Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente

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Estilos de crianza y ambientes familiares en menores y jóvenes violentos. Un modelo psicoterapéutico de apoyo para la intervención

PDF: estilos-crianza-jovenes-violentos.pdf | Revista: 48 | Año: 2009

2.1. Primera etapa: Establecimiento de la relación

Cuando entramos en relación con jóvenes de estas características es necesario crear un marco claramente definido y regulado, un contexto y un encuadre claro y conocido por todos, predecible, con una serie de aptitudes y actitudes que posibilite articular entre el profesional y el joven una base lo suficientemente segura como para establecer un tipo de vínculo que resulte sustentador y donde el joven pueda validar una experiencia emocional que hasta ese momento, de una u otra forma, ha resultado invalidada.

Así, en esta primera etapa distinguimos tres fases:

  • a) La disciplina: En este sentido, recogemos aquellas definiciones y enfoques que se refieren a la articulación de medios o métodos destinados a posibilitar consensuar las necesidades individuales y grupales y que están destinadas al autogobierno del sujeto. Sabemos que durante un tiempo el mero hecho de mencionar la palabra disciplina se asociaba a arbitrariedad, exceso, siendo “mal vista” en muchos entornos profesionales. Sin embargo, apostamos por “educar sin complejos”, cuando el contenido de la intervención se mueva en los límites anteriormente recogidos. Si no, el crecimiento de problemas de conducta puede generar un movimiento pendular que lleve a pasar de una época permisiva a una castigadora o arbitraria. Aprovechamos este espacio para poner un punto de reflexión acerca de la necesidad de prevenir este particular.

    La disciplina abarca tres dimensiones:

    • La disciplina preventiva, es decir, una serie de reglas y normas, que no muchas, que resultan claras y conocidas para todos y que establecen lo que está permitido y lo que no, es decir, el contexto en el que se enmarca la relación, y las consecuencias ante el incumplimiento de esas reglas y normas.
    • La disciplina activa, que supone el establecimiento efectivo por parte de las figuras adultas de las sanciones establecidas y conocidas ante el incumplimiento de las normas o reglas.
    • La disciplina resolutiva, es decir, la que garantiza el cumplimiento de la sanción impuesta, sin que haya posibilidad alguna de eludirla.

    Cuando nos encontremos ante fallas en la disciplina, será necesario y determinante por parte del profesional establecer en cuál o en cuáles de estas tres dimensiones se encuentra la dificultad, para así poder intervenir de forma adecuada en las estrategias necesarias para poder paliarla.

  • b) La contención: Éste es un concepto que en ocasiones se asocia en contextos más restrictivos o a dinámicas de aislamiento o reducción física como protocolos de intervención.

    Sin embargo, nosotros nos basamos en otra idea anterior: la de continente/contenido. Se corresponde a la “designación para lo que se considera fundamento de cualquier relación entre dos o más personas, tanto niño y madre, como hombre y mujer, o individuo y sociedad. En el modelo más básico, el bebé proyecta una parte de su psique, especialmente las emociones incontroladas, para que su madre las contenga. Ésta las absorbe, las –traduceen significados específicos y actúa sobre ellas solícitamente. El proceso resulta en la trasformación de las identificaciones proyectivas del bebé en pensamientos con significado” (Teoría de BION; tomado de Moore & Fine, Términos y conceptos psicoanalíticos, 1997: 404; Biblioteca Nueva, Madrid).

  • c) La valoración: En este sentido nos referimos a la capacidad de influir alabando, valorando aquellos comportamientos que deseamos se mantengan o aparezcan en los jóvenes, no en función del comportamiento en sí, sino de lo que representa.

    No es que se premie por una acción bien hecha, sino que se le presenta el objetivo o motivo de forma que el joven, en un primer momento, se sentirá atraído por él y, después, con aquellas indicaciones, y en la medida que vaya madurando, podrá ir analizando esas mismas razones para aceptarlas o rechazarlas de una forma más crítica y madura” (Valdivia, C., Los estilos educativos en la educación familiar; 2003:38-39; Letras de Deusto, Bilbao). Dentro de este concepto, nosotros ahondamos en la vertiente de valorar a la persona y no el comportamiento, es decir, “validar” las expresiones del joven (recordar definición de Linehan). Así, “la validación consiste en reforzar activamente la realidad de las percepciones de los sujetos e identificar las funciones adaptativas que desempeñan sus defensas y comportamientos” (Gunderson & Gabbard; Psicoterapia en los trastornos de personalidad; 2002: 51; Ars Médica, Barcelona).

