Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente

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Hiperactividad y trastornos de la personalidad II: sobre la personalidad límite

PDF: lasa-hiperactividad-trastornos-personalidad2.pdf | Revista: 34-35 | Año: 2003

Entre ambas pueden observarse, entre otras, varias posiciones o movimientos intermedios diferentes. Los que hemos observado con más evidencia son:

  • Movimientos hacia la organización de rasgos de personalidad narcisista, cuya característica esencial es la hipersensibilidad a la atención, aprecio y admiración por parte de los demás (para confirmar una imagen idealizada y a veces exageradamente grandiosa de sí mismo). Necesidad que paradójicamente es simultáneamente negada y camuflada con actitudes de arrogancia, indiferencia y desprecio (para confirmar su siempre insegura superioridad rebajando con autosuficiencia a los demás). La consecuencia de este peculiar funcionamiento es la permanente insatisfación e inestabilidad en sus relaciones con sus iguales, que sólo son soportables para el niño narcisista en tanto que le adulan o aceptan sus exigencias. Posición que impide a estos niños tolerar el tener que someterse a la reglas que cualquier juego o relación de amistad imponen (reconocimiento de jerarquias, aceptación de roles secundarios, soportar la mayor habilidad de otros, sacrificar el interés propio al deseo del amigo, preferir al amigo con sus flaquezas que sacrificarlo por cualquier recién venido “superior”, saber guardar un secreto a pesar del “beneficio” de revelarlo, etc.) y que constituyen las más importantes adquisiciones que caracterizan el periodo de latencia. Su incapacidad para hacerse amigos fieles y para participar en juegos compartidos se convierte a su vez en motivo de insatisfacción narcisista fácilmente proyectada, exculpatoriamente, en los demás: “me rechazan, me tienen manía” o “no me comprenden”, “no me interesan sus juegos”. Mencionadas estas incapacidades, conviene también señalar que los rasgos narcisistas suponen también un progreso beneficioso porque, al dar acceso a un cierto estilo de relación (marcada por la “indiferencia emocional”, la “autonomía distante”, y algunos otros mecanismos con los que tratan de mantenerse en relación, siempre que no se cuestione su inseguridad y sufrimiento) permiten progresivamente y en los casos en que se mantiene prolongadamente una contexto relacional favorable, elaborar la necesidad de reconocimiento recíproco con el otro y la entrada en la tolerancia (“todos tenemos necesidades y defectos”) y en la ambivalencia (“puedo odiar y necesitar a la misma persona, puedo ser insoportable y agradable con los demás y, por eso, puedo ser odiado y apreciado”).
  • Cuando se mezclan elementos depresivos (desvalorización o “baja autoestima”, sentimientos de incapacidad y de ser rechazado por sus insuficiencias, experiencias repetidas de fracaso) con elementos defensivos paranoides (“nadie me ayuda, todos me critican”) se produce una peculiar y frecuente situación que propongo denominar “victimismo”. Se trata de situaciones que no conviene banalizar, por estar muy “enredadas” y ser muy difíciles de movilizar. Suele confluir una particular sintonía, por no decir una fusión indeferenciada, entre la visión del niño y la del entorno familiar, que también acumula experiencias, reales y subjetivas, de fracaso personal y social (enfermedad, paro, carencias económicas y afectivas etc). El resultado es una cerrazón familiar compartida, con una desconfianza masiva hacia cualquier propuesta “que venga de fuera”, que refuerza mecanismos de dependencia arcaica y muy infantil entre los miembros de la familia, que “hacen piña” y “se protegen” contra cualquier “intrusión” de “desconocidos” (se trate de profesores, trabajadores sociales, terapeutas o simplemente vecinos). Nos ha llamado la atención la frecuencia con que se descubre que esta posición victimista compartida subyace bajo situaciones difíciles de entender: fobias escolares y absentismos muy prolongados; situaciones de aislamiento, rechazo y por tanto fracaso de cualquier propuesta de ayuda; eternización de situaciones de pasividad e inactividad “sub-depresivas”, tendencia a la obtención permanente de rentas de invalidez y reconocimientos de incapacidad, etc.
  • Cuando lo que predomina es la búsqueda de cierto equilibrio personal basado en protegerse del peligro que suponen los demás, erigidos como amenazantes e incluso como perseguidores activos, asistimos a una fácil transformación del victimismo en movimientos calificables de paranoides. No siempre se convierten en rasgos estables, sino que con frecuencia son períodos transitorios. Hay que tener en cuenta que, aunque puede basarse en proyecciones subjetivas que deforman la realidad, en particular en un lugar como un centro de día en donde la agresión y la amenaza está al orden del día, puede ser un mecanismo “de supervivencia” que supone cierta “previsión protectora” ante la hostilidad ambiente (que hace recordar el concepto de “sana paranoia anticipatoria”… que O. Kernberg atribuye ¡a los líderes con buen olfato institucional!). Para no exagerar este eventual significado positivo de estos movimientos paranoides, conviene matizar que hay dos situaciones frecuentes en las que sí nos parecen positivos. Una, cuando suponen una manera de salir de aislamientos psicóticos en los que cualquier contacto o aproximación eran imposibles previamente, y otra, cuando suponen una especie de focalización (calificable de pre-fóbica) que permite moverse con más soltura y seguridad en un entorno compartido. Precisamente porque las situaciones o personas que “absorben” todo el peligro pueden ser mantenidas a distancia y basta evitar su aproximación para recuperar cierta tranquilidad y estabilidad. Se pueden así permitir incluso el establecer relaciones estables con “protectores”, que acuden en su ayuda cuando el amenzador-perseguidor se aproxima o amenaza con hacerlo. En cambio otras posibilidades más inquietantes son: una, que las tendencias proyectivas paranoides se extiendan y conviertan en actitud generalizada y permanente, dando lugar a la consolidación de una personalidad paranoide en sentido estricto; y otra, que se sobrecargue de tendencias agresivas y destructivas activas, y el “atacar preventivamente” a cualquier enemigo siempre al acecho se convierte en un rasgo estable, “egosintónico” y prepotente que va configurando una personalidad “vengativa” (“se va a enterar antes de tocarme”) y, sobre todo, si encuentra estímulos y síntonias grupales, psicopática.

