Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente

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Lo clínico y lo social: dos lecturas ¿complementarias?

PDF: galan-lo-clinico-lo-social.pdf | Revista: 47 | Año: 2009

Galán Rodríguez, Antonio
Doctor en Psicología. Psicólogo Clínico. Técnico del Servicio de Protección de Menores de la Junta de Extremadura.
Servicio de Protección de Menores. Dirección General de Infancia y Familias. Avda. Reina Sofía, s/n. Mérida 06800
Rosa Vallejo, Sonia
Psicólogo Clínico. Técnico del Servicio de Protección de Menores de la Junta de Extremadura.
Serrano Serrano, José
Psicólogo. Técnico del Servicio Social de Base de Olivenza (Badajoz). Profesor asociado de la Universidad de Extremadura.

Comunicación Libre Premiada, presentada en el XXI Congreso Nacional de la Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente (SEPYPNA) que bajo el título “Períodos de transición en el desarrollo e intervenciones psicoterapéuticas” tuvo lugar en Almagro del 17 al 18 de octubre de 2008.

RESUMEN: En el presente artículo, la descripción de un caso abordado desde equipos de Salud Mental y de Protección de Menores ilustra la frecuente desconexión entre profesionales de distintos ámbitos de atención a la infancia; analizamos especialmente las situaciones donde la relación parento-filial puede ser valorada como patológica y/o como maltratante. La confluencia de las perspectivas clínica y social sobre una misma realidad se sustenta en cambios sociales (las nuevas demandas a los servicios de protección a la infancia) y técnicos. En relación a estos últimos, sostenemos la necesidad de utilizar un enfoque relacional en el abordaje de la desprotección infantil (el maltrato en función de las competencias parentales, como experiencias que interfieren en la construcción de los vínculos, y como fenómeno que surge en un contexto relacional familiar). Además, revisamos cambios epistemológicos que permiten una integración de ambas perspectivas y algunas propuestas operativas de trabajo conjunto. Finalmente, planteamos algunas de estas ideas en el ámbito de los trastornos del comportamiento en la adolescencia, tomando como elemento clave el carácter de transición evolutiva de ese momento vital.
Palabras clave: Maltrato. Relación parento-filial. Adolescencia.

1. INTRODUCCIÓN: PROFESIONALES QUE SE DAN LA ESPALDA

El caso de Cristóbal ha seguido un doble camino dentro de los servicios asistenciales. Al primero de los recorridos podemos denominarle clínico o sanitario, parte del cual conocemos a través de informes emitidos por sus facultativos de referencia. El menor fue atendido en un Equipo de Salud Mental a los siete años debido a los problemas de comportamiento que presentaba; la psiquiatra valoró al niño, prescribió metilfenidato y estableció un seguimiento del caso. Dos años después, el facultativo emitió un diagnóstico de “trastorno negativista desafiante” y prescribió un tratamiento farmacológico con risperidona y sertralina. Cuando Cristóbal tenía 10 años, la psiquiatra se reafirmó en su valoración anterior; informó además de que el tratamiento farmacológico no tenía gran efecto, y estimó que el contexto familiar perpetuaba la psicopatología por las dificultades de contención de la madre. Un año después, se realizó una derivación al Equipo de Salud Mental Infanto-juvenil de referencia, donde se diagnosticó un trastorno de conducta (Eje I) y Problemas relativos al grupo primario de apoyo (Eje V); se mantuvo el tratamiento con risperidona y se señaló que el comportamiento del menor estaba infl uenciado por el ambiente familiar.

En la última época de este recorrido se inició de forma independiente otro al que podemos denominar “social”. La preocupación del Colegio en torno al comportamiento del menor y la actitud materna, implicaron una derivación del caso a los Servicios Sociales de Base. Los profesionales de este dispositivo realizaron un estudio de la situación familiar y durante este proceso identificaron prácticas negativas de crianza en la madre; a su vez, ésta manifestó su deseo de que alguna institución se hiciese cargo del cuidado de Cristóbal. Tras realizar esta investigación, los Servicios Sociales de Base realizaron una notificación formal del caso a los Servicios de Protección de Menores, con lo que solicitaban un estudio especializado de desprotección. Los técnicos del Servicio de Protección de Menores instruyeron el correspondiente expediente, y esto les permitió constatar la existencia de serias anomalías en la relación madre-hijo y advertir del grave peligro que ésta conllevaba para el menor; por otra parte, la madre se reafirmó en la petición señalada anteriormente y solicitó formalmente que la Administración que asumiera la guarda de Cristóbal.

Estamos ante dos recorridos asistenciales en relación a un mismo menor. En ambos casos tenemos a un niño que presenta graves problemas de conducta y una relación parentofilial anómala. Ahora bien, el hecho de que se ponga en funcionamiento uno u otro de los abordajes institucionales, tendrá consecuencias muy diferentes para el menor. De una forma esquemática, en el primero de los recorridos el problema es definido como sanitario (trastorno, patología, enfermedad), se analizan los vínculos parento-filiales en términos clínicos (sanos o patológicos) y se busca el tratamiento (farmacológico o psicoterapéutico) más indicado para eliminar el síntoma por el que se consulta (la conducta disruptiva del menor). En el segundo, el problema es conceptuado en términos administrativos (riesgo, desprotección), se analizan la relaciones madrehijo en términos psicosociales (normales o maltratantes), y se intenta determinar si es posible conservar el núcleo familiar (preservación versus guarda administrativa o tutela).

La existencia de estos dos recorridos nos confronta con la necesidad de responder a algunas cuestiones. ¿Son enfoques antagónicos? En ese caso, ¿cuál resultaría el más indicado para el menor? Y si fueran conciliables, ¿cuál sería la forma de hacerlos compatibles? A un nivel más concreto nos preguntaríamos: ¿en qué momento una relación patológica madre-hijo pasa a convertirse en un problema de desprotección?; ¿desde qué posicionamiento responder a las conductas parentales perjudiciales para un niño? Y llegados a ese punto, ¿cómo puede compaginarse esta doble visión del caso, clínica y social?; y ¿es posible una formulación conjunta del caso desde dos instituciones con marcos conceptuales, técnicos y administrativos tan diferentes?

Precisamente acerca de estas preguntas queremos plantear algunas reflexiones. La tesis de partida es que algunos niños suponen un problema clínico y social al mismo tiempo, pero que la ausencia de una visión compartida del caso desemboca en un abordaje parcial y limitado de su realidad.

