Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente

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Niños maltratados: ¿intervención sobre el contexto o sobre los vínculos?

PDF: ninos-maltratados-intervencion-contexto-vinculos.pdf | Revista: 51-52 | Año: 2011

Antonio Galán Rodríguez
Doctor en Psicología. Psicólogo Clínico. Servicio de Atención y Protección a la Infancia y Adolescencia de la Junta de Extremadura. Dirección General de Inclusión Social, Infancia y Familias (Avda. Reina Sofía, s/n. Mérida – 06800)

RESUMEN

En la atención a la infancia maltratada frecuentemente se oscila entre dos posiciones extremas: modificar la realidad externa del niño (respuesta sintomática) o atender exclusivamente a su mundo interno (intervención psicoterapéutica). Se defiende la necesidad de combinar ambas líneas de intervención, y se ilustra a través de tres ámbitos de actualidad: a) la especificidad de la psicoterapia en los contextos socialmente desfavorecidos; b) la resiliencia como una llamada a considerar las múltiples influencias que afectan al desarrollo sano y perturbado de un niño; y c) las necesidades de atención en los niños envueltos en situaciones de violencia entre sus padres. Se concluye que la intervención con niños maltratados no puede limitarse a introducir cambios en su contexto de vida, pero que ir más allá del síntoma implica también ir más allá de la psicoterapia. PALABRAS CLAVE: Maltrato. Abuso. Pobreza. Resiliencia. Parentalidad. Psicoterapia.

ABSTRACT

MALTREATED CHILDREN: ¿INTERVENING ON THE CONTEXTS OR ON THE BONDS?
In the intervention with maltreated and abused children, professionals often swing between two opposite positions: modifying the outer reality (acting on the symptom) and focusing on the inner world (psychotherapeutic intervention). It is claimed the necessity of combining both lines of intervention, what is illustrated through three real domains: a) the specificity of disadvantaged population in relation to psychotherapy; b) resilience as a concept that poses to take into consideration a wide number of influences affecting either healthy or disturbed development of a child; and c) the needs of children involved in violence between their parents. It’s concluded that intervening with maltreated children can’t be limited to the changes in their life contexts; but going beyond the symptom implies moving beyond psychotherapy instead. KEY WORDS: Maltreatment. Abuse. Poverty. Resilience. Parenthood. Psychotherapy.

1. Introducción

Las experiencias de maltrato, negligencia y abuso infantil dentro de la familia han acabado siendo reconocidas por la sociedad como prácticas censurables que demandan respuestas institucionales. Con frecuencia, las reacciones más inmediatas ante estas situaciones han constituido respuestas dirigidas a combatir la manifestación más evidente del maltrato: provisión de lugares alternativos de cuidado para el niño, sanción penal del maltratador/abusador, educación de los padres para que adquieran habilidades parentales, etc. Indudablemente, estas intervenciones constituyen acciones necesarias desde muchos puntos de vista (moral, técnico, humano…). No obstante, dejan sin cubrir una parte fundamental de las necesidades de la víctima. En efecto, y en cuanto que la vivencia traumática se ha generado dentro de una relación afectiva de primer orden (padre-hijo o madre-hijo), estas vivencias generan un daño en los vínculos, y por tanto quedará una huella en la configuración del mundo interno y relacional del niño. Por ello, las respuestas institucionales que se restringen a modificar el contexto vital del niño, resultan insuficientes. En efecto, muy probablemente se requerirá una intervención psicoterapéutica que vaya más allá de las manifestaciones externas, para sumergirse en la profundidad y complejidad de la estructuración vincular del niño.

Frente a la anteriores respuestas sociales, que podemos denominar “sintomáticas”, aparecen por tanto intervenciones procedentes del ámbito tradicional de la psicoterapia, y que buscan una reestructuración del mundo interno del niño dentro de un encuadre muy particular. No obstante, estas intervenciones también adolecen de un handicap sobre el que pocas veces se reflexiona, y que viene determinado por la especificidad de este campo de intervención. Desconsiderar las particularidades de estos contextos relacionales puede dar lugar a intervenciones psicoterapéuticas descontextualizadas e incongruentes. En efecto, proceder a una traslación directa del formato psicoterapéutico estándar a estos contextos donde el abuso intrafamiliar es un factor de peso, podría dar lugar a una intervención limitada y desajustada, al menos en algunos casos. Entre otras necesidades, aparecerá la de actuar de alguna manera en el ámbito de la realidad cotidiana del pequeño paciente. A este respecto, podemos recurrir a las ilustrativas imágenes que transmitía Cancrini (1991) al hablar de cómo podemos contemplar a una planta marchitándose mientras hablamos durante horas acerca de su malestar … sin verificar que le falta agua; o cómo podemos suspirar ante el hecho de que quien debe regarla no lo hace … mientras dejamos que muera.

