Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente

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¿Cómo tratar los rechazos de cuidados de los adolescentes?

PDF: halfon-rechazos-cuidados-adolescentes.pdf | Revista: 26 | Año: 1998

O. Halfon
Profesor. Jefe del Servicio. Service Universitaire de Psychiatrie de l’Enfant et de l’Adolescent. Laussanne

Texto de Presentación realizada en la V Mesa Redonda “¿Cómo tratar los rechazos de cuidados de los adolescentes?” en el II Congreso Europeo de la Asociación Europea de Psicopatología del Niño y del Adolescente (A.E.P.E.A.) y XI Congreso Nacional de la Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente (S.E.P.Y.P.N.A.) que bajo el título “De la comprensión de la psicopatología al tratamiento” se desarrolló en Sevilla (España) del 15 al 17 de octubre de 1998
Traducción Paz San Miguel. Psicólogo clínico

1. INTRODUCCIÓN

Hablar de los rechazos de cuidados de los adolescentes equivale a decir que, pese a los considerables esfuerzos efectuados recientemente, somos todavía poco capaces para crear estructuras de cuidados que les resulten suficientemente atractivas. A esto se añade una imprecisión en la política de cuidados, una mala definición de los objetivos y de las prioridades, una difícil accesibilidad a los cuidados, una insuficiencia del dispositivo institucional, y una falta de consenso acerca de las estrategias terapéuticas (¿para cuándo una conferencia para consensuar el abordaje de las TS de los adolescentes en las urgencias?), etc. Pero, de todas formas, sea por lo que sea, el manejo de los rechazos de cuidados, si los adolescentes llegan hasta nosotros, continúa siendo problemático. Actualmente observamos un aumento del número de adolescentes que rechazan cuidarse, debido sin duda al aumento de los trastornos psíquicos externalizados en comparación con los trastornos internalizados: aumento de los pasos al acto, de las tentativas de suicidio, de las conductas de adicción en sentido amplio; en resumen, de hecho, aumento de lo que podríamos llamar la violencia adolescente.

Hablar de una “adolescencia violenta” implica hablar:

  • De la violencia inherente a toda adolescencia, tanto en el plano individual como en el plano de la disputa social.
  • De la violencia de toda imposición social: es el problema de los límites que debe reencontrar todo adolescente cuando las prohibiciones se interiorizan.
  • De la violencia de las respuestas de nuestra sociedad a la crisis de identidad y social de la adolescencia, que parece constituir lo que percibimos como una violencia actuada de la juventud, a la que nosotros, adultos, respondemos con otra forma de violencia y de agresividad: es subrayar la envidia de los adultos con relación a los adolescentes.

A lo largo de esta exposición:

  • Comenzaré por interrogarme acerca de las razones que hacen que la adolescencia de hoy favorezca el rechazo de cuidados más que cualquier otro período de la vida.
  • Continuaré con algunas palabras acerca de la psicopatología específica de los adolescentes que rechazan los cuidados.
  • Seguidamente, describiré los ajustes, en curso, de nuestro dispositivo de cuidados
  • Y terminaré mostrando cómo este dispositivo puede conllevar modificaciones psíquicas para estos adolescentes, permitiéndoles empezar así un proceso terapéutico en el interior de una cadena de cuidados complementaria, multidisciplinaria y organizada como una red.

2. ¿POR QUÉ EL ADOLESCENTE TIENE UN RIESGO MAYOR DE RECHAZAR LOS CUIDADOS?

Esto remite a la noción de crisis y de ruptura en la adolescencia. Ustedes saben que este período de la vida se caracteriza por las conductas de fracaso: rechazo escolar a pesar de una inteligencia normal, fracasos en los exámenes, alternancia de comportamientos agresivos y masoquistas, tendencia a actuar los conflictos más que a reconocerlos, en consecuencia, evidentemente, una dificultad para la demanda de cuidados. Este momento de reorganización psíquica que aparece en la pubertad se encuentra dominado por el refuerzo de la depresión subyacente que siente el aparato psíquico a lo largo de toda la existencia, por las interrogaciones acerca de la identidad, por una “desorganización” de las identificaciones anteriores y por el recurso a la idealización y su corolario, la decepción. El adolescente a la par ama y ataca a los adultos, siente “odio”; se revuelve contra ellos y, finalmente, es extremadamente dependiente. La pubertad, ciertamente, se espera, pero siempre resulta una sorpresa para el adolescente, que se encuentra a menudo angustiado, decepcionado y desilusionado frente a lo que imaginariamente e inconscientemente esperaba.

