Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente

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¿Una vez más? (notas sobre lo psicoanalítico y lo psicoterapéutico en la clínica)

PDF: suarez-notas-psicoanalitico-psicoterapeutico-clinica.pdf | Revista: 41-42 | Año: 2006

Antonio Suárez Santos
Psicólogo clínico y Psicoterapeuta. Dirección contacto postal: c/ Máximo Aguirre, 16 ppal. dcha. Bilbao 48009. Tfno.: 944 418 431.

Ponencia presentada en las VII Jornadas del Grupo de Psicoterapia Analítica de Bilbao (GPAB) que bajo el título “La (im)pertinencia de la psicoterapia psicoanalítica en el siglo XXI” se celebró en Bilbao en noviembre de 2006.

No hace muchos días, en el curso de una conferencia celebrada en una Facultad universitaria el presentador –profesor– que debía introducir a la conferenciante –psicoanalista– ponderaba con la mejor de las voluntades los valores del psicoanálisis. Se refería al valor histórico de la teoría psicoanalítica, la importancia de la obra freudiana para el desarrollo de la psicología y la consideración que personalmente le merecían las “ideas del psicoanálisis” por más que –venía a decir–, en los tiempos actuales en los que la demanda exige urgentemente tratamientos de rapidez y eficacia patentes, el aspecto terapéutico del psicoanálisis ya no tenga el valor de antaño.

Sabemos que toda demanda es demanda de amor y, en tanto dicha demanda sea urgente y exija inapelablemente una muestra patente o visible de su poder, es demanda de amor sin límites, demanda infantil de un amor respecto al cual no hay que dar nada a cambio, una demanda sin renuncia que podemos vincular precisamente a uno de los descubrimientos claves del psicoanálisis: el extraordinario poder de la sexualidad infantil pulsional y su funcionamiento anárquico, tendente a la búsqueda de la satisfacción inmediata y sin miramientos por el objeto ni la objetividad.

Sabemos también que uno de los hitos fundamentales en el camino que lleva al sujeto humano a constituirse como tal es precisamente el difícil tránsito entre este modo de funcionamiento y la instauración de una estructura psíquica que suministre un cierto ordenamiento y un modo de circulación de la excitación sometido a determinadas legalidades, y permita al sujeto hacerse dueño de sí mismo en la medida en que esto sea posible.

Tránsito éste que en ningún caso podría ser llevado a cabo sin una renuncia o abandono de los modos de satisfacción anteriores; una renuncia que el pequeño humano no podría realizar por sí mismo –¿qué necesidad tendría, por otra parte?– si la intervención amorosa de un adulto no la propiciase. Un adulto cuidador sin el cual ni siquiera la vida en el sentido psicobiológico sería factible.

Sabemos, además, que esta renuncia o represión si bien tiene un momento inicial, originario o fundador de una estructura psíquica, no se da de una vez por todas y debe ser renovada no sólo en los tiempos de la represión secundaria, ya que el empuje y la persistencia de lo sexual infantil anárquico nunca cejan y tienden a infiltrar nuestro funcionamiento y tanto sólo durante los períodos iniciales de la vida como a lo largo de toda ella.

Así pues, esta demanda de la que nuestro buen profesor nos hablaba, y que se refleja en una desvalorización del psicoanálisis en cuanto terapia –y, de corrido, la desvalorización del psicoanálisis en general– se encuentra en relación con la infiltración de lo sexual infantil en lo que podríamos llamar modos de pensamiento habituales.

Sigmund Freud señala: “El duelo por la pérdida de algo que hemos amado o admirado parece al lego tan natural que lo considera obvio. Para el psicólogo, empero, el duelo es un gran enigma”. Estas palabras pertenecen a un artículo escrito en 1915 y titulado “La transitoriedad”, en el cual relata sus reflexiones tras el estallido de la Gran Guerra recordando un paseo por los Alpes Dolomitas durante el verano de 1913 en compañía de dos amigos –uno de los cuales probablemente fuera el poeta Rainer María Rilke–. Éste, a pesar de admirar la belleza extraordinaria del paisaje del verano, manifestaba un “dolorido hastío del mundo” y una desvalorización de lo bello ante la idea de que todo es transitorio y se perderá. Freud atribuye esta “revuelta anímica”, este enturbiamiento del juicio, al dolor psíquico que el duelo por el sepultamiento de lo perdido produce.