2.2. Segunda etapa: Vinculación emocional validante

Si las tres fases anteriores se han cubierto satisfactoriamente, el/la joven puede permitirse situar al profesional como una figura de referencia y dotarle de un valor y unas características de las que hasta ese momento estaba desprovisto/a, a semejanza de un guía en que se puede confiar porque es capaz de limitar, sostener y, al mismo tiempo, ver lo que de auténtico hay en la persona y a través del cual obtiene un apoyo que le posibilita el generar nuevos aprendizajes y nuevos patrones de relación desde la seguridad de que lo que ponga en esa relación va a ser debidamente contenido y validado. Así, es común observar jóvenes que tienen un comportamiento adecuado con una persona y que no manifiestan ese mismo comportamiento con otras. De lo que podemos concluir que si un joven puede comportarse bien con una persona, puede hacerlo con las demás si tiene un/a guía.

Esta etapa viene determinada por una única fase:

  • d) La confianza básica: Este tipo de relación es el que va a favorecer que el/la joven pueda permitirse confiar en el/la profesional, sentirse seguro en la relación con el/ella y, de esta forma, introyectar e imitar a la figura del profesional.

Con esa guía o modelo de identificación (diferente de un modelado social), el joven puede internalizar nuevas formas de relación, teniendo en cuenta que “el proceso de internalización consiste en una serie de transformaciones: a) una operación que inicialmente representa una actividad externa se reconstruye y comienza a suceder internamente; b) un proceso interpersonal queda trasformado en otro intrapersonal; c) la trasformación de un proceso intrapersonal es el resultado de una prolongada serie de sucesos evolutivos” (Vygotski. El desarrollo de los procesos psicológicos superiores. 1978: 93-94. Barcelona: Biblioteca de Bolsillo).

Siguiendo a Vigotski, que la zona de desarrollo próximo, como “diferencia entre nivel real de desarrollo determinado por la capacidad de resolver independientemente un problema, y el nivel de desarrollo potencial determinado a través de la resolución de un problema bajo la guía de un adulto o en colaboración de un compañero más capaz” (Ibid. cit, 1979: 133), depende de la capacidad del profesional para generar esa confianza básica a través del proceso de contener y validar al joven en la manifestación de sus conductas violentas o trasgresoras.

2.3.Tercera etapa: Autonomía

Una vez que el/la joven ha internalizado nuevas formas de relación en base a la movilización de su estilo de apego originario hacia un apego seguro con la figura del profesional, y una vez que el/la joven ha tenido experiencias de enfrentarse a los diferentes problemas y situaciones vitales de formas alternativas a las que había generado hasta el momento, entendemos que es el momento de empezar a trabajar su autonomía como punto de partida hacia la separación que inevitablemente se va a producir de la figura del profesional y del contexto en el que se encuentra en este momento.

Esta tercera etapa consta de tres fases:

  • e) La responsabilización: (Habida cuenta del abordaje de la negación de la conducta, de su impacto o de sus consecuencias); lo entendemos como el proceso mediante el cual el joven acepta y asume, no sólo las consecuencias, sino la presencia de un aspecto problemático a resolver, su participación activa en la persistencia del mismo, así como en su superación. El último aspecto hace referencia a la importancia de partir de dicha responsabilización en el momento de un posible cambio del joven, partiendo de sus recursos, de forma que el cambio no suponga una pérdida de identidad.
  • f) Amenaza a la identidad: Tal y como Jeammet suele señalar, uno de los motivos de reincidencia en problemas de conducta violenta es que el cambio propuesto desde la intervención supone una amenaza a la identidad del joven y éste la realiza conductualmente, pero no la asume ni acepta. De hecho, “la dimensión subjetiva es determinante. Esta referencia a la vivencia del sujeto, ya sea la vivencia sentida de lo experimentado o la que dicta su comportamiento, nos servirá de hilo conductor en la investigación del sentido de la violencia y de su lugar en la economía psíquica. Esto nos conduce a formular la hipótesis de que lo vivido refleja como espejo lo que experimenta, sin que sea necesariamente consciente de ello, aquel que actúa con violencia y que la violencia representa una defensa sobre la identidad” (Jeammet, P.: La violencia en la adolescencia: una respuesta ante la amenaza a la identidad; tomado de Cuadernos de Psiquiatría y Psicoterapia del niño y del adolescente; no 33/34; 2002: 61). De este modo, cuando el contexto es menos restrictivo, el joven vuelve a actuar con violencia, partiendo de la hipótesis de que la violencia representa una defensa contra la amenaza a la identidad.

    Así, proponemos una responsabilización y un cambio desde los recursos ya existentes del joven que no supongan una amenaza a su identidad para posibilitar una desistencia, habida cuenta de que “la identidad es el espacio donde el individuo se reconoce a sí mismo y, como tal, es extraordinariamente resistente al cambio” (Juan Luis Linares: Identidad y Narrativa. La terapia familiar en la práctica clínica; 1996:27; Barcelona, Paidós).