2. LOS DATOS

Dos de los autores de esta comunicación trabajamos en un equipo de valoración del Sistema de Protección de nuestra región. Cubre un ámbito territorial donde la población infantojuvenil (sobre datos estimados de pirámide poblacional) es de unos 75.000 menores. La forma en que una notificación de posible desprotección llega al equipo es diversa. La vía más habitual es que los Servicios Sociales hayan identifi cado una situación comprometida para un menor, y que realicen la correspondiente derivación. Pero esa misma vía puede (y debe) ser utilizada por cualquier otro profesional de la red de atención a la infancia (educadores, sanitarios…). Una vez recibida la notificación, comienza un trabajo de valoración especializada de la situación familiar, cuyo objetivo es determinar si los padres están colocando a su hijo en una situación de grave riesgo o desprotección.

La realidad de este Equipo es que no se realizan notifi caciones desde el ámbito de la Salud Mental. Por ejemplo, entre los años 2005 y 2007 se abrieron 135 expedientes de protección. Ninguno de ellos partió de una notificación realizada desde un Equipo de Salud Mental. Es decir, con frecuencia los servicios educativos, sociales, policiales, o de salud general identificaron situaciones en las que consideraron necesaria una investigación de este tipo, mientras que en los de Salud Mental no se despertó una inquietud similar. Abundando en esta idea debemos señalar que el grupo de menores en situación de riesgo/desprotección no permanece ajeno al ámbito de la Salud Mental. En efecto, es frecuente que, al realizar un estudio del caso derivado por una determinada institución, lleguemos a saber que existe un largo recorrido de atención al menor dentro de equipos de Salud Mental. La cuestión que se plantea nuevamente es: ¿por qué otros profesionales han considerado que pudiera ser necesario una valoración desde el ámbito de la Protección a la Infancia mientras que en Salud Mental no lo han estimado así?

Lo que acabamos de presentar describe una situación muy concreta, dentro de un marco geográfico delimitado; resulta evidente que esto no es algo generalizado, puesto que en muchos lugares existen propuestas de integración entre los servicios de atención a la infancia (véase por ejemplo Delgado, Martorell y Pi, 2004; Díaz, Casado, García, Ruiz y Esteban, 2000). No obstante, esa fragmentación institucional que hemos descrito tampoco es inusual.

Estos fenómenos nos están indicando que existe una falta de encuentro entre dos sistemas de atención a la infancia. Muy posiblemente esto responde a cuestiones de muy distinto tipo, desde el desconocimiento de la red de protección, hasta los obstáculos jurídicos, profesionales e institucionales que difi cultan la comunicación entre organismos diferentes. No obstante, vamos a centrarnos en uno de esos impedimentos, en cuanto que tiene implicaciones relevantes para entender la experiencia familiar del maltrato. En concreto, ¿cómo posicionarse ante las relaciones parento-filiales que resultan dañinas para el hijo?

3. UN FENÓMENO, DOS VISIONES

Pretendemos aquí dirigir nuestra atención sobre la forma en que entendemos las conductas parentales y cómo actuamos ante ellas. Cuando aparece un maltrato físico o una notoria negligencia en el cuidado de un menor, existe un acuerdo generalizado en que se hace necesaria la intervención de las instancias judiciales o de protección a la infancia. Las dudas surgen cuando se trata de relaciones parento-filiales claramente anómalas, sin que existan golpes o graves carencias materiales. En estos casos, lo que el clínico relacional analiza como psicopatologizador, es factible de ser observado como maltratador; y viceversa. De esta manera, es posible que profesionales de dos ámbitos muy diferentes analicen un mismo fenómeno (y a veces incluso con las mismas herramientas conceptuales y técnicas) y lleguen a conclusiones desconectadas entre sí, y consecuentemente propongan actuaciones que pueden ser divergentes; como en el caso de Cristóbal… Cada profesional parte de un marco de referencia propio y hace uso de los instrumentos técnicos y legales que les son propios.
Asistimos por tanto a la convergencia de profesionales de dos ámbitos muy diferentes en un mismo objeto de análisis: la relación parento-filial. Desde organizaciones, encargos institucionales, y tradiciones académicas diferentes, pero sobre un mismo objetivo… y a veces sobre un mismo niño o adolescente. Pero esta confluencia es también el producto de avances en cada uno de estos ámbitos profesionales. ¿Qué es lo que ha ocurrido en el ámbito de los Servicios de Protección a la Infancia para que se produzca este desplazamiento del interés hacia lo relacional? Podemos identificar dos, de índole muy diferente, uno social y otro al que podríamos denominar “académico”.

  1. Desde un punto de vista histórico, los servicios de protección a la infancia recogen el legado de dos tradiciones en la atención a los niños y adolescentes. Por un lado, la beneficiencia tradicional, como recurso de atención a los desfavorecidos. Por otro lado, las acciones judiciales destinadas a proteger al menor frente a los abusos de los adultos (mezclando a veces esta función con la de sancionar al joven delincuente). Cuando ambos entornos institucionales confluyeron en los sistemas de protección actuales, éstos recibieron como encargo la atención a dos situaciones bien delimitadas: las formas graves de maltrato físico y de negligencia; a estos casos se les podría añadir un tercero de carácter algo indefinido: el control y la reeducación del menor delincuente. Desde esta perspectiva, la derivación de un caso a los servicios de protección a la infancia resultaba procedente cuando existía un daño físico constatable, o indicadores claros de negligencia en su cuidado. No obstante, en los últimos años se han producido cambios sociales que han complicado este panorama. En efecto, actualmente estamos recibiendo un encargo institucional especialmente difícil de manejar: exigir a los padres unos estándares de calidad en el cuidado de sus hijos. El progresivo reconocimiento social de los derechos de la infancia está llevando a la convicción de que la sociedad puede exigir a los progenitores unas formas óptimas de cuidado sobre sus hijos; ya no sólo se trataría de prohibirles golpear con brutalidad a los niños o descuidarles gravemente; ahora también se entiende que es legítimo obligarle a tratar a su hijo con cariño, consideración y respeto, de una forma en que se potencie su desarrollo personal. Y esa convicción a nivel social se traduce en una petición a las instituciones para que sean garantes de ello. Sólo así se explica cómo los ciudadanos y los profesionales se dirigen con tanta frecuencia a las instituciones a las que atribuyen un poder coercitivo (sobre todo la Justicia y los Servicios de Protección de Menores) para demandar una intervención en realidades familiares que ellos perciben como anómalas. Esto obliga a fiscalizar las relaciones padres-hijos incluso en ausencia de daño físico o cuidado negligente en lo material. Posiblemente aún no se haya planteado un debate a la altura de este enorme reto, y en relación a todos los aspectos implicados (éticos, técnicos, conceptuales, jurídicos…). Algunos profesionales de los servicios de protección a la infancia lo han asumido como un encargo social al que hay que responder. Otros estiman que es improcedente y piden limitar su actuación a las formas graves de maltrato físico o negligencia (Martín Hernández, 2005). Finalmente, algunos buscan soluciones intermedias, tratando de definirse en medio de una situación confusa, en la que se hace necesario replantearse conceptos, técnicas y procedimientos administrativos. De este debate, nosotros querríamos llamar la atención sobre dos aspectos: a) ampliar el encargo que deposita en nosotros la sociedad puede hacer necesario determinar cuáles son los límites con otras instituciones, por ejemplo Salud Mental; b) esa ampliación del ámbito de intervención no puede hacerse limitándose a los instrumentos tradicionales de evaluación e intervención. En estos dos puntos se encuentran los ejes de esta comunicación: la necesidad de establecer un diálogo con los profesionales de Salud Mental, y nuestra propuesta de enfatizar los aspectos relacionales y vinculares del desarrollo humano.
  2. Dentro de la tradición asistencial y judicial en el ámbito de la protección a la infancia existen aspectos muy valiosos que deben ser valorados y conservados; entre otras razones, porque han permitido grandes avances en la protección de los niños y adolescentes. No obstante, la forma de entender al ser humano y a la familia que subyace a esas prácticas puede ser muy limitante a la hora de abordar algunas situaciones. Y es aquí donde el énfasis en lo relacional y vincular puede suponer importantes aportaciones a la hora de enriquecer nuestro trabajo. Es bien sabido que existen formas de entender la clínica y el trabajo de protección a la infancia, donde los aspectos relacionales son minusvalorados, mientras se presta atención a otros elementos. En cambio, otros profesionales entienden que es imposible una intervención ajustada y respetuosa sin tomar en consideración esos elementos interactivos que confi guran la vida del niño. En el contexto de este Congreso es sobradamente conocida la forma en que lo relacional ocupa un lugar privilegiado en el ámbito de la salud mental infantojuvenil, pero quizá exista un mayor desconocimiento en torno a cómo algunos profesionales de los servicios de protección a la infancia enfatizan esta dimensión de la conducta humana. A esto dedicaremos el siguiente apartado.