“Sabemos que el duelo –indica Freud–, por doloroso que pueda ser, expira de manera espontánea. Cuando acaba de renunciar a todo lo perdido, se ha devorado también a sí mismo, y entonces nuestra líbido queda de nuevo libre para, si todavía somos jóvenes y capaces de vida, sustituirnos los objetos perdidos por otros nuevos que sean, en lo posible, tanto o más apreciables”.

Pareciera que hoy las cosas se hubiesen trastrocado y un apartamiento respecto al duelo –más que la posibilidad de su elaboración– hubiese tomado las riendas de un cierto modo de pensar, de modo que el acceso a los nuevos objetos “tanto o más apreciables” una vez el duelo concluido se hubiera visto sustituido por una apetencia desaforada de objetos para devorar, de usar y tirar, infinitamente renovables y por lo tanto en cierto sentido –en el sentido de la sexualidad infantil– eternos. Así que la demanda a la que nuestro profesor nos convocaba mantiene una intensa vinculación con la dificultad para la elaboración del duelo.

Ahora bien, no podemos resolver sin más el expediente que se nos plantea con una simple referencia a los cambios socio-históricos, y quedarnos en la posición quijotesca del “ladran, luego cabalgamos”. Sabemos que la descalificación del otro es un movimiento defensivo tendente al mantenimiento a ultranza del ideal o la creencia y de nulo valor científico.

El análisis –la aplicación de nuestros instrumentos de conocimiento a nuestra teorización y nuestra práctica– es necesario para discernir las certezas, pero también los errores, las derivaciones, los falsos caminos a los que inevitablemente nos vemos convocados.

Gerald Holton, un científico poco dado al idealismo, físico y filósofo de la ciencia, especialista en la obra de Albert Einstein, señala en una entrevista al diario “El País” del 1 de noviembre de 2006 que “el punto de partida de la investigación no es la objetividad, sino la creencia apasionada en algo que puede que no exista, pero que merece la pena buscar”.

Guy Rosolato en su artículo “La escisión que alberga lo increíble, (“La scission qui porte l’incroyable”, 1978) nos recuerda la transcendencia de la creencia en tanto fundadora del pensamiento. Pues la elaboración psíquica no consiste solamente en una progresiva transformación o retraducción de las huellas de lo traumático –transformación nunca completa, que siempre deja restos. Para que se dé la apropiación subjetiva de lo vivenciado se necesita además una transformación en los modos de pensamiento: al tiempo que lo traumático se simboliza, el aparato psíquico se transforma y transforma también las creencias o teorías de base. Ahora bien, si la creencia no está abierta al duelo se cierra sobre sí misma y da lugar lo que Guy Rosolato denomina un “Complejo de creencia” que se organiza en torno a ciertos elementos: El culto a un Maestro o Padre Idealizado, el milagro, el establecimiento de un conjunto de ideales teóricos y significantes específicos de los creyentes, el maniqueísmo resultante, la prohibición de pensar por la instauración de lo dogmático y –como colofón– la desvalorización de todo saber. Henos aquí de nuevo en la “revuelta contra el duelo” a la que Freud hacía alusión. Para poder pensar es preciso disponer de creencias básicas, una cierta idealización, pero al mismo tiempo es necesario que la creencia inicial pueda abrirse a la transformación y al duelo; de otro modo, el pensamiento se coagula: el Yo puede morir de éxito. Y no sólo el Yo: véase cómo en la historia del ser humano los “más elevados ideales”, preñados de posibilidades de cambio y evolución, han conducido también a situaciones aberrantes como ocurrió por ejemplo durante la Revolución Francesa cuando en nombre de los ideales ciudadanos –Libertad, Igualdad, Fraternidad– y de la unidad republicana, el Terror llevó a la aniquilación de las personas por la desvalorización absoluta del sujeto individual ante el Ciudadano, la desvalorización del ser ante la pertenencia. Cada cual tendrá sus ejemplos en mente. Cuando la creencia se cierra sobre sí misma los fines terminan por justificar los medios.

