Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente

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2015-12-31 Manifiesto de ASMI a favor de un enfoque psicopatológico del trastorno por déficit de atención con o sin hiperactividad.

Manifiesto  de ASMI a favor de un enfoque psicopatológico del trastorno por déficit de atención con o sin hiperactividad (TDA/H) Ver Manifiesto ASMI.

MANIFIESTO DE ASMI A FAVOR DE UN ENFOQUE PSICOPATOLÓGICO DEL
TRASTORNO POR DÉFICIT DE ATENCIÓN CON O SIN HIPERACTIVIDAD (TDA/H)

Durante los últimos años se están produciendo algunas situaciones clínicas y
sociales preocupantes: ha aumentado de forma alarmante la cantidad de niños
diagnosticados como Trastorno por Déficit de Atención con o sin Hiperactividad y
se ha llegado a suponer este trastorno en todo niño que tiene dificultades de
aprendizaje o de conducta.
Ante esta situación, ASMI ha visto la necesidad de pronunciarse y posicionarse
frente a este hecho tan alarmante en el que tantos niños son inadecuadamente
diagnosticados y tratados.
Trataremos de sintetizar en este manifiesto el trabajo realizado por nuestro
compañero de ASMI, el Dr. Juan Larbán, publicado por la Fundación Orienta de
Barcelona y accesible gratuitamente en su Web, en el apartado de publicaciones
digitales. Desde aquí, se puede acceder a dicho artículo mediante los enlaces
siguientes:
http://www.fundacioorienta.com/index.php
http://www.fundacioorienta.com/pdf/Practica%20clinica%20en%20el%20trastor
no%20por%20deficit%20de%20atencion.pdf