4. LO RELACIONAL EN EL ÁMBITO DE LA PROTECCIÓN A LA INFANCIA

A la hora de entender el maltrato a la infancia, existe una larga tradición de focalizar la atención en los indicios observables, desde una orientación que podríamos denominar policial (a la hora de observar al maltratador) y forense (a la hora de estudiar a la víctima). De esta manera, se buscan indicios observables de conducta maltratante (escenas de violencia, condiciones materiales de la vivienda, estilo marginal de vida…) o de los efectos de ésta en el niño (señales físicas de golpes, signos de desnutrición, niveles de absentismo escolar…). Una vez identificados estos indicios se puede aplicar una medida sancionadora sobre el maltratador y/o de separación respecto a la víctima. Este esquema tiene indudables aspectos positivos en cuanto a la protección del niño, especialmente en los casos más dramáticos. Ahora bien, no conviene convertirlo en un discurso único, entre otras razones porque se enfrenta a situaciones de difícil manejo, como las siguientes:

  • A pesar del castigo y de la separación, los lazos padreshijos persisten; desde una visión simplista de “verdugo versus víctima”, cuesta entender que tras la separación forzada del menor frecuentemente persista un intenso deseo del niño de reunirse con los progenitores.
  • Los casos en que pueden identificarse esas “pruebas” de maltrato grave podrían ser la punta del iceberg de un masa de situaciones silenciosas de maltrato de los padres sobre los hijos. Aparte de los casos en donde no existen testigos de la violencia/negligencia, debemos tener en cuenta que existen formas graves de dañar el desarrollo de un niño sin que haya agresiones o descuidos en el cuidado material.
  • Desde la concepción tradicional del maltrato es difícil delimitar una de sus formas más conocidas: el maltrato psíquico o emocional. Dentro de un marco conceptual donde se buscan indicadores objetivables, resulta difícil identificar muchos de los elementos relacionales que configuraría la experiencia de maltrato psíquico (la falta de respuesta a una demanda afectiva, la proyección sobre el hijo de contenidos emocionales perturbadores, una inversión de roles parento-filiales…) y más aún determinar cuándo una anomalía en este sentido puede ser considerada “maltrato”. Quizá sea por ello por lo que frecuentemente se acabe hablando del maltrato psíquico como una forma verbal de abuso (Linares, 2006). ¿Por qué se plantean estas dificultades? En las otras formas de maltrato (negligencia, maltrato físico, abuso sexual) existe un elemento que claramente lo define (el golpe, la carencia material, la conducta sexual inapropiada), y el reto que se plantea al profesional es de carácter forense: encontrar sus manifestaciones. En realidad, en todos estos casos existe una relación alterada y dañina para el niño, que se manifiesta a través de algún emergente (por ejemplo, la agresión). Hablaríamos de maltrato psíquico cuando aparece ese elemento relacional en solitario. Por ello, prestar atención al maltrato psíquico nos obliga a apelar a conceptos y herramientas técnicas orientadas a los aspectos relacionales de la vida familiar.

Estas tres observaciones apuntan directamente a la importancia de los vínculos, entendidos éstos como la vivencia interna de la relación parento-filial. Porque son éstos lo que no se rompen con la separación; más bien tienden a permanecer siempre presentes, a veces de una forma torturante aunque invisible para gran parte del entorno; son los vínculos que se establecen (en su carácter patológico, débil o tóxico) los que pueden hipotecar seriamente la vida de un ser humano sin que en ningún momento exista un golpe o una desatención material; y porque las lesiones o las carencias no son sino emergentes visibles de formas muy dañadas de relación.

Orientar nuestro foco de atención a los aspectos relacionales e intersubjetivos nos ha permitido entender mucho mejor la experiencia del maltrato, enriqueciendo nuestro análisis de la realidad a la que nos enfrentamos. Con ello, además, hemos podido sintonizar con importantes contribuciones a este ámbito, y que presentan un carácter más comprehensivo de la realidad personal y familiar que subyace a la experiencia maltratante (Barudy, 1998; Linares, 2002).

Al avanzar en este cambio conceptual nos encontramos muy próximos a algunas formas de concebir la infancia y la familia habituales en enfoques relacionales de la psicopatología. Lo que deseamos mostrar aquí es cómo hemos llegado de una forma coherente a unos planteamientos que son muy cercanos a cierta manera de trabajar en lo clínico. A partir de aquí, podremos definir mejor las relaciones entre los dos sistemas de atención a la infancia que estamos considerando en nuestra exposición.

5. BASES CONCEPTUALES DE UNA VISIÓN RELACIONAL DEL MALTRATO

En nuestra búsqueda de un marco que nos permita hacer construcciones útiles de estas realidades, atendemos a tres líneas de referencia: el maltrato como un resultado de incompetencias en la parentalidad, como experiencias que interfi eren en la construcción de los vínculos, y como el producto de un contexto relacional familiar.

