Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente

Teléfono: 640 831 951sepypna@sepypna.com
Domicilio social: C/ Sta. Isabel, 51 - 28012 Madrid
Aula formación: C/ Montesa, 35 - 28006 Madrid

Teoría del apego y psicoanálisis. Hacia una convergencia clínica

PDF: fernandez-teoria-apego-psicoanalisis.pdf | Revista: 33-34 | Año: 2002

Mi modesta condición de clínico no puede enfrentarse a estos problemas…

Esta es, más o menos, la respuesta de Fonagy en el libro citado. Yo creo, como dice en otro lugar Eduardo Colombo, participante también en este coloquio, que “como la pulsión, “inobservable” en la clínica, es una entidad teórica, vehicula postulados y leyes de un campo heterogéneo… Persistir en el empleo de energías y fuerzas como entidades explicativas produce múltiples efectos negativos, entre ellos… la ilusión de creer que uno comprende algo cuando utiliza el término “pulsión”; otro, en el fondo más grave, es el de amarrar al psicoanálisis a un pasado caduco”.

III. ENCUENTRO EN LA CLÍNICA

Si uno no tiene una necesidad perentoria de afianzar su identidad en la pertenencia a una “doxa”, creo humildemente que no es muy difícil que ambas teorías cooperen. De hecho, eso ya ocurre con algunos autores que, psicoanalistas e investigadores del desarrollo al mismo tiempo, pueden transitar entre los dos campos sin problemas. Así lo hace Daniel Stern, Peter Fonagy y su grupo, Robert Emde, Bertrand Cramer en el mundo francófono… A condición de que el psicoanálisis pueda revisar alguna de sus posiciones tanto metapsicológicas como clínicas, creo que las dos teorías son coherentes y complementarias.

Si podemos modificar el concepto de función del aparato psíquico desde la posición clásica de entenderlo al servicio de la consecución del estímulo cero (lo cual no se ajusta para nada a los hechos ¿cómo se entiende si no la existencia de excitaciones placenteras?) para verlo al servicio de la homeostasis, de la regulación de los estados afectivos; si pensamos que tal fin sólo se logra en la interacción, si podemos transformar el apuntalamiento en la organización jerarquizada de una serie indefinida de Modelos operativos que dan lugar a sistemas de conducta cuyas condiciones de activación y de extinción se encuentran en la respuesta ambiental, entonces la fantasía inconsciente nace de la interacción, el apuntalamiento ya no es unidireccional sino recíproco, de tal manera que el apego pueda servir de apoyo a la sexualidad y también la sexualidad se ponga al servicio del apego. Por ejemplo, una teoría metapsicológica “pura” como es la de Laplanche de la “sexualidad enigmática” del inconsciente materno traspasada al niño ¿qué inconveniente hay en ver al apego como vehículo del enigma?

Lo que evidentemente no es sostenible es, por ejemplo, la idea del objeto contingente de la pulsión. Ni tampoco la concepción de los instrumentos clínicos en la forma clásica. Transferencia y contratransferencia son parte de un campo intersubjetivo donde se “crean” mutuamente; la resistencia, la reacción terapéutica negativa, todo ello hay que reformularlo en función de la interacción.

VIÑETAS CLÍNICAS

Presentaré a continuación dos viñetas clínicas.

Primera viñeta

Hace años atendí a una paciente de veintipocos años, recién casada, que sufría de una gravísima inhibición fóbica. La paciente, que impresionaba por su aspecto infantil (parecía una púber, tal vez diez años menor de los que tenía en realidad) había hecho unos meses atrás una inopinada “huída hacia adelante”. La menor de tres hermanos (hermana mayor casada, dos niños; hermano cuatro años mayor que ella, trabajando con el padre en el negocio familiar), estudiaba segundo o tercer curso de sus estudios universitarios cuando, de repente, toma la decisión de casarse, con el beneplácito de la familia. Debiendo trasladar su residencia al casarse, alejándose –no mucho, poco más de 100 km– de la casa paterna, traslada también su expediente académico para continuar sus estudios en Madrid. “Nada ha cambiado… pero ya nada es igual”.