Es en el texto de 1918 “Nuevos caminos de la terapia analítica” –en el contexto de una reflexión respecto a los llamados “métodos activos” y las necesidades de adaptación de la técnica psicoanalítica a los “nuevos tiempos”–, donde Freud escribe: “Nos negamos de manera terminante a hacer del paciente que se pone en nuestras manos en busca de auxilio un patrimonio personal, a plasmar por él su destino, a imponerle nuestros ideales y, con la arrogancia del creador, a complacernos en nuestra obra luego de haberlo formado a nuestra imagen y semejanza”. Y pocas páginas después, al final del texto –una alocución ante los discípulos durante el 5.º Congreso Internacional de Psicoanálisis– se sitúa su famosa proclama: “…es muy probable que en la aplicación de nuestra terapia a las masas nos veamos precisados a alear el oro puro del análisis con el cobre de la sugestión directa…”.

En esta referencia a las masas Freud se olvidaba aquí de que Ambroise Paré, cirujano del s. XVI a quien señalaba como modelo en 1912 (“Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico”) y cuya historia tenía que conocer, no sólo es el autor de la divisa “Je le pansai, Dieu le guérit” (Yo lo curé, Dios lo sanó) con la que Freud nos plantea tan sutil y sabiamente que la curación viene “por añadidura” y no como una meta directa del tratamiento analítico; se dice que Ambroise Paré fue también quien contestó al rey Carlos IX, de quien era médico y que le demandaba mejor trato, por ser el Rey: “Sire no puedo trataros mejor que a los pobres, porque yo trato a los pobres como a reyes”.

Si el becerro del oro puro sustituye a la ley del respeto al otro –tan claramente enunciada aquí por Freud–, se abre el camino para la configuración de un verdadero “complejo de creencia”, del que ninguna producción humana está exento. Ni siquiera el psicoanálisis: véase así el culto al padre idealizado –“Freud dijo”, pero también “Lacan dijo”, “Bion dijo”, “Winnicott dijo”…–; el milagro de esperar que con los medios por sí mismos se produzca un efecto –por el mismo dispositivo, sin necesidad de considerar el valor de la interpretación, o el valor de la actitud del analista por ejemplo–; el sostenimiento de un maniqueísmo reductivo a la hora de encarar la práctica analítica, uno de cuyos efectos atañe precisamente a la escisión entre lo terapéutico y lo analítico a través de las conocidas polémicas sobre psicoanálisis y psicoterapia; la prohibición o el desprecio de todo pensamiento que se desarrolle fuera de los círculos, sociedades o grupos, cada uno de las cuales cree guardar celosamente –como oro en paño, nunca mejor dicho– la herencia recibida del Padre Ideal… conocemos el colofón de este estado de cosas: la desvalorización de todo saber.

Víctor Gómez Pin, filósofo, psicoanalista y también profesor universitario, afirma en el prólogo de su libro “Entre lobos y autómatas”, Premio Espasa de Ensayo 2006 que el imperativo central de toda ética es la no instrumentalización del ser humano. Los cimientos del reconocimiento simbólico no pueden ser otros que los de la confianza y la solidaridad, señala Guy Rosolato, en el artículo que he citado anteriormente.

La idea del respeto al otro es una construcción básica y universal de nuestro pensamiento hasta el punto de ser ésta la base del “imperativo central de toda ética”, la ley última a la que todo intercambio humano debe someterse y de la cual la prohibición del incesto es una derivación. Y al mismo tiempo tanto nuestra vida cotidiana como la historia del ser humano nos muestran cómo es preciso recordar, retrabajar, poner de manifiesto y restaurar una y otra vez lo que nos parecía tan evidente. El psicoanálisis nos ayuda a ver que en esta insistencia se esconde algo más allá de lo manifiesto, algo que debe ser constantemente reprimido y atañe a una situación de no respeto o instrumentalización del otro.

Este estado de cosas remite justamente a lo originario del ser humano, la situación del encuentro entre el niño y el adulto de los comienzos. Freud señala al respecto en “Tres ensayos de teoría sexual”: “El trato del niño con la persona que lo cuida es para él una fuente continua de excitación y de satisfacción sexuales a partir de las zonas erógenas, y tanto más por el hecho de que esa persona –por regla general la madre– dirige sobre el niño sentimientos que brotan de su vida sexual, lo acaricia, lo besa y lo mece, y claramente lo toma como sustituto de un objeto sexual de pleno derecho. La madre se horrorizaría, probablemente, si se le esclareciese que con todas sus muestras de ternura despierta la pulsión sexual de su hijo…”.