De esta manera, la intervención en los contextos abusivos se enfrenta al riesgo de caer en uno de dos extremos: limitarse a una actuación sobre los sucesos externos que marcan la realidad familiar, o configurar la relación terapéutica como una burbuja donde realidades determinantes de la vida del niño sean desconsideradas. En este sentido, ir más allá del síntoma implica incorporar la psicoterapia en la atención al niño maltratado, pero también significa ir más allá de la psicoterapia. Se requiere una doble mirada, que atienda tanto a poderosos elementos contextuales de la familia, como a los procesos intrapsíquicos y microrrelacionales entre sus miembros.

El objeto de esta comunicación es reflexionar acerca de la combinación de ambas perspectivas, todo ello encaminado a lograr visiones complejas y coherentes de la realidad del niño maltratado o abusado que requiere una intervención psicoterapéutica. El eje de referencia será el punto de intersección entre dos focos de intervención: a) los factores contextuales de la familia que requieren una intervención externa (“sintomática”) sobre la realidad del niño; y b) los elementos vinculares que demandan un acercamiento más propiamente psicoterapéutico. Desde esta perspectiva, hemos elegido tres puntos concretos cuyo interés radica en la actualidad de los problemas: la especificidad de la psicoterapia en contextos desfavorecidos, el uso del concepto de resiliencia, y la intervención en contextos donde existe violencia conyugal. En todos los casos se trata de introducir nuevas perspectivas, reformular algunos planteamientos, y acercar la mirada a problemas o contextos novedosos.

2. La intervención en contextos desfavorecidos: reconociendo su especificidad.

La consulta psicoterapéutica tradicional se ha revelado como un lugar privilegiado para conocer la estructuración y funcionamiento de la mente humana. Desde el diván freudiano, hasta la estrechísima relación que establecía Melanie Klein con sus pequeños pacientes, la intimidad de una relación psicoterapéutica ha servido como una lente única para acceder a los aspectos más profundos de nuestro funcionamiento psíquico. No obstante, este marco e instrumento de observación presenta algunas limitaciones que deben ser tomadas en consideración. En primer lugar, se trata de una herramienta concreta, que permite acceder a fenómenos igualmente específicos; por ello, quedan fuera de su vista muchos otros que constituyen elementos determinantes en la vida de los seres humanos. Por otro lado, debemos tener en cuenta que la consulta terapéutica es un laboratorio donde la muestra de población a la que se accede no es aleatoria; existe una importante masa de individuos que no acuden a este contexto, por limitaciones económicas, por los problemas que presentan, por sus estructuras de personalidad, etc. (Waska, 2003). Entre ellos se encuentra el grupo de familias desfavorecidas donde existen múltiples factores de riesgo para la negligencia y otras formas de maltrato sobre la infancia. De esta manera, importantes ámbitos de experiencia humana resultarán desconocidas si nuestro único instrumento de observación es la intervención psicoterapéutica estándar.

La idea de que pudiera ser necesario un cambio de perspectiva en la intervención terapéutica para ajustar ésta a contextos socialmente desfavorecidos va ganando fuerza con el paso de los años. Se trata de contextos de intervención que tradicionalmente han sido considerados “sociales”, delegando de esta manera la intervención sobre colectivos profesionales ajenos a la psicoterapia (por ejemplo, los trabajadores sociales). En este sentido, se ha esperado una respuesta “sintomática”, muy centrada en la gestión de ayudas materiales, en la intervención sobre la realidad externa de los usuarios. Frente a este posicionamiento, en los últimos decenios se abre paso una actitud diferente, que busca complementar esa actuación sobre la realidad externa con una intervención sobre el mundo interno de la familia y del individuo. No obstante, esperar una adaptación automática del encuadre psicoterapéutico, sin respetar la especificidad (de los problemas y de los formatos de ayuda) de los contextos desfavorecidos, resulta peligroso. Posiblemente haya que formular previamente una “clínica de la vulnerabilidad y el desamparo”, y repensar la psicoterapia con las personas para las que no fue creada (los pobres, los desfavorecidos) (Nervi, 2009). Esta propuesta resulta especialmente valiosa porque obliga a reflexionar en torno a los cambios que deben producirse a muy diferentes niveles: a) considerar el compromiso sociopolítico de la psicoterapia, en el sentido de contextualizar los problemas intrapsíquicos en la realidad social de la vida del paciente; b) asumir un papel más activo en el acercamiento al paciente, no limitándose a esperar en la consulta a una persona que acude con una demanda más o menos elaborada; c) utilizar encuadres más flexibles o disponibles, que no se limiten a un despacho; d) complementar el análisis personal del terapeuta con otro que conduzca a una auto-valoración de los paradigmas culturales de referencia (por ejemplo, qué creencias se mantienen y que vivencias se despiertan en el contacto con la marginalidad, la delincuencia, la pobreza, la anomia social…).