  1. Entender el maltrato en función de las competencias parentales, implica abordarlo como la parte complementaria a las necesidades del niño; es decir, que se defi ne el maltrato a partir de un (des)encuentro entre las necesidades del niño y las competencias de los cuidadores.

    La primera parte de este binomio necesidad-competencia nos acerca al tema de este Congreso, porque nos sitúa claramente ante la evolución del niño en crecimiento. En este sentido, consideramos de especial relevancia un fenómeno muy importante en el desarrollo: el hecho de que muchas funciones autónomas han sido previamente heterónomas; y por ello, una buena crianza supone ir aportando al niño aquello que necesita en cada momento evolutivo para que él pueda adquirir autonomía en ese ámbito de funcionamiento. Un niño aprende a comer porque ha sido alimentado; aprende a cuidar porque ha sido cuidado; aprender a amar porque ha sido amado; desarrolla una imagen integrada de sí mismo porque ha recibido una mirada integradora de su cuidador; puede regular su agresividad porque ésta ha sido previamente contenida de forma adecuada desde el exterior. Y un largo etcétera.

    Y como parte complementaria a esas necesidades infantiles aparecen las competencias de sus cuidadores para satisfacerlas. Dentro del ámbito de la protección a la infancia han sido numerosos los modelos de trabajo basados en el acercamiento a las capacidades de los padres. Muchas de ellas tienen una gran utilidad para desarrollar un trabajo muy necesario en algunas familias maltratantes: la intervención educativa y psicoeducativa. En efecto, en algunos programas se deja un gran espacio a la enseñanza de habilidades de las que los progenitores carecen, desde las más instrumentales (limpiar la casa, cambiar el pañal de un niño) hasta las más relacionales (negociar con un adolescente, comunicarse con la pareja) (Gracia y Musitu, 1999; Navarro, Musitu y Herrero, 2007).

    No obstante, limitarse a interpretar las disfunciones parentales como un déficit de conocimientos y habilidades de crianza, puede ser una forma muy restrictiva de entender una experiencia profundamente engarzada en la interioridad del individuo. Por ello, nosotros ampliamos esa visión anterior con otra que recoge los aspectos más afectivos, interactivos, fantasmáticos y relacionales del ser padre/madre; para ello nos apoyamos en las aportaciones de autores como Jorge Luis Tizón (p.e. en Tizón y Fuster, 2005) o Emilce Dio Bleichmar (p.e. en Bleichmar, 2005). Así, esta última sistematiza las competencias necesarias para ejercer la parentalidad de la siguiente manera:

    • Capacidad para ayudar al niño en su regulación emocional: regular los estados fisiológicos y la ansiedad, proporcionar momentos de distensión, reconocer, respetar y entonar estados emocionales displacenteros sin reprimirlos, negociar en momentos de conflicto, tolerar la culpa.
    • Capacidad para cuidar: hacerse cargo del mantenimiento de la vida detectando los riesgos para la integridad física, ser consciente de enfermedades físicas o trastornos psicológicos manifiestos, estar siempre en la zona de anticipación de las necesidades.
    • Capacidad para establecer un vínculo de apego: estar disponible y comprometido en los cuidados, disfrutar en el contacto, proporcionar un estado de confianza y protección, contactar a nivel intersubjetivo, equilibrar protección, estimulación de la independencia emocional y autonomía instrumental, pedir ayuda y confiar en otros, permitir relaciones del niño con figuras sustitutivas de apego.
    • Capacidad para permitir el desarrollo de la sensualidad/ sexualidad: sentir y no temer el placer en el contacto corporal y en la higiene de los genitales, reconocer la excitación sexual sin sobre-estimular ni inhibir sus manifestaciones.
    • Capacidad para reforzar la estima y un narcisismo sano: regular la estima del niño, valorar los esfuerzos, transmitir orgullo y admiración, compartir actividades lúdicas, estimular la vitalidad de los deseos, poner límites a conductas disruptivas o demandas exageradas sin sentirse culpable, tolerar y encausar la rivalidad edípica.

    Con esta forma de entender las capacidades parentales es más difícil disponer de definiciones operativas, centradas en conductas, que en el caso de los modelos educativos. Pero apostamos por añadir esta forma de abordaje porque supone un aporte importante. En caso contrario, corremos el riesgo de entender la parentalidad como un conjunto de habilidades más que como una experiencia interpersonal; de otra manera, pudiera ser que nos limitáramos a entender el ser padre o madre como eficacia instrumental del comportamiento, y a fi jarnos en las características objetivables del entorno más que en los sutiles inconvenientes de una relación padre-hijo (Colapinto, 1995). Además, esta forma de entender las competencias nos conecta con fecundas líneas de investigación sobre los aspectos relacionales de la crianza. Realizando una selección muy centrada en nuestras necesidades profesionales, señalaríamos las aportaciones de autores como Heinz Kohut, Daniel N. Stern y los teóricos del apego.

    De Kohut (2001) recogemos la importancia de la imagen de sí mismo, y de cómo ésta se construye en la relación. Ha sido la constatación de que la experiencia de maltrato puede dejar tras de sí serios déficits narcisistas, lo que ha dirigido nuestra atención hacia este autor. Coincidimos con él en que el niño construye su imagen de sí mismo a partir de un adulto, quien debe dirigirle una mirada de aceptación y admiración (especularización) y ofrecerse además como el soporte de una idealización en la que el hijo pueda incluirse. El resultado fi nal deberá ser un sí-mismo coherente y consistente, que se sienta agente de sus acciones, enmarcado en una unidad corporal, y adecuadamente delimitado (Dio Bleichmar, 2005).

    Entre los autores que consideran la intersubjetividad como el paradigma del origen y estructuración del psiquismo, consideramos como especialmente relevante a Stern (1997), al enfatizar la importancia de las modelos de estar-con. Estimamos que gran parte de las experiencias formativas de nuestra vida ocurren en un contexto interaccional y en un momento en que el lenguaje no es accesible para estructurar las experiencias. Esas primeras vivencias preverbales e interactivas tendrán un valor determinante en la forma en que nos relacionamos con nosotros mismos y con los demás.

    De los teóricos del apego, vamos más allá de los aportes iniciales por parte de Bowlby (1998a, 1998b, 2004), para incluir las aportaciones más recientes, en las que se presta atención a la construcción de la intersubjetividad, el aprendizaje de la regulación de los afectos, o las influencias de la crianza en contextos de riesgo social (Fonagy, 2004; Marrone, 2001; Lyons-Ruth, 2003).

