Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente

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René Diatkine (1918-1997)

PDF: lasa-rene-diatkine.pdf | Revista: 23-24 | Año: 1997

Alberto Lasa Zulueta
Presidente de S.E.P.Y.P.N.A.

René Diatkine, maestro y renovador constante del psicoanálisis y de la psiquiatría infantil, falleció en París, el 2 de noviembre de 1997. Quienes conocieron su pasión por el lenguaje y el ímpetu de su discurso no dudarán en calificar de particularmente cruel la afasia contra la que luchó tras un accidente vascular cerebral.

“El silencio al que le condenó su enfermedad durante dos años dejará ahora lugar a la celebración de su obra” escribía poco después, desde las páginas de Le Monde, en homenaje póstumo, su amigo y compañero de fatigas, durante décadas, Serge Lebovici, que terminaba su necrológica con estas palabras: “…supo no guardarse para él su ciencia psicoanalítica y psiquiátrica, difundiéndola incansablemente, en seminarios de formación, a profesores, educadoras, madres de familia, y a todos quienes compartían con él el amor al niño. Este hombre era, ante todo, un humanista. Yo he perdido un amigo y la psiquiatría infantil queda huérfana de un maestro”.

Para los numerosos miembros de SEPYPNA, que disfrutamos de su docencia durante nuestra formación y de su participación en nuestras actividades, su recuerdo, y su enseñanza, serán inolvidables. Sirva de pequeño homenaje esta necrológica marcada por la tristeza de su muerte y por el agradecimiento, no solo por su, ahora ya, histórica aportación, sino también y sobre todo por la apertura de espíritu y la generosidad con que, en repetidas ocasiones, en París y en Ginebra, se prestó a acoger, y a enseñar a muchos de nosotros, en años en los que no resultaba fácil encontrar maestros a quienes se iniciaban en el oficio.

RENÉ DIATKINE nació en París en 1918, hijo de padres revolucionarios de origen judío, huidos de Rusia en 1905. Movilizado en 1939, se refugia en el Midi tras la debacle que supuso la guerra. “Soy psicoanalista porque soy psiquiatra. Para los de mi generación ser psicoanalista implica la indagación de la verdad, aspiración indispensable para sobrevivir tras los horrores de la guerra, la destrucción, la Shoah y el régimen de Vichy. La necesidad de los supervivientes de dar un sentido a la vida era tan absoluta que nos volvimos a veces sectarios, ideólogos de la caza de las ideologías. Buscar la verdad más allá de lo razonable puede conducir a afirmaciones terroristas, ni verificables ni desmentibles, desprovistas, encima, de cualquier atisbo de poesía o de humor. Muchos escritos de juventud son por eso ajustes de cuentas, pero llevan a sus autores a desmarcarse de las ideas recibidas”(1))

Interno en el hospital de Pierre-Feu du Var, encuentra en Marsella a Rudolf Loewenstein, como él originario de una familia judía exilada de Rusia, y fundador de la Sociedad Psicoanalítica de París. Es él quien, poco antes emigrar a América, le hace conocer la obra de Freud, y en particular “Malestar en la Civilización”. Es un analizado por Loewenstein, Jacques Lacan, quién, a su vez, será el analista de Diatkine, y de quién éste se desmarcará, en la célebre escisión que en 1953 sacudió al mundo psicoanalítico francés. “Encuentro singular seguido de una estruendosa ruptura, que ha quedado en la memoria de muchos de nosotros, pero que no hizo mella en la serenidad que le confería su constante búsqueda del otro”, relata Lebovici en la necrológica antes citada. Diez años más tarde, en los sesenta, realiza una nueva experiencia psicoanalítica con Sacha Nacht. Con solo 35 años ya era miembro de la Sociedad Psicoanalítica de París, de la que será presidente, en 1968, tras señaladas actividades, entre otras, la creación desde los años sesenta de los Coloquios de Deauville, y su participación en el desarrollo de diversos grupos psicoanalíticos en España y Portugal.

Fue también protagonista de una larga y dilatada carrera docente, que culminó con su actividad como Profesor Asociado de la Universidad de Ginebra en 1976, en la que sería, posteriormente en 1983, nombrado Profesor Extraordinario y Honoris Causa.

