Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente

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De la acomodación a la adaptación: una revolución necesaria en la filiación adoptiva

PDF: grau-acomodacion-adaptacion-evolucion-necesaria.pdf | Revista: 30 | Año: 2000

Grau, Esther
Fundació Eulàlia Torras de Beà (Barcelona)

Comunicación presentada en XIII Congreso Nacional de la Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente, que bajo el título “Trastornos de la personalidad en la infancia y en la adolescencia”, se celebró en Donostia/San Sebastián los días 27 y 28 de octubre de 2000.

Esta comunicación surge de la experiencia de trabajo que desde hace unos años realizamos en el equipo de adopciones de la Fundació Eulàlia Torras de Beà de Barcelona, como Institución Colaboradora para la Integración Familiar en convenio con la Generalitat de Cataluña.
Nuestro trabajo consiste en la formación y la valoración de familias que solicitan adoptar –por vía internacional– y en el seguimiento post-adoptivo de los menores, exigido por los diversos países de origen de los niños. Ello nos aporta una valiosa información de las condiciones en que viven estos niños y nos ayuda a comprender la evolución que siguen una vez aquí.

Durante los últimos años, en nuestro trabajo con familias adoptivas que han adoptado a sus hijos por vía internacional, hemos observado los efectos que ejercen algunas de las pautas de comportamiento de los niños adoptados durante los primeros tiempos de convivencia con sus padres, así como su evolución. Nos referiremos aquí, concretamente, al proceso de adaptación que los menores adoptados realizan al entrar a formar parte de sus familias, teniendo en cuenta que el mismo tiene lugar en un contexto socio-cultural y afectivo-emocional radicalmente distinto al vivido hasta entonces. Este proceso se ve influido por multitud de factores, entre los cuales tiene especial relevancia la interpretación que los padres hagan del comportamiento de sus hijos en las distintas etapas del acoplamiento.

Actualmente, hay ya en nuestra Comunidad Autónoma –Cataluña– un gran número de familias (unas 800 en los tres últimos años) con hijos adoptados en países diversos (China, India, Nepal, países del Este europeo y latinoamericanos). Son, todos ellos, países en los que las circunstancias socio-económicas obligan a dar a sus niños en adopción. Ello hace que la experiencia de vida que tienen esos niños sea, cuando menos, de carencia afectiva, y que en muchos casos hayan sufrido en sus primeros tiempos de vida una gran falta de vínculos. Esto constituye en sí una experiencia de maltrato, a la cual se suman a menudo otros muchos “daños”. Cada país, cada institución, habrá “tratado” a sus niños del modo en que sus pautas culturales y sus medios les hayan permitido; en cualquier caso, nos parece de suma importancia tener en cuenta y comprender los efectos del choque emocional en el cambio (incluyendo en éste lo sensorial, lo afectivo y lo cognitivo) y su influencia durante los primeros tiempos de relación del niño con su nuevo medio, con su familia.

Los menores que viven en circunstancias de desamparo deben ser adoptados. Todo niño tiene el derecho básico a tener unos padres, unos padres que puedan reparar la pérdida de quienes las distintas circunstancias les privaron. Entendemos que cuanto mejor comprendamos los mecanismos comportamentales y su trasfondo psicológico en el proceso de adaptación a esa necesaria vinculación a las figuras parentales, cuanto mayor conocimiento tengamos sobre la influencia que puede ejercer ese pasado de carencia en las nuevas relaciones, cuanta mayor atención podamos prestar a esos primeros tiempos de acoplamiento entre padres e hijo, más recursos estaremos en disposición de ofrecer a los padres para que puedan ayudar a sus hijos a elaborar y digerir el cúmulo de novedades y de pérdidas que arrastran, haciéndose ellos mismos cargo de los aspectos contradictorios que en toda situación de cambio radical tienen lugar y de todo el dolor sufrido anteriormente. Para ello, los padres deberán tener en cuenta que ese pasado tiene que encontrar un lugar en la familia donde ir apareciendo y poder así ser elaborado, cuando se pueda y como se pueda. Se trata de analizar –partiendo de la base de que cada niño, cada circunstancia, cada familia y cada dinámica familiar son distintos– los mecanismos que se ponen en marcha cuando un menor, cuyo pasado sabemos lleno de “agujeros negros” –de episodios desconocidos–, llega a una familia que le espera, le desea y que empezó a imaginarlo mucho antes de conocerlo; se trata de comprender este encuentro especial, con el objetivo fundamental de ayudar en el engranaje que va tejiendo el vínculo padres-hijo, y de prevenir las múltiples y variadas consecuencias que se derivan de los desencuentros entre unos y otro.