J. Laplanche ha puesto de relieve este proceso de implantación de la pulsión sobre el cuerpo del niño: a través de los cuidados que prodiga, la madre cuida amorosamente y al tiempo introduce lo sexual, a partir de su sexualidad infantil despertada por el cuerpo del lactante, tomando al bebé como objeto sexual –como hemos visto que señalaba ya el mismo Freud– de modo que se produce –con efecto traumático debido a la diferencia cualitativa y cuantitativa entre el monto de excitación y los medios disponibles para su drenaje– una implantación, una huella de la que hay que dar cuenta imperiosamente a partir de ese momento. El sujeto infantil se ve obligado así a un trabajo de traducción y significación: “hacerse sujeto de aquello a lo que ha estado sujeto”.

Pero al mismo tiempo que implanta lo sexual traumáticamente, la madre –a través de su mirada amorosa–, suministra las condiciones para que ese proceso de ligazón, de integración y personalización, de surgimiento del Yo, se haga posible.

J. Gutiérrez Terrazas señala que el narcisismo materno produce un efecto residual de protección frente a la implantación de lo pulsional. Es imprescindible que el sujeto pueda volver hacia sí lo narcisista cuidador del otro para poder llegar a reconocerlo.

La contención materna sostiene el abandono de los modos de satisfacción primarios: es necesaria la existencia de un entramado narcisista, sostenido por la mirada ligadora del otro, que permita que la renuncia (a lo autoerótico) sea por amor y no por un sometimiento (a lo persecutorio) que produce una seudo identificación al ideal del otro.

Es que el “amor de los comienzos” no pertenece al sujeto. Pertenece al otro. El fallo o la falta de este aporte amoroso deja como resto brechas en el Yo y el narcisismo, de modo que la creatividad infantil –“la imaginación radical” de la que habla C. Castoriadis– no encuentra sustento donde agarrarse, no ha habido un don amoroso por parte del otro y así la fantasía circula libre y salvajemente atravesando al sujeto por esas brechas que nunca han podido ser cerradas o contrainvestidas, de manera que la fantasía tiende a la repetición compulsiva. Ante ello es preciso entonces un trabajo de engarce simbolizante y derivación, tendente a la recuperación del narcisismo arrasado, y no ya de interpretación o descubrimiento de sentido, ya que para que el método psicoanalítico sea aplicable es preciso que un inconsciente reprimido esté ya constituido.

Véase por ejemplo el caso del pequeño Arpád relatado por Ferenczi; se trata de un niño atrapado por el juego compulsivo a degollar, perforar y arrancar los ojos a las gallinitas de juguete, o el impulso irrefrenable a ir a ver el corral o contemplar con gran excitación el sacrificio de los pollos en la cocina familiar, todo lo cual da cuenta de un movimiento que atraviesa al pequeño Arpád sin que un Yo “agujereado” pueda contener la excitación o producir un trabajo de transformación o derivación sobre la huella de lo traumático.

Debido a deficiencias en la instauración de la tópica –es decir, en lo estructural– pueden existir representaciones o modos de funcionamiento psíquico caracterizados por un afloramiento directamente compulsivo, que no son producto del funcionamiento del inconsciente y del retorno de lo reprimido, sino de un fracaso radical de la simbolización. Se hace imprescindible una adecuada discriminación de estos modos de funcionamiento ya que la demanda imperiosa de reconocimiento plantea cuestiones cruciales: ¿Cómo atender a la demanda de reconocimiento –absoluto, incondicional pero necesario–, sin caer en el juego de la tranquilización o la seducción perversa? Cualquier intervención interpretativa se vuelve aquí injuria, por la atribución que se hace al paciente –como deseo o intención– de algo que en realidad lo atraviesa de modo compulsivo. Una injuria insoportable que ataca desde lo actual al Yo tambaleante, de manera que puede darse un verdadero abuso de la situación por nuestra parte. Sólo queda entonces para el paciente reaccionar o someterse.