Las propuestas operativas realizadas en este sentido son numerosas. Muchas proceden de países donde la pobreza y la marginalidad se extiende sobre amplios sectores sociales (Gojman de Millán, y Millán, 2004; Hernández de Tubert, 2006), pero también se han realizado propuestas pensando en los contextos más desfavorecidos del mundo occidental. Centrándonos en la atención a la infancia, una línea de investigación e intervención representativa y centrada en la relación madre-bebé es la que aporta el conocido como “Grupo de San Francisco”, iniciado por Selma Fraiberg y continuado por investigadoras como Alicia Lieberman y Arietta Slade. Con sus sugerentes conceptos de “fantasmas y ángeles en el cuarto de los niños” estas autoras subrayan cómo las dificultades y las influencias benevolentes procedentes del pasado de los padres se actualizan en las relaciones de estos con sus hijos. A un nivel de intervención, esto se concreta en un propuesta de trabajo centrada en la relación madre-hijo. Se trata de una intervención que trata de ser terapéutica sin hacer terapia, y en la que el objetivo central es lograr que la madre tenga una mejor comprensión de su hijo gracias a la reactualización de las relaciones que mantuvo con sus propios padres; todo ello, bajo el acompañamiento de un profesional sensible a los aspectos más interactivos y emocionales de las relaciones madre-hijo. Lo que aquí nos interesa subrayar es cómo el hecho de trabajar en contextos desfavorecidos obliga a pensar en nuevos marcos de intervención dentro de la psicoterapia. Ya en el trabajo seminal del grupo (Fraiberg, Adelson y Shapiro, 1975) se acuñaba el término “psicoterapia de la mesa de la cocina”, y se describía cómo conjugar la atención a aspectos relacionales íntimos con gestiones cotidianas de la realidad externa o el posicionamiento respecto a los servicios de protección infantil (y por tanto, con el elemento coercitivo tan presente en estos casos).

Siguiendo esta línea de trabajo contamos con la sistematización de un formato de intervención realizado por Alicia Lieberman, convirtiéndose en una de las principales referencias para el tratamiento de la relación padres-hijos, especialmente en contextos desfavorecidos. Una de sus aportaciones (Lieberman, 2007) es la Child-Parent Psychotherapy (CPP) como un tratamiento dirigido al complejo lazo entre niños y padres traumatizados, especialmente en los casos de violencia doméstica. Se trata de una propuesta basada en el Psicoanálisis y la Teoría del Apego pero que integra diferentes orientaciones teóricas, y donde el foco de atención terapéutica se sitúa en el juego dinámico entre los eventos externos y la adaptación individual del niño a estos sucesos; el objetivo final será crear o restaurar un sentimiento de confianza y de intimidad segura entre el progenitor y el niño, tratando de convertir al primero en un agente terapéutico.

En la misma línea se encuentra el trabajo de Arietta Slade, cuya relevancia reposa en gran medida en el desarrollo que ha realizado del concepto de “capacidad reflexiva”, a nivel teórico y aplicado. En la actualidad, Slade forma parte de un grupo de trabajo de la Universidad de Yale, donde tratan de desarrollar programas de intervención con padres y niños basados en conceptos psicoanalíticos. Slade considera que muchos programas de intervención incluyen dentro de sí la potenciación de la capacidad reflexiva de los padres, y por ello ha desarrollado algunos programas destinados específicamente a desarrollar ésta. Entre ellos se encuentra el “Minding the Baby” (Slade, 2006), diseñado para familias de alto riesgo; de hecho, fue desarrollado para chicas jóvenes embarazadas, e implica una intervención sostenida e intensiva, que debe coordinarse con la intervención de otros servicios comunitarios, pero en cuyo núcleo se encuentra el desarrollo de una relación psicoterapéutica.