Pero sin duda era su trayectoria psiquiátrica la que el juzgaba determinante en su experiencia vital. En su experiencia psiquiátrica de los años de guerra, convive con la exterminación pasiva, silenciosa, ante la indiferencia general, de millares de enfermos mentales, muertos de hambre y abandono en los “asilos” de la época. Para él, como para otros a quienes tocó vivir semejantes experiencias, la sublevación frente al trato denigrante del enfermo mental se convertirá en motor fundamental para dignificar y transformar la práctica clínica y la asistencia psiquiátrica. Y la comprensión psicoanalítica, en tanto que capacidad de escuchar el sufrimiento humano, se convertirá en herramienta fundamental para esta aventura cotidiana.

Poco después de la guerra, ya de vuelta a París, en el servicio de Georges Heuyer, en el “Hôpital des Enfants Malades”, encuentra a Serge Lebovici, con quien compartirá su trayectoria durante cinco décadas. Recordando “algunos recuerdos personales de una amistad fraterna” éste relata: “Se olvida a menudo hoy día que la psiquiatría de entonces estaba impregnada de una brutalidad de la que yo puedo testimoniar. Los niños y los adolescentes pasaban todo el día en la cama.

Muchos de ellos, muy rápidamente diagnosticados de esquizofrenia, recibían una cura de Sakel, con inducción diaria de un coma insulínico, sin ninguna otra aproximación psicoterapéutica o educativa. No se les decía porque recibían un tratamiento tan brutal y si intentaban levantarse, Mlle Chabrol, temible supervisora, les obligaba a acostarse inmediatamente. Fue nuestra voluntad modificar esta atmósfera, completar unos historiales dignos y homogéneos, y aceptar los contactos con los padres”.

En 1946, tras superar el concurso para ingresar como interno, comienza a frecuentar el círculo que Henry Ey anima en Saint-Anne. En un auténtico hervidero de encuentros entre psiquiatras, psicoanalistas y también filósofos, artistas e investigadores de las ciencias humanas, surgen diversos grupos de trabajo y de camaradería. Allí suelda su otra gran amistad con Ajuriaguerra, que llegado a Saint-Anne en 1932 le precedía en edad y veteranía, que durará hasta la muerte de éste. Y por ello, quiso participar con entusiasmo, en el homenaje de su nombramiento como Miembro de Honor de nuestra Sociedad, en el Congreso de SEPYPNA, en Bilbao.

La admiración mutua: “Aju es mi único maestro y yo el discípulo que mejor le ha comprendido” – “Diatkine es demasiado listo para ser discípulo de nadie” – fueron algunos de los comentarios festivos que ambos me hicieron -; la fraternal competición en la ironía y el humor, y el interés compartido por toda pasión y creación humana, incluida la locura, fueron algunos de los hilos que tejieron su prolongada colaboración profesional. Interesados por los trastornos del lenguaje hablado y escrito, publicaron sus históricos trabajos sobre el lenguaje del niño psicótico, sobre la dislexia, y la disortografía, creando en el Hospital Henri Rousselle, y en esto también fueron pioneros, un equipo multidisciplinario en el que apoyarse.

Su permanente inquietud por extender las aplicaciones terapéuticas del psicoanálisis, le lleva, sumando su creatividad a la de Evelyne Kestemberg y Serge Lebovici, al desarrollo del psicodrama como nuevo tratamiento aplicable a niños y a psicóticos.

En la década de los cincuenta, atraído por Paumelle, y, otra vez, con Lebovici, van inventando y desarrollando su particular versión de la psiquiatría comunitaria “de sector”, que cuajaría en el mítico “XIIIème. arrondissement”. Y dentro de él optaría y pelearía por el desarrollo de dispositivos específicamente destinados a los niños y adolescentes y a sus familias. Así surgió, en 1959, el centro Alfred Binet, todavía hoy lugar de referencia.

El envidiable y exitoso desarrollo del distrito XIII, suscitó algunas críticas en su día. A René Diatkine, poco propenso al desánimo, le gustaba responder narrando la historia de sus inicios, a partir de un primer local de consulta tan peculiar como una cocina. Y también aludía a su motivación inicial; conseguir contactar, a través de la escuela, con familias inmigrantes procedentes del tercer mundo e incapaces de confiar sus dificultades y sus hijos a los dispositivos psiquiátricos y sociales tradicionales.