    Por tanto, esta forma de entender el maltrato nos permite acercarnos a ámbitos conceptuales de interés (apego, psicopatología evolutiva…) y nos conecta con importantes corrientes de investigación acerca del desarrollo infantil y la relación entre la figura parental y el niño.

  2. El maltrato como experiencias que interfieren en la construcción de los vínculos.
    Procedente de una familia marginal, Juani comenzó su recorrido de institucionalización con cuatro años de edad. La madre era muy conocida en su ciudad de residencia; con unos vestidos sucios y malolientes, ejercía de forma regular la mendicidad, mientras la mayoría de sus hijos permanecía en centros de acogida. A lo largo de los años los contactos de Juani con su madre fueron escasos, limitados a visitas esporádicas de ésta al centro donde vivía su hija. Al cumplir la mayoría de edad, y tras realizar un curso de capacitación profesional y conseguir un trabajo, Juani abandonó el sistema de protección. Tras un intento fallido de vivir con un familiar, retornó con la madre. Un año después se la podía ver por las calles de la ciudad presentando el mismo aspecto desaseado de su madre y dependiendo de la ayuda de organizaciones de caridad.

    Esta experiencia es muy común entre los profesionales del sistema de protección. Tras años ofreciendo un estilo de vida alternativo, y una adecuada inmersión del niño en él, el retorno a la familia de origen supone desechar en pocos días las adquisiciones logradas tras un largo trabajo. ¿Por qué tantos años de aprendizaje y práctica de una forma de funcionar se han esfumado en cuestión de semanas? Estas situaciones nos llevan a considerar que tras los aprendizajes conductuales existen aspectos más poderosos, y que éstos se encuentran relacionados con los vínculos creados en los primeros años de vida.

    Aquí volvemos a encontrarnos con una limitación de entender las experiencias de maltrato desde un planteamiento exclusivamente asistencial y educativo. Consideramos que nos construimos a través de los vínculos, y son éstos los que sostendrán nuestra actitud ante el mundo y nosotros mismos. La experiencia de maltrato va a convertirse en una influencia determinante porque imprime una determinada estructuración subjetiva (Janin, 2002; Pablos y Pérez, 2001).

    Sólo de esta manera podemos entender que un niño maltratado necesita algo más que curarle los golpes y alejarle del maltratador; necesita un acercamiento a su estructuración subjetiva y relacional, y es aquí donde encajan enfoques de intervención con un carácter clínico, reparador y psicoterapéutico, tanto a nivel individual (por ejemplo Barudy y Dantagnan, 2006) como familiar (por ejemplo, Cirillo y Di Blasio, 1991). Los procesos psicoterapéuticos realizados con niños maltratados han aportado ese testimonio de cómo la construcción interna del individuo se ha realizado de una forma precaria, marcada por la experiencia abusiva.

    En la misma línea podemos encontrar las nuevas conceptuaciones de algunos cuadros psicopatológicos, en los que se sitúa en primer lugar el daño que se produce en las relaciones parento-filiares, y en cómo éstas hipotecan el futuro vincular del niño. Por ejemplo, podemos señalar el concepto de “trauma complejo” (Cook, Blaustein, Spinazzola y van der Kolk, 2003; Cook, Spinazzola, Ford et al., 2007), una alternativa ante las limitaciones de la definición de Trastorno por Estrés Postraumático (American Psiquiatric Association, 2002). El trauma complejo aparece ligado a la exposición a múltiples eventos traumáticos; normalmente ocurre cuando el niño es abusado o descuidado, y sus efectos son devastadores porque interfi eren en la formación de un lazo de apego seguro entre el niño y sus cuidadores.

    Otro análisis muy interesante de un cuadro psicopatológico es el realizado por Cancrini (2007) acerca de lo que él denomina “océano borderline”, como un amplio espacio psicopatológico muy próximo al concepto de trastornos de la personalidad. El concepto más restrictivo de patología borderline (el trastorno límite de la personalidad) tradicionalmente se ha asociado a la vivencia de situaciones de maltrato, y muy especialmente de abuso sexual. No obstante, incluso en visiones más amplias del cuadro borderline, que lo equiparan a trastornos graves de la personalidad (por ejemplo, Kernberg, 1979), puede ser útil prestar atención a las influencias parentales en cuanto conductas maltratantes. Esto es lo que hace Cancrini (2007) al situar en la base del funcionamiento borderline una “infancia infeliz”, con la que denomina a una niñez vivida en contextos interpersonales que facilitan un funcionamiento no integrado de la mente; esos estímulos perjudiciales podrán ir desde influencias negativas sutiles hasta conductas francamente abusivas.

    Finalmente, podemos señalar que el maltrato ha encontrado un lugar explícito dentro de las clasificaciones de trastornos mentales, considerando el carácter relacional de la experiencia en sí y de sus consecuencias. Pensando en la infancia, podríamos señalar la Clasificación diagnóstica 0-3 (National Center for Clinical Infant Programs, 1998), en cuyo Eje I encontramos el “Trastorno reactivo del apego por deprivación/maltrato en la infancia”; de la misma manera, en el Eje II aparece un apartado de “Relaciones abusivas”.

  3. El maltrato como fenómeno que surge en un contexto relacional familiar, y en el que se entrecruzan dos dimensiones: conyugalidad y parentalidad.

    Cuando el niño nace, de inmediato se conecta a su entorno, y éste consiste fundamentalmente en una figura cuidadora. Poco a poco irá abandonando de una manera decidida el mundo diádico de sus primeras semanas de vida para incorporar un tercero. Ésta es una idea muy desarrollada en el ámbito psicoanalítico, y que en los últimos años ha entrado en un fértil diálogo con la Psicología Evolutiva. Al mismo tiempo, el niño va asumiendo unos relatos que le permiten insertarse en un grupo humano que ya puede concebir en su interior; de esta forma, el niño ya forma parte real de una familia que puede observar y de la que es parte. De esta manera, entender a ese niño sin considerar su pertenencia a esa unidad relacional tan especial, resultará en una construcción artificial.

    Han sido muchos los modelos que han intentado delimitar unas dimensiones básicas de la familia; podemos citar como clásico el modelo circumplejo de Olson, Sprenkle y Russell (1979), con tres dimensiones (cohesión, adaptabilidad y comunicación familiar). Nosotros hemos optado por la delimitación de dos grandes ámbitos de desempeño familiar. Estimamos que el acercamiento a las vivencias familiares implica prestar atención a las dos dimensiones básicas que confi guran a este grupo humano, como lugar de crecimiento y/o como contexto patógeno/maltratante: la conyugalidad y la parentalidad.