3. La resiliencia: diferentes niveles para construir el crecimiento.

El concepto de resiliencia se ha convertido en un referencia frecuente en los contextos donde se trabaja con la infancia maltratada. En gran medida esto responde a la necesidad de rotular con un nombre a la experiencia común de encontrar niños o adultos que logran sobreponerse a las adversidades de la vida. Y también responde a la necesidad de contar con un apoyo conceptual a la hora de abordar la tarea de rescatar los recursos de los que el usuario o paciente dispone para salir adelante. Ahora bien, más allá de estas vagas concepciones acerca de la resiliencia, existen implicaciones importantes derivadas de este concepto; y algunas de ellas pueden ser abordadas desde la perspectiva que nos ocupa: la doble mirada hacia el trabajo profundo y a la realidad externa más inmediata.

El interés por la resiliencia podría enmarcarse dentro de un movimiento más amplio de atención a los aspectos más positivos y constructivos de la naturaleza humana; se trata de una serie de planteamientos que algunos han agrupado bajo el rótulo de “Psicología Positiva”, y entre los que incluiríamos el estudio de la felicidad por parte de Martin Seligman, los planteamientos acerca de la inteligencia emocional de David Goleman, o el concepto de “buentrato” formulado por Félix López, (Goleman, 1996; López, 2008; Seligman, 2003). Centrándonos en la resiliencia, existen dudas acerca de su paternidad, pero posiblemente pueda situarse su origen en la investigación que realizó Emmy Werner en la isla de Kauai (Hawai). Lo novedoso de su planteamiento residía en el hecho de fijarse no sólo en qué factores de riesgo (pobreza, familia monoparental, alcoholismo paterno…) derivaban en una desadaptación de los hijos, sino también en qué ocurría para que algunos niños expuestos a esas influencias perniciosas lograran una buena adaptación. El concepto de “resiliencia”, procedente del ámbito de la Ingeniería, pasaba a recoger la capacidad del ser humano para hacer frente a las adversidades de la vida, superarlas e incluso ser transformado por ellas. Aunque cuestionado (véase por ejemplo Luthar, Cicchetti y Becker, 2000; o Cavana, 2008), este concepto introducía una nueva mirada a la realidad infantil.

Conforme el concepto se popularizaba, encontraba un productivo ámbito de aplicación en el campo del maltrato a la infancia. La constatación de que algunos niños que sufren experiencias familiares difíciles (e incluso terribles) a las que logran sobreponerse, es una realidad evidente para quienes trabajan en este ámbito. Al hablar de “resiliencia” podemos dar nombre a una situación de la que frecuentemente somos testigos en nuestro quehacer cotidiano. Situándonos en este contexto de una infancia con características particulares, podemos revisar brevemente tres aportaciones específicas que nos parecen muy ilustrativas.

La primera es la de Boris Cyrulnik; a pesar del carácter fundamentalmente evocador de los títulos de sus obras (“Los patitos feos”, “El murmullo de los fantasmas”, “Autobiografía de un espantapájaros”), sus propuestas presentan una gran profundidad a nivel teórico. Cyrulnik (2002) habla de una “evolución resiliente”, con la que recoge un proceso vital que permite al niño maltratado sobrevivir a la adversidad. Ese proceso comienza en los años tempranos de la vida, cuando nuestra identidad comienza a construirse sobre la base de un buen cuidado sensorial y afectivo. Continúa más adelante, cuando el niño comienza a poner palabras a sus experiencias; el recibir y/o encontrar palabras adecuadas que permitan explicarse esa dura realidad personal es un paso más en la construcción de la resiliencia. Pero se necesita un tercer paso para lograr ésta: que las experiencias vitales encuentren una aceptación en el grupo, en el entorno de relaciones. Las implicaciones de esta evolución resiliente, a efectos de una intervención profesional, son diversas. Nos insta a favorecer relaciones de cuidado afectivo, a establecer diálogos productivos, y a insertar al niño sufriente en un contexto comprensivo. Y son propuestas que van a implicar en numerosos casos el trabajar en un contexto de cuidado psicoterapéutico que recoja la especificidad del problema de estos niños, y en la creación de un contexto de cuidado (familiar, institucional) igualmente específico. Nuevamente, asistimos a una demanda de intervención a niveles internos y externos de la realidad del niño.