El fue el impulsor de la célebre “Encuesta Vulpian”, desarrollada por Colette Chiland, que permitió estudiar el porvenir psico-social de los escolares de 6 años, procedentes de medios desfavorecidos, tras 20 años de seguimiento. Sus resultados permitieron algunas revolucionarias constataciones, que todavía hoy pueden levantar ampollas en ciertas concepciones psiquiátricas. Por ejemplo, que existe la misma psicopatología en cualquier clase de una escuela normal, (de niños no consultantes), que en un colectivo de niños consultantes (de la misma procedencia social). O que, sin ninguna ayuda terapéutica, el porvenir educativo dependía más de las condiciones de vida familiar que de su C.I.

Fue también impulsor y creador, en los años 70, de la primera “unidad de tarde” –institución a tiempo parcial– pensada para niños con fracasos escolares masivos y pertenecientes a familias con dificultades psíquicas y socioeconómicas múltiples. Este nuevo tipo de dispositivo, diferente de los hospitales de día y compatible con la asistencia a la escuela, respondía a su preocupación por evitar la marginación y exclusión, “de los ya marginados y excluidos” y a su permanente insatisfacción con la ofertas terapéuticas que pese a que proporcionan buena conciencia profesional, resultan habitualmente ineficaces. Insatisfacción que le lleva (2) hasta la cólera frente a ciertas formas de psicoterapia “incomprensible o insoportable para familias y niños, incapaces de elaboración mental, para los que el tratamiento solo puede ser o seducción o agresión”.

Fundador, con Ajuriaguerra y Lebovici, en los años 60 de “La Psychiatrie de l´Enfant” y, posteriormente, también en la editoral P.U.F., de la colección “Le Fil Rouge”; Co-redactor en los 80, con Lebovici y Soulé y sus innumerables colaboradores, del “Traité de Psychiatrie de l´Enfant et l´Adolescent”; su obra escrita merece una revisión que desbordaría totalmente el espacio de este recuerdo (y que nuestra revista deberá abordar ulteriormente).

Pero es inevitable decir, en obligado recuento, que la comprensión del funcionamiento mental normal y psicótico, los límites y la articulación de la normalidad y la patología, el estudio y tratamiento de los fenómenos psíquicos precoces, el desarrollo de nuevos dispositivos institucionales terapéuticos, la introducción del psicodrama, fueron entre otros, terrenos donde su talento para explorar y explotar las posibilidades del psicoanálisis como instrumento de transformación de la psiquiatría.

Su pasión por la aventura humana marcó también su interés fundamental por el lenguaje, y por la capacidad del niño para responder con nuevos creaciones psíquicas a las inevitables contradicciones que, según él, van jalonando una existencia siempre llena de conflictos sucesivos que plantean permanentes desafíos al funcionamiento psíquico. Desafíos generadores de nuevas soluciones o de dramáticas descompensaciones, de las que nadie está a salvo. Razón esta que obliga al máximo respeto hacia toda forma de sufrimiento psíquico.

En su incansable actividad de docencia y supervisión de muy diversos equipos combatía ferozmente el diagnóstico estático y la pasividad terapéutica, y sobre todo la instalación de hábitos institucionales rutinarios que, inevitablemente, ignoran, o simplemente olvidan, la historia de sus pacientes.

En sus múltiples sesiones clínicas siempre buscaba el contacto directo con los pacientes. Por desconocidos que fueran siempre trataba de buscar el encuentro, la sorpresa y la siempre posible movilización psíquica. Profundo conocedor de las más graves patologías psíquicas, nada ingenuo en cuanto a sus pesadas consecuencias y pese a ello, optimista indomable, siempre sostuvo que la vida estaba marcada por el azar de ciertos encuentros, felices y esperanzadores o tristes y demoledores.
Coherente con esta convicción, centraba su actividad de supervisión clínica en una permanente disposición al diálogo, directo con el paciente, con quien intentaba, incansablemente, establecer una relación activadora de su psiquismo.