¿Dónde comienza el psicoanálisis, dónde acaba la psicoterapia? Es preciso ir más allá de lo meramente descriptivo o formal: tanto respecto al dispositivo concreto –cara a cara, diván– como a los parámetros temporales –frecuencia, duración, variabilidad de las sesiones–. Elementos formales que generalmente son los únicos tomados en cuenta.

Existe una profunda vinculación entre lo psicoterapéutico y lo psicoanalítico en toda cura. Lo psicoanalítico tiende, según J. Laplanche, a la deconstrucción de los mitos e ideologías construidos por el Yo, mientras que la tendencia reparadora propiamente psicoterapéutica acompaña a este movimiento a través del trabajo de síntesis del Yo. Y hay un fundamento común, el del aporte amoroso que sostiene el encuentro y la creación del espacio para la elaboración. J. Gutiérrez Terrazas precisa que la base de la técnica es el reconocimiento del otro.

J. Laplanche señala que la actitud interior y exterior del analista constituye el pivote de esta instauración o construcción de la situación analítica (de la cubeta).

En definitiva, si podemos establecer una meta –de modo general– para la cura no sería otra que la de poder cuidarse y amar. Más precisamente, la puesta en juego de un narcisismo estructurante y la apertura o reapertura del proceso sublimatorio. (El establecimiento del Yo como objeto de amor y la apertura al otro y a lo otro de uno mismo se manifiesta a menudo en la clínica al modo de un autorreconocimiento: “…es como si de repente, lo mismo que hoy he conocido al gerente, me hubiera dicho: Mira, ésta es Elena”, dice una paciente).

La situación de la cura despierta la transferencia, tanto en nosotros como en nuestros pacientes. Por ello resulta inevitable el tenerla en cuenta. Tener en cuenta la transferencia no significa que deba ser interpretada sistemática o simultáneamente.

La transferencia tiene una faz cerrada, resistente en el sentido que Freud le daba, actuar en lugar de recordar; es resistencia de transferencia relacionada con los modos defensivos habituales del Yo. Se basa en la puesta en juego de los clichés y las teorías sexuales infantiles. Tiende a la prohibición del pensar y al cierre defensivo ante la situación traumática de la cura.

Pero la transferencia tiene asimismo una faz abierta al encuentro con el otro y al riesgo. Tiene que ver con el respeto y reconocimiento de lo desconocido que hay en cada uno, con la “creencia apasionada” como punto de partida, en el sentido que le da Gerald Holton, al que cité anteriormente. Se basa en la creatividad, la imaginación radical y el trabajo de duelo.

El trabajo sobre la transferencia en la cura tiende a analizar y resolver la transferencia en su aspecto repetitivo para abrir o reabrir el campo de la simbolización, lo cual no puede darse sin más desde el paciente sino a partir de algo que el terapeuta aporta. Winnicott afirma que “los pacientes nos usan por nuestros fallos”. Quizá se queda en lo descriptivo. En todo caso podremos decir que si el analista puede llevar a cabo un trabajo de elaboración (“autoanálisis”) sobre su transferencia, entonces en la misma medida el marco sostenedor continúa ejerciendo su función de contención respecto al proceso elaborativo del paciente.

Cada encuentro con un paciente pone de nuevo en juego nuestras creencias de base y nuestras convicciones teóricas. Estamos sujetos a un trabajo constante de elaboración a fin de reencontrar el modo de volver a situarnos en una posición respetuosa y abierta tanto ante el paciente como ante nosotros mismos.

Este efecto sobre nuestro aparato psíquico de la situación y los avatares de la cura se produce como traumatismo que afecta al equilibrio entre lo infantil y lo adulto en nosotros, y por lo tanto afecta fundamentalmente a nuestra capacidad de contención. No es solamente efecto de determinados elementos de la comunicación del paciente sino además –y de modo prevalente– de un trastocamiento o alteración psíquica producido por el despertar de la pulsionalidad inconsciente del analista ante el otro colocado en situación infantil, lo cual hace que se vea convocado –a no ser en casos de perversión– a un trabajo de elaboración psíquica sobre lo que en él aparece. Y esto es muy diferente a la atribución que habitualmente se hace al paciente de lo que a nosotros nos ocurre (“tal paciente me provocaba una contratransferencia de tal tipo, o me hace sentir tal cosa, etc.”).