Stefan Vanistendael es otro autor que goza de gran popularidad. Posiblemente esto se deba al carácter humano y cercano de su visión de la realidad del niño que sufre. Plantea que los mismos elementos que enmarcan un desarrollo sano y feliz para el niño normal, son los que permiten una evolución resiliente en el ser humano que se enfrenta a grandes adversidades. La forma que ha escogido para representar ese conjunto de factores es “la casita de la resiliencia” (Vanistendael y Lecomte, 2002). Se trata del dibujo de una casa donde quedan recogidos los elementos que construyen la resiliencia y sobre los que habrá que intervenir en función de las necesidades del niño y de la oportunidad para hacerlo. En los cimientos sitúa las necesidades materiales básicas; en el subsuelo aparecen las relaciones más cercanas (en la familia, la escuela y el barrio), que son aquéllas donde el niño encuentra amor y aceptación. En el primer piso se encuentra la búsqueda de sentido, como un elemento importante en el desarrollo personal. En el segundo piso, Vanistendael coloca la autoestima, las aptitudes personales y sociales, y el sentido del humor. Finalmente, en el entretecho aparecerá la apertura a nuevas experiencias. Nuevamente encontramos una llamada a la intervención sobre la realidad del niño a muy diferentes niveles, desde los más individuales hasta los más contextuales, desde las más profundos hasta las más externos.

El tercer autor que consideramos es Jorge Barudy. Basta leer los títulos de dos de sus libros para apreciar este giro conceptual con el que abríamos este texto (de una visión centrada en el déficit, a otra que enfatiza las potencialidades). En primer lugar encontramos un texto que se convirtió en manual de referencia para muchos profesionales que trabajan en el ámbito de la protección a la infancia; se trata de “El dolor invisible de la infancia. Una lectura ecosistémica del maltrato infantil”, publicado en 1998. Frente a esta obra, aparece otra más reciente (en 2005), ya influida por ese enfoque más constructivo de la intervención: “Los buenos tratos a la infancia. Parentalidad, apego y resiliencia”; lo que antes se interpretaba desde el maltrato y el dolor, ahora es enfocado desde las necesidades y las aportaciones al desarrollo del niño. De una manera más operativa, podemos recoger la propuesta de Barudy en torno a actuaciones que fomentan la resiliencia:

  • ofrecer vinculaciones seguras.
  • facilitar al niño que pueda dar un sentido a sus experiencias, lo que incluye tomar conciencia de su dura realidad familiar.
  • brindar apoyo social.
  • facilitar la participación en procesos de ayuda.
  • promover procesos educativos que potencien el respeto a los demás.
  • promover actividades que fomenten un sentido ético y espiritual.
  • favorecer experiencias que promueven la alegría.
  • favorecer el desarrollo de la creatividad.

El hecho de vincular la resiliencia a un grupo tan numeroso de factores implicados en el desarrollo del ser humano, vuelve a situarnos ante la necesidad de contar con una mirada amplia en torno a la intervención a desarrollar con un niño en dificultad.

Lo común a estas tres aportaciones es su mensaje de que, si queremos favorecer la resiliencia, debemos realizar un acercamiento al niño de carácter individual y profundo (como en la psicoterapia), pero también otro que implica una organización de su realidad externa. En efecto, trabajar con la resiliencia implica moverse a muchos niveles, los externos y los internos. Pero además, podemos subrayar estas otras implicaciones:

  • La necesidad de realizar valoraciones amplias de la realidad del niño, con la idea de que en cualquier punto puede encontrarse el disparador de un proceso de crecimiento. Es posible que haya que proveerle de un elemento externo (por ejemplo, un grupo de referencia) o interno (por ejemplo, un insight sobre sus circunstancias familiares), y ambos deben ser rastreados y localizados. Este carácter idiosincrático de los factores de resiliencia nos lleva a darle la vuelta a la conocida analogía de Freud (1933/1997) al relacionar la vulnerabilidad a la psicopatología con las líneas de fractura de los cristales; en efecto, de la misma manera que soportamos vulnerabilidades (que podrían permanecer invisibles hasta que un determinado suceso nos las muestra con el surgimiento de un cuadro psicopatológico), disponemos de potencialidades que deben ser localizadas y estimuladas para que se desarrolle la resiliencia.
  • Descartar una de las primeras visiones de la resiliencia como una característica individual, similar a un rasgo de personalidad; las formulaciones más actuales de la resiliencia nos hablan de un proceso y de un fenómeno que se construye en la interacción a múltiples niveles (desde el contacto interpersonal hasta las dinámicas sociales).
  • Asumir el papel que puede jugar el profesional como “tutor de resiliencia”, y que responde a la necesidad que tienen algunos niños de recibir cierto acompañamiento en algunas áreas de su vida. En el contexto psicoterapéutico, podría implicar el rescatar el concepto de “acompañamiento terapéutico”, con formatos más propios de la terapia de apoyo que de la indagación profunda. Esto se hace especialmente necesario en aquellos casos en los que no podamos ofrecer al niño unos mínimos de seguridad y estabilidad en cuanto a sus cuidadores de referencia; se trata de una circunstancia que damos por supuesta en la mayoría de la población (donde los padres permanecerán como cuidadores durante años), pero que no es así en niños que viven dentro del Sistema de Atención a la Infancia y Adolescencia; con ellos vamos a encontrar una importante inestabilidad en su contexto de cuidado, de modo que cuestiones como las condiciones laborales del recurso residencial donde viven, medidas administrativas o sentencias judiciales, van a imponer cambios importantes en su marco de relaciones interpersonales (cambio de educadores, traslado a otros recursos residenciales, reintegraciones familiares…); es precisamente en este contexto de falta de seguridad en el que surgen muchos de los mecanismos de defensa que pone en juego el niño maltratado; por ello, el psicoterapeuta deberá valorar cuidadosamente si él mismo y el resto de figuras de vinculación van a aportarle cierta continuidad y estabilidad; si no es así, deberían evitarse intervenciones profundas y optar por una atención psicoterapéutica más superficial (Barudy y Dantagnan, 2006; Gonzalo, 2010).

 4. La violencia conyugal: entre la acción institucional y la reconstrucción del psiquismo infantil.

La atención a los niños que viven inmersos en situaciones de violencia conyugal requiere también una doble mirada, dirigida tanto a la actuación sobre los riesgos externos e inmediatos, como a la intervención sobre los procesos de estructuración psíquica. La falta de integración de estas dos perspectivas se ha traducido frecuentemente en formas de trabajo que se sitúan en dos polos contrapuestos… e insuficientes.

Por un lado, se ha establecido una forma de trabajo limitada a favorecer la ruptura de la convivencia, y con ello la finalización de la violencia. Ésta ha sido la opción defendida en los últimos años a nivel institucional, y está en la base de la Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. Este Ley ha supuesto una valiosísima contribución en la defensa de la mujer maltratada; no obstante, una vez logrado este objetivo de proporcionar una seguridad básica a la víctima, muestra limitaciones derivadas de una falta de atención a las realidades relacionales de la violencia familiar. En efecto, la violencia doméstica encaja dentro de dinámicas interactivas que marcan el devenir de la familia y establecen mecanismos de auto-perpetuación; Bentovim (2000) lo describió con la acertada expresión de “sistemas organizados por traumas”. La violencia contra la mujer se enmarca dentro de un problema estructural de la familia y una forma patológica de manejar las relaciones de poder (Atenciano, 2009). Sólo de esta manera podemos entender alguna situaciones paradójicas en las que desembocan los procesos judiciales, por ejemplo al tener que sancionar a una mujer por incumplir una orden de alejamiento respecto a su agresor. Centrándonos en los niños, la Ley 1/2004 ha recibido críticas por desconsiderar a los menores de edad como víctimas de la violencia entre sus padres (Save the Children, 2006; Save the Children, Ministerio de Igualdad e IRES 40, 2009). De alguna manera, la idea subyacente a la Ley es que si se protege a la madre separándola del maltratador, con ello se protege al hijo. Existen tres errores en esta asunción: a) pensar que con la mera separación se está protegiendo; b) desconsiderar las vivencias específicas del niño; c) no prestar atención a las características de la relación madre-hijo. Desde los propios servicios de atención a la mujer maltratada se ha ido tomando conciencia de forma progresiva de la necesidad de dirigir una mirada al niño que se ve envuelto en la violencia entre sus padres, y muchos de ellos han ido ampliando su intervención en este sentido.

