Attention Déficit Hiperactivity Disorder ADHD, 1988).

En la literatura científica europea (alemana y francesa sobre todo) también se recogen importantes aportaciones.

En Alemania, KRAEPELIN (1898), refiriéndose sobre todo a los adultos describía los “psicópatas inestables”, postulando que sufrían de un trastorno de la personalidad. DEMOOR (1901), describía, en niños escolares, la “corea mental”, entidad que diferenciaba del retraso mental, y que se asociaba a un “desequilibrio afectivo y emocional”, a una “falta de inhibición y atención”.

En Francia, BOURNEVILLE (1897), es el primero en describir los “débiles inestables”. Posteriormente también otros autores, (BONCOUR y BONCOUR, 1905; NATHAN y DUROT, 1913), describiendo los “escolares inestables” relatan cuadros clínicos muy semejantes a lo que hoy llamamos hiperactividad.

HEUYER (1914), insistirá en la frecuencia de “trastornos del carácter y de los instintos morales” que presentan los niños inestables, y VERMEYLEN (1923), describe los “débiles disarmónicos”.

Por estos años en España, RODRÍGUEZ LAFORA (1917) describe los “idiotas enequéticos” refiriéndose a deficientes con una “actividad inusitada que no les permite estar quietos un momento”. Es de destacar que este autor relaciona clara y explícitamente esta actividad “con la débil atención…” “…pues es sabido que la atención exige una cierta inhibición muscular… capacidad que aumenta con el grado de inteligencia”. Además diferencia estos niños de otros “inestables de constitución psicopática” a los que describe como “mentalmente normales, pero que no pueden fijar su atención… son los llamados “nerviosos” por sus padres e “indisciplinados” por sus maestros”.

En Francia, WALLON, en su tesis de 1925 sobre “El niño turbulento”, describe las leyes del desarrollo motor y el paso obligatorio del niño, en su evolución normal, por cuatro estadíos psicomotores (impulsivo, emotivo, sensorio-motor, proyectivo) que considera fundamentales en la formación de la personalidad. En otro trabajo posterior de 1955 propone tres variedades de niños inestables: “asinérgicos”, “epileptoides”, y “subcoreicos” (WALLON,1925; WALLON 1955).

MICHAUX (1950), sostiene que “los inestables son los anormales afectivos más numerosos”. AJURIAGUERRA, recogiendo trabajos anteriores, subraya el polimorfismo de la inestabilidad y la sitúa en “una línea continua entre dos polos: el de la inestabilidad coreica, de Wallon, y el de la inestabilidad afectivo-caracterial” que él entiende como “más vinculada a un desorden motor constitucional”, la primera, y a un “ desorden de la organización de la personalidad, que el niño sufre en una edad precoz y que le impide establecer relaciones estables válidas”, la segunda (AJURIAGUERRA, 1970).

BERGES (1985) ha insistido en los aspectos relacionales de la inestabilidad. Desde una perspectiva psicoanalítica, DIATKINE y DENIS (1985), afirman detectar siempre, bajo la inestabilidad, un comportamiento hipomaníaco destinado a evitar la percepción de sentimientos depresivos a través de “defensas maníacas”. En desacuerdo con ellos, pero, en mi opinión, sin comprender del todo este carácter dinámico de defensa activa contra la depresión que atribuyen a los mecanismos hipomaníacos, DUGAS y MOUREN, distinguen la hipomanía de la hiperactividad por la presencia y ausencia, respectivamente en una y otra, de manifestaciones afectivas (exaltación, euforia, optimismo) e intelectuales (logorrea, fuga de ideas, juegos de palabras) y por la tendencia a la desmoralización y la depreciación propia del niño hiperactivo opuesta al sentimiento de omnipotencia del niño hipomaníaco eufórico (DUGAS y MOUREN, 1980; DUGAS y Cols, 1987).

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