Este trabajo de elaboración es sobre todo trabajo de renuncia a instrumentalizar al otro –precisamente en tanto la misma situación de la cura y nuestra transferencia nos lleva a ello– y trabajo de duelo sobre nuestras creencias y convicciones, sobre el supuesto saber, sobre nuestra imagen ideal del paciente. Pero resulta inevitable que ante ciertos aspectos del proceso de la cura –sean éstos puntuales o entramados en determinadas líneas o complejos– nuestra respuesta elaborativa fracase total o parcialmente.

El encuadre sostiene el espacio en el que se desarrolla el proceso de la cura, un espacio de transferencia. El encuadre sostiene el trabajo psíquico del analista tanto como el del paciente, pero es el analista a su vez el que sostiene el encuadre y no puede ser de otro modo. El paciente por su parte tiene que decirlo todo y por ello mismo se ve llevado al no decir, a la acción, a la transferencia. Pero si el analista actúa lleva al acting-out y al paciente no le queda más remedio que someterse o reaccionar. Si el paciente se somete, se da un seudo-tratamiento; si reacciona, se pierde el análisis.
Winnicott señala: “El psicoanálisis no consiste tan sólo en interpretar el inconsciente reprimido; consiste más bien en proporcionar un marco profesional a la confianza, en el cual esa interpretación pueda llevarse a cabo”. Y J. Laplanche indica que la actitud interior y exterior del analista constituye el pivote de esta instauración o construcción progresiva del espacio analítico.

Si lo traumático de la sexualidad infantil y su funcionamiento repetitivo son materiales para la sublimación en el crisol de la cura, el catalizador imprescindible para esta operación sublimatoria proviene de la contención que el analista a través del encuadre aporta. Los rehusamientos de éste –principalmente respecto a ocupar la posición del saber–, lo que no hace –lo negativo bien temperado–, permiten la instauración del campo donde el trabajo de perlaboración, que es trabajo de duelo, puede producirse. Esto sí atañe al fundamento de la técnica de la cura, y no tanto las cuestiones formales respecto a duración del tratamiento, frecuencia de las sesiones o aquellas otras que atañen a los dispositivos puestos en juego –el cara a cara, el diván–, lo cual no quiere decir que estas cuestiones formales no deban ser precisadas y pactadas con rigor en cada caso.

E. Gómez Mango habla de lo negativo en el terapeuta: como disposición abierta hacia lo que viene del otro. Esta capacidad negativa ligada a lo femenino está vinculada a una investidura amorosa del paciente como objeto total. Lo cual no es lo mismo que la puesta en marcha de una complicidad
masoquista ante el paciente ligada a lo sexual infantil y que supondría la investidura del paciente como objeto parcial y un aspecto perverso en la relación.

El trabajo de lo negativo en el terapeuta sustenta la mirada amorosa y la capacidad para la identificación, imprescindibles para que la renuncia a lo autoerótico y el duelo se hagan posibles: que surja el Yo donde era Ello y pueda organizarse el narcisismo, ese tiempo libidinal en el que el sujeto dice “Yo soy el pecho”, es decir: Yo soy, por ser amado, el pecho amado.

Mantener el funcionamiento del Yo y organizar la tópica corresponden respectivamente a lo psicoterapéutico y a lo psicoanalítico que se encuentran constantemente en juego y de ahí la necesidad de una dialéctica entre labor terapéutica y labor psicoanalítica en toda cura. Pero en última instancia la posibilidad de análisis y de transformación de la estructura pasa por la posibilidad de interpretación, y sólo lo sexual, o más bien sólo la fantasía que “cae” en el proceso de simbolización es interpretable: sólo aquello sujeto a la legalidad de una tópica y producido al modo de una formación del inconsciente es accesible al método psicoanalítico. Por ello resulta fundamental el trabajo de derivación y articulación sobre lo compulsivo a fin de que la fantasía pueda llegar a circular en el interior de la tópica.

Si las cosas van mal, lo psicoterapéutico deriva hacia lo directivo o el maternaje y lo psicoanalítico se desmonta. El terapeuta puede verse llevado en estas situaciones al recurso al ideal: La teoría abusiva toma el relevo ante lo que se vuelve para él situación traumática –el exceso intolerable–.