Uno de los acercamientos a esa realidad específica del menor ha provenido de un contexto institucional muy concreto, el de la protección a la infancia. En efecto, el ámbito de atención a la mujer maltratada ha estado presidido por la intervención judicial, muy centrada en la protección a la mujer, y descuidando inicialmente los instrumentos de protección para el niño. Pero la conciencia de que estos también son víctimas con su propia especificidad llevó a considerar que los menores quizá pudieran encontrarse en las situaciones a las que definimos como maltrato o desprotección. Así, aparecen datos como los siguientes:

  • el niño puede ser otra víctima del maltratador.
  • con frecuencia existen daños “colaterales” (por ejemplo, golpes que alcanzan fortuitamente al niño en medio de una agresión entre adultos).
  • el ambiente puede ser abusivo por sí mismo.
  • el niño puede ser víctima de un maltrato activo por parte del abusado. Por ejemplo, parece que las mujeres maltratadas tienden a ser madres más punitivas, incluso después de separarse del maltratador, aunque éste es un dato en torno al cual existe cierta controversia (Casanueva, Martín, Runyan, Barth y Bradley, 2008).
  • el niño puede ser víctima de un maltrato pasivo por parte del abusado; por ejemplo, la mujer maltratada tienden a subestimar la gravedad de la situación de su hijo, lo que puede ser una defensa contra el sentimiento de culpa, pero también podría deberse a que la madre no puede prestar plena atención al cuidado de sus hijos porque debe atender prioritariamente a su propia integridad.
  • los niños que son testigos de violencia marital, en relación a la población normal, sufren más del doble de problemas clínicamente significativos (Lieberman, Van Horn y Ozer, 2005).

Existen dudas acerca de si esta forma de entender al niño como doble víctima (del padre maltratador y de la madre maltratada) es conveniente o no (Goddard y Bedi, 2010); así, se ha objetado que esta visión implica una revictimización de la mujer maltratada, cuya ejecución parental pasa a ser evaluada y a la que se le exige una responsabilidad protectora sobre su hijo. En algunas zonas de los EEUU han llegado a definir los casos de violencia conyugal como “negligencia” en el cuidado de los hijos. Esto ha ocurrido por ejemplo en los estados de Nueva York y California, pero ha sido una decisión no exenta de polémica (de hecho, una sentencia acabaría declarándola inconstitucional en Nueva York). De la misma manera, en el Reino Unido la Adoption Act de 2001 pasó a considerar la violencia conyugal como un factor de daño significativo para el niño, lo que significa que queda así legitimada la intervención protectora de la Administración. Lo que resulta evidente es que el análisis de la situación familiar de un niño inmerso en una situación de violencia de género supone una llamada a instituciones garantes de los derechos tanto de la mujer como del niño.

Pero hasta ahora hemos hablado de respuestas institucionales, muy dirigidas a imponer determinadas configuraciones familiares (separación conyugal, cuidado sustitutivo del hijo, presencia de una instancia coercitiva con funciones de supervisión del funcionamiento familiar…). Ahora bien, ¿qué otra atención se podría prestar al niño en cuanto víctima?. Ya hemos visto que sólo con el paso del tiempo se ha ido tomando conciencia de que los niños que estaban presentes también sufrían el efecto de esa violencia conyugal; inicialmente no se sabía como denominarles (testigos, víctimas, “expuestos”…), lo que parecía responder a esas dudas iniciales acerca de su papel en ese contexto de violencia, y al hecho de que recibían su influencia a muy distintos niveles (Atenciano, 2009). Y conforme se avanzaba en su estudio, se iba haciendo cada vez más evidente que los niños inmersos en estas situaciones no quedan indemnes (Buckley, Holt y Whelan, 2007; Goddard y Bedi, 2010). Así, sabemos que:

  • los niños captan lo que ocurre a su alrededor y se implican a nivel emocional; tienen miedo por el bienestar de la madre y por el de uno mismo.
  • los niños recuerdan (a nivel procedimental y verbal).
  • los niños intentan explicarse su realidad.
  • los niños aprenden a usar la violencia.
  • los niños se involucran en juegos relacionales (Cirillo y di Blasio, 1991).