    En nuestra conceptualización de la familia somos deudores del modelo de Linares (1996, 2002, 2006), especialmente útil al unir las dimensiones psicopatológica y maltratante, y al considerar los aspectos clínico-individual y social. Respetando su sistematización en cuatro grupos, hablaríamos de la siguiente tipología familiar:

    1. Conyugalidad armónica – parentalidad conservada. Se trataría de una forma de funcionamiento sano, donde la pareja puede funcionar de una forma adecuada al mismo tiempo que ofrece nutrición material y relacional a sus hijos.
    2. Conyugalidad disarmónica – parentalidad conservada. Hay ocasiones en que los padres cuentan primariamente con unos sentimientos y capacidades sufi cientes para ejercer sus funciones parentales. No obstante, existen dificultades a nivel conyugal, y la disarmonía en el ejercicio de estos roles de pareja acaba contaminando (y en los casos graves, invadiendo) su ejecución como padres. En estos casos podemos hablar de manera amplia de “triangulaciones”, en cuanto que los hijos se convierten en el tercer vértice de un triángulo que iniciaron los padres como pareja. Este tipo de situación patológica ha recibido la atención de los clínicos desde hace mucho tiempo; pensemos por ejemplo en el análisis familiar que en 1905 incluyó Sigmund Freud en el “Caso Dora” (Freud, 1997). No obstante, probablemente haya sido desde algunas corriente de terapia familiar donde se haya enfatizado más el elemento perturbador de las triangulaciones y se haya procedido a un amplio análisis y clasificación (Haley, 1985; Madanes, 2001; Minuchin, 2003; Selvini, Boscolo, Cecchin y Prata, 1998). Pero sólo recientemente empezamos a cuestionárnoslas desde otro nivel y nos preguntamos si esas actitudes en los progenitores pueden ser entendidas como maltrato sobre los hijos.
    3. Conyugalidad armónica – parentalidad deteriorada. Existen parejas donde aparece un buen funcionamiento a nivel conyugal, pero donde el ejercicio de la parentalidad es deficitario. A veces el elemento de mayor peso es la afectividad, en cuanto que se trata de niños no queridos u odiados. En ocasiones, los hijos son fi guras incómodas por lo que representan para sus padres, de una manera real o fantasmática; en relación a esto último, existe una amplia bibliografía acerca de la manera en que un niño recibe las identifi caciones proyectivas de sus padres y el efecto pernicioso que pueden tener sobre él (Palacio, Manzano y Zilkha, 2002). Siguiendo con esta línea de pensamiento, es muy sugerente la metáfora que utilizó Selma Fraiberg en un artículo ya clásico (Fraiberg, Adelson y Shapiro, 1975); al hablar de los “fantasmas en la guardería” se refería a la actualización en los padres de aspectos confl ictivos procedentes de la relación con sus propios progenitores. En otras ocasiones el elemento afectivo pasa a un segundo plano, sobresaliendo aquí la incapacidad o la falta de pericia como cuidador; en este sentido, hay progenitores con pocas capacidades para la atención instrumental a sus hijos. En uno y otro caso, el resultado es que el niño crece en una familia donde disfruta de la visión de unos padres contentos con su relación de pareja, pero que no es querido o atendido como necesita. Estas deficiencias en el cuidado (material o afectivo) pueden ser más o menos sutiles. Hay casos en los que los progenitores son plenamente conscientes y verbalizan su rechazo o incapacidad, pero lo más usual es que no exista ese reconocimiento. De esta manera, aparece un rechazo negado o disimulado, como muy bien des criben Cirillo, Berrini, Cambiaso y Mazza (1999) en el ámbito de las toxicomanías; su análisis es muy ilustrador de cómo una carencia puede ser reconocida pero minimizada, negada, o reconocida tan sólo como carencias ambientales (esto es, desestimando el valor afectivo y amparándose sólo en la precariedad material). ¿Cuál es el resultado de esta configuración familiar? Si lo que falla es el afecto, tendremos una falta de nutrición emocional. Si lo que no se aporta de manera adecuada es el cuidado, las fallas pueden aparecer en cualquier ámbito de funcionamiento (socialización, formación, salud…).
    4. Conyugalidad disarmónica – parentalidad deteriorada. Linares (2002, 2006) habla de estas situaciones utilizando la palabra “desamor”, aunque nosotros nos referimos a ellas como “descalabro familiar”, en cuanto incapacidad para crear un soporte familiar con un mínimo éxito funcional. Se trata de contextos con un alto riesgo de perjuicio para los hijos, y en donde podemos considerar distintos niveles de gravedad en cuanto al disfuncionamiento:
      • Dentro de un contexto de disarmonía conyugal, y con un deterioro en algunas funciones parentales, es posible que los progenitores puedan ofrecer un cuidado satisfactorio en algunas áreas concretas.
      • Lo que podríamos denominar “desamor” recoge aquellas situaciones donde el niño no recibe amor/ cuidado ni puede desenvolverse en un entorno que ofrezca un modelo de concordia.
      • Si existe un contexto social que refuerce esas dinámicas, o el deterioro es grave (a veces por una acumulación de problemas de manera intergeneracional), hablaríamos de las familias multiproblemáticas (Coletti y Linares, 1997) o diluidas (Colapinto, 1995).

      Esta forma de entender el maltrato nos acerca nuevamente al ámbito psicopatológico, puesto que muchas de las descripciones de configuraciones y dinámicas familiares que acabamos de ver han sido abordadas tanto desde un enfoque clínico como desde otro centrado en el maltrato a la infancia. En este sentido, es accesible entender el maltrato como experiencias relacionales que cristalizan en alguna configuración de las que denominamos “psicopatología” (Linares, 2002). Pero más allá de las disquisiciones conceptuales, podemos remitirnos a datos reales que nos muestran la conexión entre ambas. En Extremadura existe un total de unos 400 menores ingresados en recursos residenciales del Sistema de Protección. De ellos, una cuarta parte de los menores entre 6 y 18 años se encuentran en tratamiento psicológico o psiquiátrico; y entre ellos, aparece un grupo de 12 adolescentes ingresados en recursos residenciales especializados. Estos datos no son exclusivos de nuestra Comunidad. Con carácter ilustrativo podemos recoger también cómo en su II Plan de Atención a la Infancia y Adolescencia, el Instituto Madrileño del Menor y la Familia (2002) estimaba que el peso de menores con trastornos psíquicos en residencias para 4-18 años era del 20%; además, el Plan incluía 34 plazas concertadas para trastornos de salud mental, de un total de 1.754 plazas residenciales.

      Concluimos nuevamente que en muchas ocasiones se hacen lecturas diferentes de unos mismos fenómenos:

      • Desde un campo clínico se considera cómo debe ser el cuidado del niño, se analiza la forma en que falla esa atención, y se realizan intervenciones destinadas a lograr cambios.
      • Desde el ámbito de la protección también se parte de las necesidades de cuidado del menor, se valora si se están satisfaciendo, y se plantea la necesidad de proponer una intervención administrativa.