MANIFIESTO

No tener en cuenta un enfoque psicopatológico, como ocurre en las clasificaciones
diagnósticas vigentes actualmente, (DSM y CIE) fundamentadas en criterios
estadísticos, de tipo descriptivo, elaboradas mediante consenso no clínico de
expertos, sin un modelo psicológico del desarrollo humano, nos imposibilita
comprender cómo, cuándo y por qué se produce en un momento dado y contexto
determinado, una desviación psicopatológica del desarrollo normal de un sujeto con
una personalidad y funcionamiento mental específicos. Esto nos lleva a una
confusión y deriva diagnóstica que tiene como consecuencia una cuestionable
práctica clínica con errores graves e importantes en la forma de comprender y tratar
los trastornos mentales. El sufrimiento, así como la complejidad del ser humano y
de su funcionamiento psíquico-emocional, se ven así limitados a concepciones
reduccionistas y simplistas, basadas en concepciones pseudocientíficas de lo
biológico, psicológico, social y genético que nos constituye, presentándonos como
sujetos sin subjetividad, sometidos al imperio biológico y neuroquímico de nuestro
cerebro, como si nuestro organismo funcionase de una forma independiente,
aislada y separada de lo que somos, de lo que hacemos y de cómo vivimos con lo
que somos y hacemos.
Como paradigma de esta práctica clínica que criticamos, vamos a sintetizar nuestra
posición con respecto a lo que ocurre con el trastorno por déficit de atención con
o sin hiperactividad (TDA/H).
Pese a la divulgación de múltiples trabajos y guías de consenso, fundamentalmente
anglosajonas, que se autodefinen como basadas en la evidencia, que postulan
criterios de homogeneización del diagnóstico y de su tratamiento, las controversias
en torno a la cuestión persisten. Además de que se está proponiendo la necesidad
de introducir cambios en los criterios diagnósticos actuales, e incluso la
conveniencia de modificar la denominación actual del trastorno en próximas
ediciones del DSM, se debate, entre otras cosas: si es un trastorno
sobrediagnosticado o infradiagnosticado; si se está medicalizando excesivamente o
si altos porcentajes de casos quedan sin tratar; si están justificadas las advertencias
sobre la gravedad del trastorno y las consecuencias de no tratarlo o si hay en ello
un alarmismo exagerado e injustificado; se discute a qué especialidad médica
corresponde la responsabilidad profesional del diagnóstico y tratamiento de los
afectados. Y, simultáneamente, los servicios tanto de atención primaria como de
atención especializada se saturan con demandas crecientes de consultas e
intervenciones por este trastorno.
En los últimos años se han dado a conocer numerosas investigaciones que
identifican correlaciones de diferente naturaleza con el TDA/H. Se trata de
patologías físicas, reacciones a terapias medicamentosas, condicionamientos
ambientales de varios tipos, embarazos desfavorables, trastornos psicopatológicos
de diverso grado y naturaleza pero que, por presentar una sintomatología
semejante o compatible con la que se describe como TDA/H, obtienen, en función
de este criterio, el mismo diagnóstico. No es pues de extrañar que la forma de
diagnosticar hoy día el TDA/H genere de hecho gran confusión, despistando a
aquellos médicos y psicólogos que omiten realizar una investigación exhaustiva del
conjunto de factores etiológicos y patogénicos intervinientes, con un daño
potencialmente importante para la salud de los menores. Para evitarlo, sería
interesante plantearse las siguientes preguntas: todas las correlaciones que pueden
observarse asociadas ¿pueden ser interpretadas como causas? ¿Podemos
considerar como hipótesis que la sintomatología del TDA/H sea en realidad una
constelación inespecífica de síntomas, indicadores de un desequilibrio de la
persona, que remite a factores causales de la más variada naturaleza? ¿Podremos
abolir algún día la forma de diagnosticar que solamente etiqueta y trata con
psicofármacos el TDA/H, con la carga ideológica que eso presupone?
Este es el verdadero desafío que tenemos frente a nosotros, una hipótesis que
merece toda la atención científica que seamos capaces de aportar, una forma
diferente de ejercer la práctica clínica y una aproximación éticamente distinta de la
que propone la utilización de psicofármacos con niños y adolescentes.
Psicofármacos que sólo se deberían indicar en casos excepcionales, con máxima
cautela y como último recurso en situaciones extremas, a fin de prevenir y contener
los posibles riesgos de abusos a medio y largo plazo, como aquellos que, en no
pocas ocasiones aparecen documentados en la literatura científica que se
desprende de fuentes confiables de información (Consenso Internacional ADHD o
TDA/H y abusos en la prescripción de psicofármacos a menores, 2005).
La controversia generada sobre este tema debería suscitar entre nosotros un debate
que pueda utilizarse como un espacio para reflexionar, al menos por tres motivos:
por su importancia clínica, por su relevancia social y porque puede servir para
valorar el uso que hoy se está haciendo tanto de la “medicalización de la vida
cotidiana” como de la “medicina basada en la evidencia, término este último que
tendría que ser sustituido por “indicios”, “pruebas” ¿No habría que decir más bien,
“asistencia basada en pruebas”? Lo que está ocurriendo con el TDA/H es un buen
caso para planteárselo: ¿O es que no vale la pena plantearse la eficacia y eficiencia,
oportunidad, seguridad y demás indicadores de los componentes psicológicos y
psicosociales de nuestra asistencia? (Tizón, 2007).