La toma de conciencia de estas dificultades implica dirigir una mirada diferente a la violencia doméstica, con un acercamiento más centrado en las vivencias del niño. En este sentido, la perspectiva psicosocial permite desentrañar el conglomerado de influencias deletéreas que recibe un niño por estar inmerso en una situación de violencia entre sus padres. Las abordaremos con más detalle adelante. Lo que aquí queremos señalar es que a veces esta visión muy intrapsíquica o relacional ha descuidado la realidad de una situación externa que puede perturbar seriamente el desarrollo del niño. La intervención psicoterapéutica no puede permanecer ajena a una violencia real y presente, por motivos éticos, legales y técnicos. De la misma manera, la intervención institucional implica que el niño se vea envuelto en un maremágnum de medidas legales y administrativas que condicionan su vida y por tanto la intervención profesional; nuevamente, la psicoterapia difícilmente podrá realizarse en un contexto protegido de interferencias externas. Todo ello deriva en una necesidad de complementar diversas miradas, de plantearnos cómo llevar a cabo acciones institucionales protectoras al mismo tiempo que nos introducimos en las dinámicas relacionales familiares y en los dinamismos psíquicos del niño víctima. Desde esta perspectiva se han realizado aportaciones interesantes. Podemos señalar el trabajo ya referenciado de Alicia Lieberman en el Child Trauma Research Project (Lieberman, Van Horn y Ozer, 2005). Esta profesional hace un recorrido por las huellas que la violencia conyugal va dejando en los niños, con efectos como los siguientes:

  • identificación con el agresor, que entendemos en sus dos recorridos posibles (Frankel, 2000), al poder derivar en la asunción de una identidad como agresor o como víctima.
  • los temores acerca de la protección (“¿Me protegerá mamá?” “¿Qué pasará conmigo si pierdo a mamá?”).
  • el hecho de que el mundo deja de ser un lugar predecible y donde cuesta aprender a diferenciar entre lo seguro y lo peligroso.
  • el dilema que se establece entre acercamiento-evitación, fácilmente comprensible con una lectura desde la Teoría del Apego.

En nuestro país también existen experiencias interesantes de trabajo con niños víctimas de la violencia entre sus padres, donde se inserta el trabajo individual dentro del contexto más amplio de actuación institucional en relación a la familia. Podemos señalar por ejemplo la revisión de buenas prácticas incluidas en el informe de Save the Children (2006); y más específicamente, el trabajo realizado desde IRES 40 (Araujo, 2006), o el programa ATIENDE (Unidad de Atención e Intervención del Daño Emocional) de la Comunidad de Madrid (Terán, Laita, Márquez, Ayala y Ortiz, 2009); así, en este último se ha abordado una interesante reflexión acerca de las dificultades de conjugar el marco institucional (legal, residencial…) de protección a la mujer y al menor, con el trabajo propiamente psicoterapéutico dirigido a ayudar al niño.

5. Más allá del síntoma, ¿más allá de la psicoterapia?

Las respuestas institucionales que introducen cambios (habitualmente drásticos) en la vida de los menores maltratados y abusados están sobradamente justificadas a nivel técnico y humano. Pero son respuestas limitadas, a las que hemos denominado “sintomáticas”, y que tienen un limitado potencial de cambio si no se ven complementadas por una intervención sobre los procesos de estructuración interna del mundo psíquico del niño. Pero al mismo tiempo, para que la intervención psicoterapéutica no se convierta en una respuesta limitada, debe ampliar su mirada para poder complementarse con esas otras actuaciones ligadas al ámbito de las relaciones reales y los contextos en que se desarrolla la vida del niño. Si es limitado no llegar a la psicoterapia, igualmente restrictivo es no salir de ésta. De ahí que nos atrevamos a afirmar que ir más allá del síntoma debería también implicar ir más allá de la psicoterapia.

El trabajo con menores expuestos a situaciones de abuso, maltrato o negligencia nos obliga a incorporar a nuestra práctica profesional un plus de flexibilidad y de amplitud en la mirada. En este trabajo hemos analizado tres de los muchos elementos que apoyan esta tesis. Por un lado, la complejidad que introduce el hecho de trabajar en ámbitos socialmente desfavorecidos, considerando a estos como contextos cuya organización ecológica favorece las disfunciones familiares y su deriva en maltrato a la infancia. En segundo lugar, pensar en términos de resiliencia también nos obliga a atender a la amplitud de influencias que construyen no sólo el desarrollo perturbado sino también el satisfactorio. Finalmente, las situaciones de violencia conyugal en las que los niños se ven envueltos nos obligan también a compaginar las miradas hacia la configuración externa de la familia con las dirigidas a las vivencias íntimas del niño. El elemento constante a lo largo de estas temáticas es la necesidad de una atención amplia sobre una realidad que resulta tan compleja como dolorosa.

Bibliografía

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