      Y esto nos lleva nuevamente a cuestionarnos acerca de la posibilidad de conjugar estos dos acercamientos a la realidad de ese niño o adolescente.

6. ¿HACIA UNA INTEGRACIÓN?

A lo largo de esta Comunicación hemos tratado de plantear que en el núcleo de la experiencia de maltrato se encuentra un patrón relacional anómalo, y que su abordaje pudiera implicar la confluencia de dos sistemas de atención a la infancia. ¿Qué posicionamiento adoptar ante esta coincidencia sobre una misma realidad: una delimitación clara de los dos ámbitos, o la búsqueda de fórmulas de trabajo conjunto? Sea cual sea el camino escogido, la labor es ardua. La separación actual se sostiene sobre el desconocimiento mutuo y la existencia de dos planteamientos de partida muy diferentes; porque en efecto, se trata de dos tradiciones muy diferenciadas de atención a la infancia: una proveniente del entorno médico y otra de la confluencia entre los servicios de beneficencia y las actuaciones judiciales. Los conceptos, los términos, las técnicas, los contextos, los marcos administrativos… son diferentes.

No obstante, también existen aspectos que invitan al optimismo. En primer lugar, que recientemente se han producido en el ámbito de lo psicosocial cambios de carácter epistemológico que permiten manejarse más cómodamente con visiones complementarias de las realidades. Se trata de aportaciones que nos permiten introducirnos en un paradigma de la complejidad, y que han tomado cuerpo en las recientes visiones constructivistas y construccionistas de la realidad. La idea de base es que no tenemos un acceso directo a la realidad, sino que nos manejamos con construcciones de ésta. Cualquier conceptuación de un caso no es sino una elaboración que el profesional realiza dentro de un marco de referencia muy delimitado. La conclusión que se deriva de este planteamiento es que debemos buscar construcciones que nos permitan entender y atender mejor al individuo. Por ello, carecería de sentido discutir acerca de si una conducta parental es maltratante o patógena, como referencias a una verdad absoluta y por tanto mutuamente excluyentes. Ambas opciones son perfectamente compatibles, y debemos manejarnos con ellas buscando una forma más productiva de abordar la situación. Los criterios de calidad para las construcciones serán la utilidad, la coherencia, la congruencia con el entorno, y su carácter ético.

Desde el ámbito del maltrato se ha debatido con frecuencia ese aspecto de construcción de la realidad. Desde un planteamiento menos extremo, ya se ha hecho en algún momento referencia a que el maltrato es una construcción social (Casas, 1998): lo que hoy es maltrato en otros momentos no se ha considerado como tal, el cuidado a los niños que en una cultura es considerado normal en otra es juzgado aberrante. Probablemente las necesidades del niño son universales, y las diferencias históricas o geográficas no afectan a lo que es necesario para él, sino a la sensibilidad para satisfacerle o a los medios que se utilizan para ello. Por tanto, las necesidades serían universales mientras que el concepto de maltrato dependería de la cultura, la legislación y la práctica profesional (López, 2006).

Este carácter relativo del concepto de maltrato es fundamental para entender el trabajo en un sistema de protección. En efecto, la legitimidad social y legal de los profesionales para intervenir en una situación familiar vendrá dada por lo que la comunidad determine como factible de una actuación. Desde esta óptica, el maltrato queda delimitado por las conductas hacia un niño que la sociedad ha decidido sancionar administrativa o jurídicamente. Esto supone partir de que no existe una conducta adulta desprotectora per se, ni un efecto unívoco; lo determinante sería el acuerdo social en designar ciertas conductas ante las que las instituciones podrían utilizar el poder coercitivo o sancionador para ponerle freno. Entender esto es necesario antes de entrar en el diálogo que estamos proponiendo a través de esta comunicación.

Al mismo tiempo que debatimos estas cuestiones conceptuales, en el ámbito aplicado existen propuestas operativas de actuación. Ante la realidad de situaciones donde confl uyen los servicios de protección a la infancia y los recursos de Salud Mental, se hace necesaria una coordinación, y ésta implica conocerse, crear red y organizar circuitos profesionales (Delgado, Martorell y Pi, 2004; Etxebarria, Miguel y Mañu, 2006). Para ello sería bueno delimitar aún mejor los itinerarios por los que lo clínico y lo social se juntan.

Dentro de este esquema de coordinación, algunas propuestas han sido formuladas en el sentido de diferenciar a nivel institucional dos funciones necesarias en algunas intervenciones familiares: la ayuda y el control. En el reparto consiguiente, los servicios de protección de menores se hacen cargo de la función coercitiva o coactiva. Es éste un tema polémico, en el que hemos asistido a posiciones contrapuestas. Tradicionalmente se ha considerado que un tratamiento en Salud Mental (especialmente en sus componentes psicoterapéuticos) es incompatible con la obligatoriedad. Frente a esta idea aparecen en la literatura experiencias de tratamientos coactivos con buenos resultados, y muchas de ellas aparecen precisamente en el ámbito de la infancia maltratada. Es más, aquí el debate se sitúa en el punto de determinar, no tanto la viabilidad de un tratamiento coactivo (que se da por supuesto con ciertas condiciones), sino la posibilidad de que una misma institución asuma simultáneamente las funciones de ayuda y control (Barudy, 1998; Bentovim, 2000; Coletti y Linares, 1997; Cirillo y di Blasio, 1991; Perrone y Naninni, 2002).

Finalmente, otra propuesta que en algún momento se ha hecho es la de crear dispositivos intermedios entre lo clínico y lo social (González Rojas y Pablos, 1999; Morales Homar, 2008; Pablos y Pérez, 2001); se trata de servicios que se sitúan en la intersección de las unidades de salud mental y de los sistemas de protección infantil, tratando de formar un continuo de atención entre Salud Mental y Servicios Sociales, en una gradación de intervención terapéutica desde lo psicopatológico a lo social y viceversa.

7. EL PROBLEMA EN UN MOMENTO DE TRANSICIÓN EVOLUTIVA: LA ADOLESCENCIA

Remitiéndonos de una manera más explícita al tema del Congreso podemos analizar esta situación en un momento de transición y una problemática especialmente ligada a ella: la adolescencia y los trastornos del comportamiento.