Los medios de comunicación hablan del tema como si se tratara de una epidemia,
divulgando sus características y los modos de detección y tratamiento. Se banaliza
así tanto el modo de diagnosticar como el recurso de la medicación. En el límite,
cualquier niño, por el mero hecho de ser niño y por tanto inquieto, explorador y
movedizo, se vuelve sospechoso de padecer un déficit de atención, incluso cuando
muchísimos de esos niños exhiben una perfecta capacidad de concentración
cuando se trata de algo que les interesa poderosamente (Armstrong, 2000).
En cuanto a la influencia del contexto familiar, escolar y social sobre la incidencia del
TDA/H, cabe preguntarse: ¿Los niños desatentos e hiperactivos dan cuenta de algo
de lo que ocurre en nuestros días? Padres desbordados, padres deprimidos,
docentes que quedan superados por las exigencias, un medio en el que la palabra
ha ido perdiendo valor y normas que suelen ser confusas, ¿incidirán en la dificultad
para atender en clase? (Duché, 1996; Fernández, 2000; Golse, 2003; Fourneret,
2004; Jensen, 1997).
Tampoco se ha tomado en cuenta la gran contradicción que se genera entre los
estímulos de tiempos breves y rápidos a los que los niños se van habituando desde
muy pequeños, con la televisión y la computadora, donde los mensajes suelen durar
unos pocos segundos, con predominio de lo visual, y los tiempos más largos de la
enseñanza escolar centrada en la lectura y la escritura a los que el niño no está
habituado (Golse, 2001; Jensen, 1997; Armstrong, 2000; Diller, 2001).
Vivimos en un mundo permanentemente cambiante, en el que es notoria la
aceleración del tiempo. Hay que correr con el temor de «quedarse afuera». ¿Qué
sensación de desvalimiento, de exigencia excesiva, de insatisfacción, puede generar
el hacer partícipes a los niños de nuestra propia aceleración? Se espera que
demuestren cotidianamente sus posibilidades como futuros productores a través
de su rendimiento escolar, de las posibilidades competitivas, de la multiplicidad de
saberes que se les imponen. En la era de la productividad, el niño ha pasado a ser,
él también, medido con esa vara. Todo está pautado, hasta el jugar… ¿No se
confundirá al niño con un adulto en pequeño? Y el juego, como posibilidad creativa
y ocupación fundamental del niño, ¿qué lugar ocupa? (Janin, 2007).

Un Manual como el DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos
Mentales de la American Psychiatric Association en sus diferentes versiones), que no
toma en cuenta la historia, ni los factores desencadenantes, ni lo que subyace a un
comportamiento, obstruye las posibilidades de pensar y de interrogarse sobre lo que
le ocurre a un ser humano. Esto atenta contra el derecho a la salud, porque cuando
se confunden signos y síntomas con patologías, se dificulta la realización del
tratamiento adecuado para cada paciente. Además, con el argumento de una
supuesta posición ateórica, el DSM responde a la teoría de que lo observable y
cuantificable puede dar cuenta del funcionamiento humano, desconociendo la
profundidad y complejidad del mismo, así como las circunstancias histórico-sociales
en las que pueden suscitarse ciertas conductas. Más grave aún, tiene la pretensión
de hegemonizar prácticas que responden a intereses que poco tienen que ver con
los derechos de los niños y sus familias (Manifiesto en favor de una Psicopatología
Clínica y no estadística, 2011).

Esto supone un grave peligro para la clínica de las sintomatologías psíquicas,
promoviendo que los nuevos clínicos estén deliberadamente formateados que no
formados, en la ignorancia de la psicopatología clásica, pues, ésta responde a la
dialéctica entre teoría y clínica, entre saber y realidad. Psicopatología clínica que ya
no se enseña en nuestras facultades ni en los programas de formación de los MIR
(Médico Interno y Residente) y PIR, (Psicólogo Interno y Residente), cosa que no
ocurre con el Máster y Doctorado oficiales en Psicología y Psicopatología perinatal
e infantil, creados y organizados por ASMI WAIMH-España junto a la Universidad
de Valencia, http://www.asmi.es/
A los MIR y PIR se les alecciona en el paradigma de la indicación… farmacológica:
universalización prescriptiva para todos y para todo, que en nada se diferencia de
una máquina expendedora de etiquetas y dispensadora de medicación. El resultado
que denunciamos es un desconocimiento de los fundamentos de la psicopatología,
una ceguera importante a la hora de explorar a los pacientes y, en consecuencia,
una limitación más que considerable a la hora de diagnosticar y por ende, tratar al
paciente. No olvidemos que un diagnóstico acertado es lo que permite un
tratamiento adecuado.