Desmitificador de verdades inamovibles, prefería y solicitaba el relato espontáneo de los cuidadores que convivían con el paciente, frente al relato minucioso y científico de un historial médico completo y detallado, que le producía desconfianza y, también a menudo, irritación. Su atención permanente al riesgo de reificación de conceptos psicoanalíticos, y a su cosificación en lenguaje estereotipado y jerga exclusiva de “iniciados”, le convirtió en auténtico terror de muchas supervisiones institucionales. No dudaba en calificar, literalmente, de obscenidad o de falta ética la atribución a los pacientes y a sus familias, de ciertos calificativos. Sobre todo cuando quedaban escritos en un dossier, que pasaba a ser el retrato robot de la historia oficial, y definitiva, del paciente.

Su preferencia por la frescura del profesional inexperto, pero espontáneo, frente al discurso construido, cerrado y rígido del experto, y su asombrosa afición a las presentaciones clínicas frente a equipos multidisciplinarios numerosos, generaba polémicas situaciones institucionales. Cómodo en este tipo de incomodidad, parecía siempre deseoso de que sus temibles, iconoclastas, y también, porque no decirlo, agresivas intervenciones, perturbaran “la buena marcha” y los hábitos jerárquicos al uso.

Defensor de la transformación permanente de las instituciones, cuyo objetivo esencial era su propia supervivencia al precio de imponer la adaptación del paciente a la sumisión de hábitos monótonos e inútiles, era capaz de llevar, sin importarle incomodar a cualquiera, este cuestionamiento a cualquier actividad asistencial. Siempre fue un genial agitador de buenas conciencias.

No dudaba en cuestionar la eficacia de instituciones de adquirida reputación y de grandes medios asistenciales pero incapaces de acceder al sufrimiento psíquico de niños y familias procedentes de otras culturas. Humanista y demócrata, y en contraste con su condición de “vedette” del psicoanálisis, se prestaba gustoso al diálogo con cualquier familia, de cualquier procedencia. Sus comentarios, (“Son gente muy brava”… “Quizás nosotros no haríamos frente a sus dificultades tan bien como ellos”..), eran a menudo una defensa de los pacientes frente a las descripciones críticas, y contratransferenciales, de quienes los “presentaban”.

Esperanzado frente a las largas evoluciones, y gran conocedor de ellas, no rehuyó el compromiso terapéutico de los tratamientos largos y complicados. Y cuando el relato autobiográfico, dramático y público de uno de sus pacientes más peculiares y famosos, Louis Althusser, saltó a los medios de comunicación por su destino trágico, René Diatkine, con su silencio impasible y pétreo, dio un excepcional ejemplo de la discreción a la que obliga la ética psicoanalítica.

Capaz de captar y dialogar sobre las angustias más arcaicas, y observador de curiosidad impenitente frente al permanente movimiento del funcionamiento mental, defendía la siempre posible oscilación del funcionamiento neurótico al psicótico y viceversa. Siempre sostuvo que con escasa frecuencia puede asegurarse un registro de funcionamiento estable y permanente para cualquier persona, siempre sometida al bamboleo de los avatares de la existencia. Profundo conocedor de la neurobiología, le gustaba también insistir en la importancia determinante de los imprevistos de cada vida. “Nadie está a salvo de la depresión”… “No es nada difícil que un bebé en ciertas circunstancias se vuelva autista” son algunos ejemplos de sus machaconas e inquietantes afirmaciones.

Fue un sembrador de ideas turbadoras. Turbación estimulante para mentes inconformistas. Turbación provocadora para la psiquiatría satisfecha de sí misma.

Echaremos mucho de menos su figura de maestro inquieto, irritable y rebelde frente a la psiquiatría que se impone, la de las certezas incontestables, universales y simples. Esa, que no necesita oír el relato del paciente, ni la historia de su familia, para saber, mejor que él, que es lo que le pasa.

Descanse en paz, cosa que algunos nos preguntábamos si hacía en vida. Vida, creativa e incansable, de psiquiatra y psicoanalista, doble condición y doble destino, que siempre subrayó como tarjeta de visita.

1 Prefacio de su libro –recopilación de sus artículos más señalados– “L´enfant dans l´adulte ou l´éternelle capacité de rèverie”. Delachaux-Niestlé. Neuchâtel-Paris, 1994.

2 “Pourquoi on má né”. Calman-Levy. París, 1995.

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