El aspecto en el que nos centramos aquí es el de la habitual actitud acomodaticia que observamos en los menores adoptados al poco tiempo de formar parte de sus familias, y en el progresivo paso a la interiorización de los diversos aspectos de su nueva realidad, así como de la lectura que desde el medio se hace de dicho proceso y los riesgos que tal lectura puede entrañar. (Nos fijaremos en la dinámica general que tiene lugar en las familias cuyos hijos llegan sanos, entendiendo que la “salud” incluye, en estas circunstancias, enfermedades reversibles, retraso psicomotor, falta de estimulación, desnutrición, etc.).

Pongámonos en su piel por unos instantes: sensaciones nuevas –olores, colores, temperatura, sabores…–, costumbres y ritmos diferentes –pasar de dormir en un pañuelo o en el suelo a una cuna, seguir un horario en las comidas (en muchas instituciones los bebés se alimentan solos con su biberón cuando tienen hambre, aburrimiento o sueño), dormir solo en una habitación cuando lo normal era dormir con muchos otros, tener cosas propias, estar rodeado de personas con rasgos étnicos extraños, oír un idioma incomprensible, tener que regirse según unas normas de conducta desconocidas, pasar del anonimato a ser el centro de atención de toda la familia, y un largo etcétera que sobrepasaría cualquier lista posible. Todo cambia de la noche a la mañana. Desde la perspectiva del niño cuya experiencia ha sido la de cortes, rupturas, separaciones y cambios repentinos, la precaución, cuando menos, y la desconfianza iniciales serían esperables.

Pasados los primeros momentos la extrañeza desaparece o pasa a resultar prácticamente inapreciable. Los niños empiezan a gozar de las situaciones agradables que la nueva vida les ofrece: una vez superado el miedo al agua disfrutan de forma espectacular con el baño, viven con entusiasmo el descubrimiento de una motricidad y de una capacidad de movimiento hasta entonces mermadas, muestran su contento ante las sonrisas de las personas con quienes tratan, saborean con visible gusto las nuevas comidas –cuando ya no tienen necesidad de engullir con avidez–, se acurrucan gustosamente en los brazos de sus padres; en resumen, el descubrimiento de un universo de sensaciones agradables. Este baño de “cosas buenas” coexiste con el gran esfuerzo que el niño debe realizar para hacerse con todos los aspectos de su nueva situación, para situarse en su nueva realidad y aprender rápidamente. Y lo que la experiencia nos muestra es que la tendencia generalizada es la de adoptar una actitud que si pudiésemos describir de forma simple con un dicho popular sería la de “allí donde fueres haz lo que vieres”, una actitud de acomodamiento a aquello que los niños interpretan que se espera de ellos. Hay una necesidad de amoldarse rápidamente a las nuevas reglas del juego, de apelar al instinto de supervivencia para transformarse, el
cual ha permitido al menor “luchar” en su pasado –a muchos niveles– por la vida. Así, muy pronto duermen toda la noche y se acuestan sin problema a la hora que se les propone, aprenden con sorprendente rapidez el idioma de su país de acogida, son exageradamente “ordenados” con sus cosas, asisten a la guardería sin protestas, aceptan a los desconocidos con llamativa tranquilidad, etc.

Este necesario –a nuestro modo de ver– primer paso hacia la auténtica adaptación entraña el peligro –y aquí llegamos al punto al que nos queríamos dirigir– de que los adultos que rodean al niño, sus padres especialmente, confundan dicho acomodamiento –repleto de comportamientos que a menudo rayan el sometimiento– con un proceso mucho más largo y complejo: la real adaptación, que debería ir indefectiblemente ligada a la suficiente confianza por parte del niño en unos padres que tolerarán las muestras de desagrado, de tristeza, de rebeldía, de malestar, de rabia y de dolor. Parece que lo que hemos dado en llamar acomodación proporciona a los menores el tiempo para ir “adoptando” paulatinamente a sus padres y para llevar a cabo, posteriormente, la elaboración de todos los duelos pendientes. En este punto hallamos, pues, el principal riesgo: lo uno –la gran satisfacción por el disfrute de las sensaciones agradables– sumado a lo otro –el rápido y visible acomodamiento– pueden llevar a los padres adoptivos a la errónea interpretación de que bien pronto el vínculo es ya firme y está consolidado.

A menudo, los padres nos expresan su sorpresa y su preocupación cuando, al cabo de un año o un año y medio de haber sido adoptados, sus hijos empiezan a tener comportamientos –hasta entonces desconocidos– de rebeldía y de grandes rabietas: “no quiere dormirse solo, cada noche es un drama”; “se ha vuelto caprichoso con la comida”; “antes no lloraba nunca, ahora llora por cualquier cosa”; “de repente es mucho más testarudo”; “sólo quiere estar con nosotros, antes era más «sociable»”; “no quiere ir a la guardería, tan bien como se «integró» al principio”; “hace pataletas por cualquier motivo”; “a veces saca una rabia incomprensible, desmesurada… ¿por qué ahora? Todo iba tan bien… ¿qué ha pasado?”.