En la práctica asistencial actual conviven diferentes modelos de conceptualización en
cuanto a la naturaleza y etiopatogenia del trastorno que reflejan criterios y hábitos
diagnósticos, así como terapéuticos, con diferentes puntos de convergencia y de
divergencia.

Las diversas prácticas pueden agruparse en dos estilos de comprensión y de
intervención:

• El modelo fisiológico con el que no estamos de acuerdo considera que el
TDA/H es un síndrome unitario caracterizado por una tríada sintomática
(hiperactividad, déficit de atención, impulsividad), no siempre presentada completa;
afirma la naturaleza neurobiológica del trastorno y busca, hasta ahora sin éxito,
marcadores biológicos que confirmen esta hipótesis etiológica. En consecuencia
postula, aunque no descarta otras intervenciones, un tratamiento necesariamente
farmacológico (exclusiva o muy mayoritariamente del tipo psicoestimulantes y,
sobre todo en nuestro país, el metilfenidato) dirigido a disminuir los síntomas y a
facilitar la aplicación de otras medidas terapéuticas. La coexistencia muy frecuente
de otros problemas psicológicos es considerada como una comorbilidad de carácter
psicopatológico, añadida o asociada pero no causal, que justificaría
secundariamente otras intervenciones de tipo psicológico o psiquiátrico.
• El modelo psicopatológico con el que sí estamos de acuerdo considera el
TDA/H como la manifestación de un conjunto de síntomas vinculados a diferentes
componentes etiopatogénicos y a diferentes organizaciones de la personalidad con
diversos tipos de funcionamiento mental. Entiende que los factores psicológicos y
psicopatológicos, además de implicar un gran sufrimiento y malestar, tienen un
papel determinante en las manifestaciones del TDA/H, y no son sólo
comorbilidades sobreañadidas a un trastorno neurológico puro. Postula que esta
variedad y complejidad clínica necesita abordajes terapéuticos múltiples que no
pueden limitarse exclusiva y principalmente a la administración de fármacos y que
deben incluir ayudas especializadas e individualizadas de tipo psicológico, familiar y
escolar, en todos los casos.
Aunque ambos modelos no se corresponden sistemáticamente con especialidades
concretas, se puede intuir que se están configurando, correlativamente a estos dos
modelos de comprensión, dos estilos de intervención: uno más común en el
entorno «neuro-pediátrico» y otro más común en el entorno «psicológicopsiquiátrico».

Desde una visión integradora de los dos modelos de abordaje del TDA/H (fisiológico
y psicopatológico), lo que ha sido considerado hasta ahora por el modelo fisiológico
y fisiopatológico como co-morbilidades, es decir patologías secundarias asociadas
al trastorno de base, podría verse como manifestaciones de entidades clínicas
asociadas a factores etiológicos y patogénicos diferentes que, por tanto, requieren
de tratamientos específicos diferentes. Esta comprensión clínica y enfoque
psicopatológico pondría de relieve la importancia del diagnóstico basado no
solamente en el abordaje multifactorial y relacional del trastorno sino, también, lo
fundamental de un diagnóstico diferencial que permita, siguiendo criterios de
inclusión y de exclusión, afinar y acertar en el diagnóstico, asegurando así, un
adecuado tratamiento.
No olvidemos que los malestares psíquicos son un resultado complejo de múltiples
factores, entre los cuales las condiciones socio-culturales, la historia de cada sujeto,
las vicisitudes de cada familia y los avatares del momento actual se combinan con
factores constitucionales dando lugar a un resultado particular.