Profesionales de distintos contextos nos enfrentamos diariamente al desafío de los adolescentes con conductas disruptivas. Su carácter violento y desobediente nos lleva a percibirles como agresores, y con ellos asistimos al lado negativo del ejercicio de autonomía que se espera en un adolescente. Por otro lado, el hecho de que su conducta pueda responder a patrones disfuncionales de cuidado parental, y de que su actitud comprometa seriamente el desarrollo personal y social, nos hace ver en ellos la parte infantil del adolescente, y es entonces cuando les percibimos como sujetos desprotegidos. Esa visión contradictoria y ambivalente del adolescente con problemas de conducta queda perfectamente reflejada en la idea del “victiagresor”.

Cuando el trastorno del comportamiento se ha confi gurado claramente como tal, se hacen evidentes las difi cultades institucionales que apareja. Y es que los trastornos del comportamiento se muestran como un problema complejo situado en una encrucijada de ámbitos profesionales diferentes. En efecto, pueden ser un problema judicial (cuando existen transgresiones de la ley), un problema educativo (son chicos con necesidades educativas especiales), un problema sanitario (sufren un trastorno psicológico cuya entidad clínica está reconocida) y un problema de protección (es posible que haya que proporcionar un entorno alternativo de cuidado debido a la incapacidad de los padres para asumirlo) (Galán, 2005). Por ello, cualquier acción requiere situar a ese adolescente dentro de una red profesional donde la comunicación entre las distintas instituciones implicadas resulta imprescindible. Nuevamente encontramos un punto de contacto entre los Servicios de Protección a la Infancia y los recursos de Salud Mental.

Y de la misma manera, volvemos a enfrentarnos a la necesidad de una coordinación entre servicios. Es fácil que un adolescente con trastornos de conducta esté siendo abordado desde un Equipo de Salud Mental; que si pertenece a una clase social desfavorecida, los Servicios Sociales también estén interviniendo; que los Servicios de Protección de Menores sean requeridos por algún profesional del entorno comunitario o que los progenitores recurran a ellos en un momento de claudicación parental (como en el caso de Cristóbal); a su vez, el centro educativo podrán en funcionamiento sus recursos para afrontar las dificultades que el muchacho presenta en el ámbito escolar; pero si además comete un delito, el sistema judicial podrá aplicar sus propias medidas. ¿Existe en la actualidad una acción conjunta de todas estas instituciones? Nosotros consideramos que lo más habitual es que las actuaciones sean fragmentadas, y al menos ésa es la realidad con la que nosotros nos enfrentamos.

Pero a estas dificultades de coordinación, en la adolescencia se suma un problema directamente ligado al momento de transición evolutiva en el que aparece. No entraremos aquí en el análisis de los aspectos más psicodinámicos, bien conocidos en este contexto (Aberastury y Knobel, 2001; Blos, 1981; Kaplan, 1996; Mannoni, Deluz, Gibello y Hébrard, 1994), y nos centraremos en otro aspecto que condiciona en gran manera nuestra manera de intervenir sobre el adolescente. Nos referimos a la disyuntiva “autonomía versus paternalismo”.

El adolescente se encuentra a medio camino entre la niñez y la adultez. Como niño hay que cuidarle, y como adulto hay que respetar su capacidad de decisión y su autonomía. Al encontrarnos ante menores de edad, asumimos el deber de protegerles; pero su nivel de independencia puede convertir en invasivos nuestros esfuerzos de ayuda; en esos momentos puede que el profesional si plantee si tiene derecho a ejercer esa protección. Éste es un problema que se plantea en el ámbito clínico (véase por ejemplo Halfon, 1998) y al que nosotros también nos enfrentamos. Desde un planteamiento diferente al clínico, más administrativo, ¿cómo se percibe esta realidad?
Tenemos una larga experiencia de la dificultad de proteger a quien no quiere ser protegido. Desde asunciones de tutela (una medida protectora) que han implicado el uso de la fuerza, hasta la repetición de fugas de los centros de acogida, pasando por peligrosas escaladas de desafío hacia la institución que ejerce el cuidado. La práctica nos dice que es difícil proteger a un adolescente si existe un claro posicionamiento en contra por parte suya; es más fácil reprimir, sancionar y castigar, que cuidar. Esta difi cultad se encuentra en la base del ordenamiento jurídico. En su análisis de la normativa nacional e internacional sobre la infancia y la juventud, Rey Martínez (2007), describe una tensión entre dos modelos: uno de igualdad o paridad con los adultos y otro de diferencia y tutela; para él, existiría una tensión no resulta entre autonomía y tutela, entre el reconocimiento del derecho del niño a oponerse a las acciones arbitrarias de los adultos, y el reconocimiento del derecho-deber de los padres (e instituciones) de ejercer una dirección en el ejercicio de los derechos; para este jurista, el derecho de menores viaja de modo peligroso entre una concepción paternalista de los menores como seres completamente incapaces de formular sus propias valoraciones, y una concepción liberacionista que identifica incapacidad con imbecilidad y tutela con opresión.

La búsqueda de ese punto intermedio ha atemperado el furor protector de muchos profesionales, que han optado por acercamientos más flexibles a la realidad del adolescente. Entre otras cosas, se incluye un reconocimiento de la imposibilidad de asumir medidas de protección contundentes que tengan visos de mantenerse a largo plazo, ya que ésta suelen implicar la entrada en una espiral de desadaptación. Frente a ello, se opta por un trabajo más pausado de acercamiento al adolescente, en donde se deje un espacio para la elaboración de una decisión difícil. Y a veces, será necesario tolerar la permanencia del menor en el hogar, aceptando además la imposibilidad de lograr cambios en los progenitores y optando por un acercamiento individual al adolescente (Berrondo, 2006). Estas actitudes no siempre son entendidas por el entorno social o profesional, y es una fuente de fricciones entre los distintos servicios implicados en la atención a un adolescente.

8. ALGUNAS IDEAS DE CIERRE

Antes de realizar una propuesta, el Servicio de Protección de Menores pidió al Equipo de Salud Mental Infanto-juvenil su opinión acerca del posible ingreso de Cristóbal en un recurso residencial. Los profesionales sanitarios estimaron que el carácter perturbador de la relación madre-hijo hacía aconsejable esta medida. Por ello, finalmente se planificó el ingreso del niño en un piso tutelado del sistema de protección de menores. Aún está por definir qué atención recibirá dentro de los Servicios de Salud Mental.

Quisiéramos terminar esta Comunicación volviendo a la tesis de partida, la de que algunos niños suponen un problema clínico y social, y que debemos buscar una visión compartida de la realidad de ese menor/paciente. En el caso de las dos servicios de atención a la infancia que estamos considerando aquí (Protección de Menores y Salud Mental), existen difi cultades innegables para establecer un diálogo fructífero; no obstante, también existen posibilidades y, sobre todo, la obligación de hacerlo. En caso contrario, la atención y protección que prestemos a nuestros niños y adolescentes será parcial, limitada y, a veces, yatrogénica.

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