Sufre un primer episodio de angustia fóbica cuando, cenando con su marido en un restaurante, siente pánico a atragantarse, debe interrumpir la velada y, a partir de ahí, nunca más podrá comer en público ante la amenaza de un nuevo episodio de angustia.

Poco después sufre una crisis de claustrofobia en clase… y no puede volver. Interrumpe, “por el momento”, los estudios.

La angustia fóbica se extiende de tal modo que, cuando me consulta, unos ocho meses después de casarse, no puede permanecer sola ni un momento y, puesto que el marido ha de trabajar, la solución encontrada es el regreso a casa de los padres, adonde el marido la visita cada fin de semana.

Se plantea un tratamiento psicoanalítico –cuatro sesiones por semana– y, a tal fin, vuelve a Madrid, a “su” casa.

Muy pronto la situación se revela imposible: la agorafobia es muy intensa, una crisis de ansiedad al tomar el metro la deja completamente inhibida… Se plantea un encuadre “heroico”: Vuelve a casa de los padres, la madre la acompañará en autobús cuatro veces por semana, ida y vuelta…

Por si a estas alturas alguien no se ha enterado de por donde van los tiros, les diré que mi paciente es virgen, (no “ha consumado” su matrimonio, “nunca se me hubiera ocurrido que eso tenga ninguna relación con lo que me pasa, si no llegan a preguntármelo Vds. –antes que yo, había tenido una entrevista con otro terapeuta…– nunca hubiera pensado que eso fuera importante”. “No ocurre nada: solo que a mi me da mucho miedo, pienso que me va a doler mucho…”. “Mi marido dice que no hay problema, que él esperará lo que haga falta…”).

[Tengo que decir que este era un caso de supervisión “oficial” en mi formación; igual que Bowlby porfiaba con Melanie Klein sobre la importancia del Objeto externo, yo hacia lo propio con mi supervisor: el marido de mi paciente, treinta años, sólida actividad profesional, se operó de fimosis una semana antes de la boda; un postoperatorio accidentado le hizo emprender el viaje de novios con los puntos de sutura abiertos e infectados… el noviazgo había durado tres años, los preparativos nupciales cerca de un año… pero “a él no le ocurre nada, soy yo quien tiene problemas…”, decía la paciente. A lo cual asentía mi kleiniano supervisor…]

El tratamiento comenzó “a tres”, con la madre haciéndose sutilmente presente en la sala de espera: una tosecita, unos pasos discretos camino del cuarto de baño; el mismo modo, por otra parte, en que ella, mi paciente, vivía su relación conyugal.

Bueno, pasó el tiempo, los síntomas amainaron, poco a poco la enorme extensión que había alcanzado la inhibición fóbica se fue reduciendo; la paciente regresó a Madrid –no volvió a la Universidad, podía permanecer sola dentro de su casa, con gran esfuerzo empezó a conducir y a tolerar el “miedo a perderse”– y cuando el marido viajaba, se trasladaba a casa de sus padres.

Era una paciente muy voluntariosa, inteligente, vivía sus síntomas con un sentimiento egodistónico que la hacía trabajar mucho en el análisis y un día apareció con una decisión tomada: “Ya es hora de que pruebe a dormir en mi casa aunque no esté mi marido; el próximo domingo se irá, solamente estará fuera dos noches, creo que es una buena ocasión para ponerme a prueba…”.

A la sesión siguiente llegó impactada por lo que había ocurrido. Ella hablaba por teléfono cada día con su madre y ésta, sabiendo del viaje del marido, con toda naturalidad le preguntó: “¿Cuándo vas a venir, a qué hora llegarás?”. Y mi paciente, con toda ingenuidad, le contó sus planes: “No, no voy a ir; creo que voy a ser capaz de quedarme en mi casa…”. La madre no dijo nada. Pero al rato, telefoneó su padre, haciéndole la misma pregunta. “No, ya le dije a mamá que…”.