La psicopatología toma ante todo, como objeto de estudio, el sistema de
representaciones internas del niño, su funcionamiento, su lógica, sus secuencias y
sus significados. Postula que todo niño, independientemente de la gravedad de su
estado, es portador de una vida psíquica propia y que su trastorno psíquico se
encuentra dentro de un sistema que posee su propia coherencia interna,
organizando sus modalidades de relación. También está estudiando el vínculo interpsíquico
establecido entre el niño y sus padres: la naturaleza de las proyecciones,
de las investiduras, de los escenarios de fantasía compartida entre ellos. La
psicopatología, sin ser causalista, no por ello concede un papel menor en el curso
evolutivo de la afección a lo que acontece entre padres e hijos a través de este
vínculo. La comprensión psicopatológica sitúa al niño en su contexto familiar y
socio-educativo. Tiene en cuenta las múltiples deficiencias del entorno social o el
peso de los acontecimientos que marcan su vida.
El abordaje psicopatológico es muy sensible con los análisis del funcionamiento
psíquico y su inclusión en las estrategias terapéuticas. El uso de psicofármacos en
niños y adolescentes debe ser parte de esta visión de conjunto. Es, desde esta
perspectiva, que la psicopatología ayudará a comprender mejor el impacto de los
medicamentos psicotrópicos en los procesos psíquicos. La psicopatología permite
que cada uno tenga una representación personal, no reduccionista, de las
preocupaciones del niño, de sus inquietudes, de sus expectativas, y de su capacidad
para acoger las aportaciones terapéuticas. Es una herramienta teórica y práctica,
viva, dinámica y abierta a las contribuciones externas que permitan la comprensión
del funcionamiento mental en su complejidad y diversidad (Manifiesto a favor de
un abordaje psicopatológico del funcionamiento mental, 2010).

Los profesionales que valoramos la importancia de la psicopatología como
herramienta indispensable para la comprensión, diagnóstico y tratamiento de los
trastornos mentales, defendemos la existencia de un modelo sanitario, donde la
palabra sea un valor a promover y donde cada paciente sea considerado en su
particularidad. La defensa de la dimensión subjetiva implica una confianza en lo que
cada uno pone en juego para tratar aquello que en él mismo se revela como
insoportable, extraño a sí mismo, pero sin embargo, familiar. Además, manifestamos
nuestra repulsa a las políticas asistenciales que persiguen la seguridad en
detrimento de las libertades y los derechos; a las políticas que, con el pretexto de
las buenas intenciones y de la búsqueda del bien del paciente, lo reducen a un
cálculo de su rendimiento, a un factor de riesgo o a un índice de vulnerabilidad que
debe ser eliminado, poco menos que a la fuerza.
Para cualquier disciplina, la aproximación a la realidad de su objeto de estudio se
hace a través de una teoría. Este saber limitado no tendría que confundirse con La
Verdad, pues supondría actuar como una ideología o religión, donde cualquier
pensamiento, acontecimiento o incluso el lenguaje utilizado, está al servicio de
forzar el vínculo entre saber y verdad.

Todo clínico con un cierto espíritu científico sabe que su teoría es una herramienta
de acercamiento a una realidad siempre más plural y cambiante, y donde las
categorías encontradas han de dejar espacio a la manifestación de esa diversidad,
permitiendo así una ampliación tanto teórica como práctica. Esta concepción se
opone a la idea de que obligatoriamente y prescriptivamente las cosas son y han de
funcionar de determinada manera.
A partir de la reciente publicación del interesante e importante artículo
“Psychopathology as the basic science of Psychiatry” de Stanghellini y Broome
(2014), así como de este otro artículo de Catone, Lindau y Broome,
“Phenomenological psychopathology as a core science for Psychiatry” (2014), los
editorialistas del prestigioso British Jornal of Psychiatry consideran en su artículo
editorial que lleva por título “La indispensable psicopatología” que esta disciplina
científica debería constituir «el corazón de la psiquiatría». Dicen en su artículo
editorial, firmado por el Dr. Alain Cohen, que su enseñanza debería ser el pasaje
obligado para la formación de los profesionales de la salud mental y un elemento
clave compartido por los clínicos e investigadores en este ámbito.
Retomando las palabras de Roger Misès sobre el TDA/H, “este trastorno está
fundado sobre una colección de síntomas superficiales, invoca una etiopatogenia
reductora que apoya un modelo psicofisiológico, lleva a la utilización dominante o
exclusiva del metilfenidato, la presencia de una comorbilidad es reconocida en casi
los dos tercios de casos, pero no se examina la influencia que los problemas
asociados pueden ejercer sobre el determinismo y las expresiones clínicas del
síndrome. Finalmente, los modos de implicación del entorno familiar, escolar y
social no son ubicados más que como respuestas a las manifestaciones del niño,
nunca como implicados en su producción” (Misès, 2001).
Existe una generalización abusiva de este diagnóstico, y es en este momento en
donde no podemos dejar de preguntarnos si estos niños desatentos e hiperactivos
¿pueden ser unificados en un diagnóstico único?