Si rescatamos nuestro intento de ponernos en la piel del niño cuya vida parte de las rupturas y que se ve abocado al cambio repentino y total, reconsideraremos que lo esperable, y entendido como natural, sería la expresión de desorientación y de rechazo hacia tantas novedades y hacia el esfuerzo que todas ellas requieren. Esas rabietas, ese malestar, esa inquietud serían lo esperable. Sin embargo, es probablemente necesaria la construcción de una red de relación que sostenga la posibilidad de expresar los sentimientos de rabia y de dolor, y dicha construcción sólo puede ir edificándose sobre la base de cierto convencimiento de la no finitud de la relación. Sólo la constatación de la existencia de un vínculo sólido con sus padres permitirá al niño contactar con el sufrimiento y expresarlo. A su vez, la contención que los padres puedan ofrecer de este cúmulo de sentimientos, reforzará necesariamente dicho vínculo. “El primer día que lloró de rabia y pataleó de enfado supe que no estaba lejos el primer beso”, decía recientemente una madre. Los padres que entienden la adopción como un proceso lento y progresivo están en condiciones de tolerar la espera y saben dar tiempo.

Los padres cuyos hijos ponen de manifiesto comportamientos como los anteriormente citados –las pataletas, la rabia–, deben, aún en su desorientación por el cambio, interpretar dicha actitud como el reflejo de la maduración en la relación y la expresión de la confianza, desde el niño, en unos padres que lo son incondicionalmente. Por fin se muestra tal y como es, dejó de estar de visita y se siente ya en casa.
Creemos que es importante ayudar a los padres adoptivos a comprender que las experiencias difíciles y dolorosas vividas por sus hijos durante la primera infancia y el cambio que inicialmente representa la adopción, desvelan sentimientos profundos de rabia, de pérdida y de tristeza; que dichos sentimientos hallan canales de expresión diversos; y que el momento en el que éstos podrán salir a la luz es impredecible. La cuestión radica en contemplar que, ni la acomodación primera constituye una real adaptación –pues excluye mayoritariamente el conflicto–, ni la posterior etapa de expresión del malestar y erupción de los conflictos pone en cuestión la base de relación y la experiencia de vida conjunta habidas durante la primera etapa de acomodación. Debemos alertar a los padres para que no se dejen seducir por los cantos de sirena de la acomodación; ésta debe tener lugar; es probablemente un instinto de supervivencia sin el cual difícilmente podrían haber “tragado” el sinfín de novedades a las que deben hacer frente. Sin embargo, el hecho de situar dicha etapa como un paso previo a la real elaboración del cambio y de las pérdidas, ejerce una clara y definitiva influencia en que los padres favorezcan y propicien la capacidad de sus hijos de conectar con los aspectos difíciles y los sentimientos dolorosos.

Son harto conocidas las consecuencias psicológicas que en los niños puede tener la distancia emocional que se crea cuando los padres no pueden conectar y empatizar con los sentimientos de sus hijos. La adopción de niños que han vivido un pasado dispar, lleno de experiencias desestructurantes y habiendo establecido vínculos -a menudo enfermizos- a pequeños retazos, no facilita en absoluto la imprescindible consolidación del vínculo. Por ello, la prevención en este campo, el trabajo con padres y futuros padres adoptivos y la profundización en la comprensión de la dinámica relacional en los diversos momentos del proceso de filiación, nos parecen de suma importancia.

A modo de conclusión:

Existe cierta distancia entre “saberse adoptado” y “sentirse hijo”.

La acomodación es probablemente un primer paso en toda relación válida (valiosa) y necesaria en los seres humanos; puede entenderse como un signo de salud mental, en el sentido de que alude al contacto con la realidad que posee quien llega a un “mundo” desconocido. ¿Cómo seríamos recibidos por quienes nos acogen, estando totalmente en sus manos, si actuásemos manifestando todo nuestro malestar y el miedo? En cuanto existe cierta conciencia del otro, éste es un mecanismo de defensa -sano- que se pone en marcha. Ahora bien, la experiencia de relación de muchos de los niños adoptados es usualmente sólo la de acomodación; es probable que en su pasado no hayan tenido la oportunidad de ir más allá, por lo tanto su modo de relación con el otro es básicamente en función del otro.

Las figuras parentales son decisivas en el proceso de individuación: ¿quién soy yo?, ¿dónde estoy yo?, ¿qué es “yo”? Los padres son los principales responsables, depositarios, gestores de lo que “yo” representa para sus hijos pequeños desde que nacen. En los niños adoptados este proceso de individuación está maltrecho y son sus padres quienes, con su capacidad de respeto por el “tiempo” propio del menor en la adaptación y la elaboración, dando cabida a todas sus etapas, podrán contribuir a repararlo y reencaminarlo. Ello sólo es posible si adoptan a su hijo completo, con su pasado, con sus vínculos a trozos y con su forma de ir integrando todo lo que implica ser hijo.

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