El padre la interrumpió: “No me has entendido, ¿no te das cuenta de lo que le estás haciendo a tu madre?”. Finalmente la madre le “explicó” algo que durante años había sido un código tácito: “Mira, yo tengo 50 años y nunca he dormido sola. Y tú no vas a ser más que yo”.

El fin del tratamiento, cuatro años después, se puede considerar exitoso: la paciente no volvió a la universidad pero realizó unos estudios más cortos que la condujeron rápidamente a una autonomía económica, las fobias desaparecieron. Se separó de su marido y, haciendo buena la intuición de Freud respecto a qué late tras una agorafobia (una fantasía de ser una “mujer de la calle”, una “perdida” –su miedo a perderse cuando comenzó a conducir–…), mantuvo una corta relación transparentemente edípica y, a continuación, pasó sus primeras vacaciones de verano sola, en una universidad inglesa, perfeccionando el idioma inglés y recuperando su vida allí donde la había interrumpido.

¿Por qué razón el tema de mi ponencia me lleva a evocar este caso ya antiguo? Creo que la respuesta es que en él coexisten los dos niveles que venimos tratando, el conflicto sexual y el problema del apego. La elección del compañero sexual era una pantalla: objeto desexualizado, nunca había sentido la menor excitación con él, en tanto que otros hombres estaban intensamente investidos en sus sueños y en sus recuerdos. Varón castrado –real, no simbólicamente– muy parecido a su pasiva y masoquista madre (quien “la había traicionado” al dejar que se casara) le permitía “esconder” en el matrimonio su miedo a estar sola (que también era su deseo).

Segunda viñeta:

Veintitantos años, recién casada. Una sesión en el primer año de psicoterapia.

Hablamos de su primera experiencia sexual (uno de los motivos de su tratamiento, no el único ni siquiera el más urgente para la paciente son ciertas dificultades en la relación sexual: “yo nunca tengo deseo…”, dice). Su primera experiencia fue “con el chico con el que salía entonces…” (tenía 15 años). No le gustaba mucho, “no sé porqué salía con él…”.

“Sucedió un poco por casualidad… él insistió… yo tampoco dije que no…”

Aparece ahí un escenario de sumisión, sometimiento al deseo del otro, un patrón histérico muy corriente (sometimiento al deseo del otro que no se realiza únicamente en lo sexual sino en todas sus relaciones afectivas, una hermana muy demandante de compañía, etc.).

Yo le señalo el valor defensivo de su conducta sumisa: seguramente ella teme algún peligro si no se somete (estoy pensando en “el temor a la pérdida del amor del Objeto”, Freud, 1926).

Después de asentir, aparece la siguiente asociación:

“Ayer mismo me pasó. Llegué a casa de mi madre (“estoy otra vez en su casa…”, me aclara)”. “Cuando estaba en el garaje, sonó el móvil y era ella”.

“Sube y cuando estés en mi cuarto, llámame”, dice la madre.

(El relato va colocándome frente a un escenario que, a la manera de un guión cinematográfico, que emplearála técnica del protagonista narrador subjetivo hace al espectador identificarse con él.).

“Subo y cuando ya estoy en su cuarto, la llamo”.

“¿Ya estás en mi cuarto?. Bien… Túmbate en la cama”. “¿Ya estás? Pero, ¿dónde estás? ¿en mi lado? No…, túmbate en el medio”.

La paciente va interpretando la escena… pone cara de perplejidad… ensaya una tentativa de interpretación: “Pensé que quería que viera una gotera… no sé… quizás para llamar al fontanero…, tal vez que hubiera una gotera justo encima de su cama…”.

Páginas: 1 2 3 4 5 6

Subir