Creemos que no, ya que como sostiene Beatriz Janin, “en las escuelas hay niños
desatentos que se quedan quietos y desconectados, otros que se mueven
permanentemente, algunos que juegan en clase, otros que reaccionan
inmediatamente a cada estímulo sin darse tiempo a pensar… hay una gran variedad
de niños desatentos. Y quizás cada uno de ellos tenga sus motivos particulares para
no “atender” en clase. O atiendan de modos diferentes y a otras cuestiones
diferentes a lo esperable” (Janin, 2004).
Pensamos que es fundamental diagnosticar a partir de un análisis detallado de lo que
el sujeto dice, de sus producciones y de su historia. Desde esta perspectiva, el
diagnóstico es algo muy diferente a poner una etiqueta; es un proceso que se va
construyendo a lo largo del tiempo y que puede tener variaciones (porque todos
vamos teniendo transformaciones).

En relación a los niños y a los adolescentes, esto cobra una relevancia fundamental.
Es central tener en cuenta las vicisitudes de la constitución subjetiva y el tránsito
complejo que supone siempre la infancia y la adolescencia, así como la incidencia
del contexto. Existen así estructuraciones y reestructuraciones sucesivas que van
determinando un recorrido en el que se suceden cambios, progresiones y
retrocesos. Las adquisiciones se van dando en un tiempo que no es estrictamente
cronológico.
Un etiquetamiento temprano enmascarado de “diagnóstico” produce efectos que
pueden condicionar el desarrollo de un niño, en tanto el niño se ve a sí mismo con
la imagen que los otros le devuelven de sí, construye la representación de sí mismo
a partir del espejo que los otros le ofrecen. Y a su vez, los padres y maestros lo
mirarán con la imagen que los profesionales le den del niño. Por consiguiente, un
diagnóstico temprano puede orientar hacia el camino de la cura de un sujeto o
transformarse en invalidante. Esto implica una enorme responsabilidad para aquél
que detecta o diagnostica un trastorno mental en un niño (Consenso de expertos
del área de salud acerca del llamado “Trastorno por déficit de atención, con o sin
hiperactividad”, 2006).
El diagnóstico clínico psicopatológico del niño con TDA/H se basa en la conducta
observada en la interacción con el niño y los padres. La interpretación de la función
y significación de una conducta alterada, ausente o retrasada, depende de una
sólida base de conocimiento clínico. La experiencia del profesional es muy
importante. Sin embargo, en un primer momento hay que considerar que el
diagnóstico sea una hipótesis que tiene que someterse sistemáticamente a prueba.
Es importante hacer un diagnóstico diferencial con otros trastornos similares y, si la
situación lo requiere, se hará un diagnóstico interdisciplinar. Se tendrá que escuchar
ampliamente a la familia y observar cuidadosamente al paciente interactuando con
ellos. Se harán pruebas psicológicas, se pasarán escalas de evaluación, si se
considera necesario. Se elaborará una historia biográfica y clínica del curso del
trastorno desde el comienzo, además de la historia evolutiva del niño y de su familia.
Así puede diagnosticarse el TDA/H de forma bastante fiable.
Sin ese necesario diagnóstico diferencial basado en la interacción con el niño y su
familia, corremos el riesgo de tratar como TDA/H a niños que presentan cuadros
psicóticos, otros que están en proceso de duelo o han sufrido cambios sucesivos
(adopciones, migraciones, etc.) o es habitual también este diagnóstico, en niños que
han sido víctimas de episodios de violencia, abuso sexual incluido (Bleichmar, S.,
1998; Touati, 2003; Janin, 2004).
Considerar el TDA/H como una enfermedad o trastorno exclusivamente biológicocerebral
siguiendo el modelo médico nos lleva a la aplicación del esquema siguiente:
“una enfermedad o trastorno neurobiológico-una causa-un tratamiento
farmacológico”.