  • g) La desistencia: Que “estaría más unida a cambios de ambiente de vida, entre los que tienen un lugar privilegiado la elección de la novia o del cónyuge –que reestructura la existencia y reorienta las relaciones sociales– y la intervención de un trabajador social, de un juez, de una persona externa que logra devolver al joven y a sus padres una parte positiva de la imagen que tienen de sí” (Born &Boet, Delincuencia, desistencia y resiliencia en la adolescencia; tomado de Manciaux, La Resiliencia: resistir y rehacerse; 2003: 143-144; Gedisa, Barcelona). De este modo, entendemos que la intervención con personas con problemas conductuales persigue conseguir la desistencia por parte de las mismas de su estilo de relación en base al establecimiento de la relación con el profesional y su estabilidad emocional, que contribuye a validar contenidos emocionales privados no compartidos.

2.4. Despedida y cierre

Una vez que el joven ha transitado con éxito por las fases y etapas anteriores, o una vez que finaliza el tiempo que tiene establecido el profesional para llevar a cabo su intervención, es necesario establecer entre el profesional y el/la joven un reencuadre y una nueva reformulación de la relación que mantienen entre ambos, de tal forma que el cese de la misma no suponga un retroceso en los avances que se han obtenido hasta ese momento.

Es en esta etapa donde se realiza la fase de:

  • h) La desvinculación: Que permite que el/la joven, desde la base de una experiencia de relación con el/la profesional en base a un apego seguro, pueda separarse de éste sin que ello haya de ser vivido por aquél como una nueva experiencia de abandono o de fracaso relacional, conociendo que, aunque separados, esa figura va estar siempre presente cuando lo necesite, bien de una forma real, si es que el contexto de actuación del profesional lo permite, bien de una forma introyectada, y conociendo también que esa experiencia emocional derivada de la separación puede ser compartida, y no mantenerse en el espacio de lo privado, por la seguridad que tiene de que va a volver a ser contenida y validada por parte del profesional.

    Aun así, se trata de una fase de gran dificultad por cuanto que el/la joven es consciente de haber experimentado con el/la profesional un nuevo tipo de relación en un contexto determinado y que esto no es lo habitual en aquellos contextos de los que procede. De este modo, queremos señalar que la intervención sobre esta realidad trasciende la respuesta desde un único entorno educativo. Desde nuestra experiencia, cuando las respuestas se articulan partiendo exclusivamente de una única vertiente de la red que entra en contacto con la problemática, las intervenciones fracasan o, en el mejor de los escenarios, funcionan en ese espacio, pero no se generalizan a otros.

Por otra parte, la intervención como contención validante:

  • a) Da siempre una respuesta o consecuencia negativa a la conducta problemática, de una manera coherente entre todos los miembros que intervienen con el joven;
  • b) Valida la experiencia privada no compartida, rescatando el sentimiento y lo que de intención positiva pudiera tener dicha conducta inadecuada, valorando lo que ello representa;
  • c) Rescata la parte positiva también a través de los recursos de que ya dispone, de forma que el cambio en la expresión no suponga una renuncia a los contenidos de su identidad, y oferta vías que promuevan y se basen en la progresiva responsabilización del joven;
  • d) Parte de un profesional que actúa como referente, que contiene las conductas inapropiadas y las traduce (rescatando lo que de sentimiento positivo tienen y dando una consecuencia proporcional a la conducta), que responsabiliza al joven desde su responsabilidad y que mantiene un equilibrio en la intervención aunque ésta sea violenta. O lo que es lo mismo, interviene sobre la inestabilidad emocional del joven, desde su propia estabilidad;
  • e) La validación no parte sólo de la detección del contenido de la expresión emocional no compartida. Sino que también esta última puede crearse como una nueva narrativa en el seno de la relación del joven con el profesional, hacia la que desarrolla un apego seguro, habida cuenta de las características contenedoras de la misma. Dicha narrativa supone una “traducción” de los contenidos incontrolados, proyectados en la relación; dicha validación, nuevamente, parte de una disposición psíquica del profesional que resulta contenedora, para crear una narración que recoja la emoción no compartida y para expresarla adecuadamente. Así, desde la zona de desarrollo próximo, el profesional demuestra y valida al educando no sólo lo que hace, sino lo que puede llegar a hacer. Es decir, el profesional imagina que el joven puede hacerlo; el joven mediante la internalización de la dinámica interpersonal establecida, imagina que él puede hacerlo; el joven lo hace sucesivamente o en otras palabras y sólo quizá otro sentido, realizar “el menor gesto significativo que venga a decir: tú existes en mi consideración y lo que tú haces es importante para mí” (Cyrulnik, B: El murmullo de los fantasmas. Barcelona. Gedisa Editorial. 2003: 100).

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