El paciente no encuentra otra salida que el sometimiento –reforzamiento de lo compulsivo, identificación al ideal del terapeuta– o la reacción –acting out–, reacción terapéutica negativa… La afrenta narcisista, producida por esta invasiónefracción sobre su Yo por parte del otro, no le deja otra salida.

A través del juego ante el espejo, haciéndose aparecer y desaparecer, el niño se identifica con la madre que se ausenta, pudiendo así perderla. Juega a ser Yo donde era otro, colocando al otro en su interior –aquello que de ninguna manera podía llevar a cabo el pequeño Arpád. Usar el objeto en la cura es jugar el juego de la repetición transferencial para salir de ella– y ahí también está el riesgo: la posibilidad de quedarse pegado a la cosa, “jugar a psicoterapeutas o psicoanalistas”, “jugar a médicos”, quedarse en la cosa misma, sustituto metonímico y no metafórico del objeto que así ya no se pierde; es el modelo del fetichismo, la salida perversa al duelo que no ha sido elaborado y la entrega al juego sadomasoquista, dominado por los aspectos más compulsivos de lo sexual infantil: el análisis interminable.

El niño sólo puede renunciar si el otro adulto le proporciona un aporte unificador que garantice suficientemente la instauración del narcisismo, pero esto no resulta posible si la pasividad inicial no ha encontrado vías de ligazón, abriéndose así la brecha para la producción de un narcisismo desfalleciente vinculado a la falta de renuncia al objeto incestuoso que deja al sujeto a merced de defensas arcaicas –con su correlato de alteración yoica– a fin de mantener a salvo la continuidad de la existencia, defender el ser. Defender el ser, es decir defenderse ante el peligro de derrumbamiento global del Yo, pone al individuo en una situación en la que cierta ambigüedad ya no puede sostenerse y la fantasía omnipotente pero constituyente del narcisismo primario “Yo soy el pecho” adquiere –aquí sí– un carácter megalomaníaco. Ser, para el sujeto humano, es siempre en última instancia ser amado –como señala acertadamente J. André–. Cuando el sujeto se ve llevado de modo compulsivo a la defensa del propio ser nos muestra su necesidad de un mantenimiento a ultranza de la fantasía “Yo soy el pecho”, nos revela el fracaso en la constitución de su narcisismo, su imposibilidad de renuncia a las creencias idealizadas. Esta abdicación –el “hastío del mundo”– ahorra la dura tarea de ya no serlo todo para el otro, que llevaría al tener y por lo tanto poder perder –“Yo lo tengo, es decir, yo no lo soy”–. Pero el hastío del mundo impide la vida.

Quiero terminar con dos poetas, que siempre sostienen la palabra mucho mejor que nosotros. Primeramente un breve relato de F. Kafka:

“Era muy temprano por la mañana, las calles estaban completamente vacías, yo me dirigía a la estación. Cuando comparé la hora de mi reloj con la del reloj de una torre, comprobé que era mucho más tarde de lo que yo había creído. Tenía que darme mucha prisa, el susto que me dio el retraso hizo que quedara inseguro acerca del camino que debía tomar, no conocía muy bien la ciudad, afortunadamente había un policía cerca, corrí hacia él y le pregunté por el camino sin respiración. Él sonrió y dijo:
–¿De mí quieres saber el camino?
–Sí –dije–, pues no lo puedo encontrar.
–Renuncia, renuncia –dijo él, y se dio la vuelta con gran ímpetu, como la gente que quiere estar a solas con su risa”.

El relato lleva por título –como pueden Vds. Suponer– “Renuncia”.
Y finalmente un fragmento de un poema de José Ángel Valente:
“…
No hemos llegado lejos, pues con razón me dices
Que no son suficientes las palabras
Para hacernos más libres.
Te respondo

Que todavía no sabemos
Hasta cuándo o hasta dónde
Puede llegar una palabra,
Quién la recogerá ni de qué boca
Con suficiente fe
Para darle la forma verdadera.

Haber llevado el fuego un solo instante Razón nos da de la esperanza.
Pues más allá de nuestro sueño
Las palabras, que no nos pertenecen,
Se asocian como nubes
Que un día el viento precipita
Sobre la tierra
Para cambiar, no inútilmente, el mundo
”.

Pertenece este fragmento al poema titulado “No inútilmente”.
Muchas gracias.

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