Consideramos como peligrosa la idea de que el diagnóstico puede ser hecho por
padres y/o maestros, a partir de cuestionarios y como si fueran observadores no
implicados. Sin embargo, sabemos que todo observador está comprometido en lo
que observa, formando parte de la observación. Estando los padres y los maestros
implicados en la problemática del niño, ¿Pueden ser lo suficientemente objetivos?
(Ya a comienzos del siglo XX el físico Heisenberg planteó que el observador forma
parte del sistema). Además, el cuestionario utilizado habitualmente está cargado de
términos vagos e imprecisos (por ejemplo, lo que es “inquieto” para alguien puede
no serlo para otro). Esto último lleva a pensar que es imposible realizar un
diagnóstico de un modo rápido y sin tener en cuenta la producción del niño en las
entrevistas.
No se debe diagnosticar el TDA/H basándose únicamente en escalas
observacionales, aunque pueden ser herramientas útiles en el proceso diagnóstico y
en el establecimiento de un plan terapéutico (Guía TDA/H de Castila La ManchaCentro,
2010).
Cuando el diagnóstico se realiza generalmente en base a cuestionarios administrados
a padres y/o maestros, el tratamiento que se suele indicar es: medicación y
modificación conductual.

El resultado es que los niños son medicados desde edades muy tempranas, con una
medicación que no cura (se les administra de acuerdo a la situación, por ejemplo,
para ir a la escuela) y que en muchos casos disimula sintomatología grave que hace
eclosión a posteriori, o encubre deterioros que se profundizan a lo largo de la vida.
En otros casos, ejerce una pseudo regulación de la conducta dejando a su vez
librado al niño a posteriores impulsiones adolescentes debido a que no ejerce
modificaciones de fondo sobre las motivaciones que podrían regularlas, dado que
tanto la medicación como la «modificación conductual» tienden a acallar los
síntomas, sin preguntarse qué es lo que los determina ni en qué contexto se dan. Y
así, pueden intentar frenar las manifestaciones del niño sin cambiar nada del
entorno y sin bucear en su psiquismo, en sus angustias y temores (Bleichmar S,
1998; Gaillard, 2004; Lasa, 2001).
Es decir, lo primero que se hace es diagnosticarlo de un modo invalidante, con un
«déficit» de por vida; luego se le medica y se intenta modificar su conducta. Así, se
rotula, reduciendo la complejidad de la vida psíquica infantil a un paradigma
simplificador. En lugar de un psiquismo en estructuración, en crecimiento continuo,
en el que el conflicto es fundante y en el que todo efecto es complejo, se supone,
exclusivamente, un «déficit» neurológico (Berger, 2005; Janin, 2004; Rodulfo, R,
1992; Breeding, 1996).
Aunque los medios científicos hablan de las contraindicaciones de las diferentes
medicaciones que se utilizan en estos casos (Carey, 1999, 2000; Diller, 2003), llama
la atención la insistencia con la que los medios de comunicación informan del
consumo de medicación como indicación terapéutica privilegiada frente a la aparición
de estas manifestaciones.
Todas las drogas que se utilizan en el tratamiento de los niños que presentan
dificultades para concentrarse o que se mueven más de lo que el medio tolera
tienen contraindicaciones y efectos secundarios importantes, como el incremento
de la sintomatología en el caso de los niños con psicosis, así como consecuencias
tales como retardo del crecimiento (Goodman y Gilman, 1995; Baughman, 2001).
El Departamento de Salut de la Generalitat de Catalunya hace una valoración e
indicación importante sobre el tratamiento farmacológico del TDA/H: “el
metilfenidato y la atomoxetina se han asociado a efectos adversos graves, como
trastornos cardíacos y psiquiátricos, y pueden producir retraso de crecimiento a largo
plazo. Los riesgos de estos fármacos refuerzan la necesidad de una valoración
cuidadosa de la relación beneficio-riesgo en esta población y justifican restringir su
uso a casos muy especiales” (Generalitat de Catalunya, Departament de Salut,
2010).
Con respecto a la forma de utilizar la medicación, podemos preguntarnos lo siguiente,
la medicación dada para producir efectos de modo inmediato (efectos que se dan de
forma mágica, sin elaboración por parte del sujeto), considerada como necesaria
durante largo tiempo, ¿no desencadena adicción psíquica al considerar la medicación
como modificadora de actitudes vitales y generadora de buen rendimiento y
comportamiento? (Tallis, 2004; Keirsey, 1998).
A pesar de que los medios científicos hablan de todas estas contraindicaciones, se
sigue asociando el suministro y consumo de medicamentos como la terapéutica
central para niños y adolescentes. Mientras tanto, los laboratorios facturan cifras
millonarias. Actualmente parecería ser mucho más sencillo proponer una
medicación (a veces solicitada por los padres) que promover una modificación en la
dinámica familiar. En este momento podríamos preguntarnos ¿por qué los padres
aceptan sin preocupación aparente la administración de estos medicamentos?
¿Evitaría esto preguntarnos qué le está pasando a este niño? ¿Evitaría esto
cuestionarnos nuestro papel? Preguntas… que solo tienen como función actuar
como disparadores para pensar en esta problemática.
Teniendo en cuenta lo expuesto hasta ahora, nuestra posición respecto a la toma de
este tipo de medicación en el caso del TDA/H, es la siguiente.