Evidentemente, junto a los parámetros clínicos predominantes en lo anteriormente esquematizado, si se busca una visión dinámica y global de la estructuración de la personalidad, otros elementos clínicos complementarios son también esenciales para una evaluación clínica y terapéutica correcta, que permita articular aspectos metapsicológicos teóricos con la comprensión de evidencias conductuales y de actitudes observables por cualquier profesional en contacto con estos niños:

  • Variaciones del criterio de realidad: oscilante, distorsionado, inexistente, instalación permanente o duradera en una neo-realidad delirante, que con más frecuencia tiene carácter pasajero en forma de “ramalazos” delirantes (que unidos a la exteriorización y evacuación de sentimientos y fantasías intensamente amenazantes pueden completar una apariencia “alucinatoria”).
  • Tipos y evolución de fantasías: con predominio libidinal (de cuidados, protección y reparación, que se traducen en juegos y dibujos en la aparición de médicos, bomberos y otros cuidadores…) o por el contrario predominio agresivo-destructivo (agresión brutal, muerte y destrucción, catástrofes y cataclismos…) y todas las intrincaciones intermedias entre ambas: escenas de devoración y oralidad sea peligrosa (caníbales, tiburones y monstruos devorantesa; aspiración despedazante y mutuamente amenazante), o sea de incorporación y regeneración (embarazos y otras inclusiones, rellenos y expulsiones sorprendentes); fantasías depresivas (abandonos, pérdidas y reencuentros; reparaciones heróicas o imposibles; muertes lamentables y resurrecciones milagrosas); melancólicas (ruina y miseria, desesperanza irreparable); maníacas (hazañas espectaculares; identificaciones con superhéroes benignos, malignos o ambas cosas a la vez).
  • Medio utilizado para expresarlas: actuadas explosivamente, incorporadas en determinadas actitudes (identificación con roles agresivos u omnipotentes), representadas en juego de roles, simbolizadas a través del juego o del dibujo, verbalizadas (en forma brusca y evacuativa o en forma modulada y comunicativa).
  • Imagen de sí mismo y de los demás más o menos escindidas o integradas: por ejemplo idealizaciones positivas o negativas que distorsionan la percepción de sí mismo y del otro: atribuciones de poderes mágicos o exgerados, “construcción” imaginaria de perseguidores amenazantes; o, por el contrario, reconocimiento de cualidades y limitaciones propias y ajenas.
  • Modo de expresión de afectos y sentimientos: evacuación incontrolable con o sin reconocimiento posterior (actings, “intolerancia a la frustración), canalización a través de diferentes medios (lúdicos, juego de roles, dibujo, relato verbal), capacidad de reconocer (“a posteriori”, en otros o en sí mismo) vivencias emocionales.
  • Establecimiento y evolución de relaciones: con iguales, familia, maestros, terapeutas (consideración de sus intervenciones, aceptación de comentarios, enseñanzas, interpretaciones etc). Transformación de sentimientos y afectos (de paranoides, a depresivos y a ambivalentes).

Los habituados a la formación y a la práctica psicoterapéutica conocen la correlación de todo lo descrito con el predominio y evolución de ciertos mecanismos de defensa y con
el establecimiento y modificación de aspectos transferenciales, pero no hay que cansarse de insistir en que las intervenciones terapéuticas con estos niños necesitan ser plurales y que la traducción de lo metapsicológico a un lenguaje más “interprofesional” es imprescindible.

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