– Estamos en contra de su uso excesivo, frecuente, continuado e
indiscriminado, tanto más en niños menores de 6 años.
– La medicación, que nunca tendría que ser un tratamiento exclusivo y
excluyente, cuando esté correctamente prescrita y administrada tras un
acertado diagnóstico, tendría como principal objetivo el facilitar y potenciar
la relación terapéutica y educativa, tomándola durante un tiempo limitado, y
cuando no se pueda obtener esos resultados que se buscan con la
medicación, por otros medios. La opción farmacológica debería ser el último
recurso y debería ser utilizada durante el menor tiempo posible.
– La medicación bien indicada y prescrita a la dosis y duración adecuada, así
como las diferentes medidas psicoterapéuticas, educativas, psicomotoras,
psicopedagógicas y rehabilitadoras que podrían ser necesarias para paliar los
déficits producidos por las secuelas cognitivas y relacionales que son la
consecuencia de la agravación y cronificación del trastorno, tendrían que
coordinarse, complementarse, integrarse y supeditarse a la dinámica
relacional subyacente entre paciente, familia y terapeuta. De esta manera,
evitaríamos la instrumentalización de la técnica terapéutica, poniéndola al
servicio de la relación terapéutica y/o educativa, que es lo fundamental en
el proceso terapéutico.
Para terminar nuestra exposición, mencionaremos a Sroufe (2012), que nos aporta
la siguiente e interesante reflexión: “la ilusión de que los problemas de conducta de
los niños pueden curarse con fármacos nos evita que, como sociedad, tratemos de
buscar las soluciones más complejas, que serían necesarias. Los fármacos sacan a
todos –políticos, científicos, terapeutas, maestros, padres– del apuro. A todos,
excepto a los niños”.
BIBLIOGRAFÍA

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Breeding, J. (1996). The Wildest Colts Make the Best Horses: the truth about Ritalin, ADHD
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http://dspace.uces.edu.ar:8180/xmlui/bitstream/handle/123456789/1851/Cons
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