La multiplicidad de las conductas desviadas, su labilidad, el carácter transnosográfico de los trastornos, la necesidad de mantener un anclaje familiar y social, otros tantos parámetros a tener en cuenta en la creación de estructuras de cuidados para los adolescentes. Si se añade la necesidad de que estas estructuras sean de fácil acceso, la dificultad encontrada para su puesta en marcha es fácilmente comprensible: finalmente, cualquiera que sea el nivel de seducción que una institución
sepa desplegar, no se puede dejar de lado que el adolescente debe tener también un mínimo de demanda de cuidados.

Habida cuenta de sus contradicciones, ¿cómo hacer para que el adolescente pueda consultar, pedir cualquier cosa a los adultos, es decir tolerar el depender de ellos? Cuanto más necesitado esté el adolescente con relación a los cuidadores, mayor será el riesgo de que se sienta amenazado, manipulado, avergonzado, humillado, pasivizado, véase penetrado, y el rechazo de los cuidados es una forma de salir de esta paradoja. En el rechazo de los cuidados hay una demanda de carácter paradójico puesto que la necesidad del otro es desconocida al mismo tiempo en que se le solicita pedir cualquier cosa a los adultos –y más todavía a los “psi”– equivale a arriesgar su identidad.

3. ¿A QUÉ ESTRUCTURAS PSICOPATOLÓGICAS CORRESPONDEN MÁS ESPECÍFICAMENTE LOS ADOLESCENTES QUE RECHAZAN LOS CUIDADOS?

En el centro del proceso adolescente reina la violencia de ser, la violencia de existir, y estos adolescentes, lo más a menudo, no siempre, no todos, que rechazan los cuidados son sujetos violentos, que no han podido establecer suficientes representaciones psíquicas.

Estos adolescentes se hallan frecuentemente en la incapacidad de identificar su estado afectivo. Tienen, a menudo, una identificación con un héroe imaginario, identificación que proporciona fuerza a un Yo, por otra parte, incapaz de ocultar o de dominar los conflictos internos encontrando un lugar en el grupo de iguales, a título de delincuente. BALIER añade: “Esta forma de proceder coloca al sujeto fuera del campo terapéutico, a menos que la confrontación con un fracaso haga un día surgir la depresión”. Evidentemente, es en este momento cuando el dispositivo tiene que estar presente.

En los casos más graves, retomando el concepto de RACAMIER, estos adolescentes estarían en lo incestuoso. Lo incestuoso no es el incesto realizado, sino una seducción narcisística cerrada, precisamente sin representación fantasmática. Añade: “una fantasía no fantasía”. Estos adolescentes no han podido separarse del objeto maternal, siendo el corolario una confusión de los estados afectivos calificado como “de engranaje”, es decir que el adolescente no puede tener una representación de lo que siente. La negación de la ausencia del objeto, que es por consiguiente negación de la realidad, mantiene esta forma de relación narcisística, evitando el sufrimiento de la pérdida pero también impidiendo el advenimiento del sujeto.

Estos adolescentes “violentos” no han elaborado los conflictos entre las necesidades narcisistas y el reconocimiento del objeto, entre las pulsiones del Yo y las pulsiones sexuales, desembocando en una falta de integración de la violencia por la libido objetal y en un riesgo de desorganización y de indiferenciación. El recurso a la violencia se puede entender como paliativo del defecto de libido narcisista, siendo vivida la invasión del objeto como una amenaza de aniquilación.

Con relación a estos adolescentes, la noción de pasivación de la que habla GREEN me parece particularmente operante. Más exactamente él ha utilizado el término “pasivización” para señalar la tentación que consiste en querer volver a la dependencia de los cuidados maternales. Esto es, quizá, lo que las estructuras de cuidados pueden ofrecer acompañando a ciertas formas de regresión.

Debemos preguntarnos a qué estadio del desarrollo afectivo han quedado ligados, cuáles son sus carencias identificatorias y de para-excitaciones, y a qué antecedentes remite su particular fragilidad narcisista.

Estos adolescentes pueden obtener un gran placer al afrontar físicamente, por ejemplo, a sus educadores en un marco institucional, y salen apaciguados de un altercado violento en el que el adulto se haya mostrado como el más fuerte. La violencia está encaminada a instaurar un encuadre y lo constituye al mismo tiempo. En este sentido es buscada como un elemento estructurante y permanece ligada a la libido.

Hay que subrayar también cuánto el rol del marco familiar y la posición de los padres están intrincados con la psicopatología y la demanda o el rechazo de cuidados.

4. VOY A CITAR AHORA UN CIERTO NÚMERO DE ARREGLOS QUE PROPONEMOS EN EL SERVICIO DE LAUSANA PARA FAVORECER LA ASISTENCIA A LOS ADOLESCENTES

Todos los trabajos epidemiológicos recientes muestran que en el primer plano de los problemas de salud de los adolescentes se encuentran los problemas psíquicos. Cada vez son mejor detectados y conocidos. La utilidad de los tratamientos precoces, hoy en día, resulta evidente. De ello dependen los esfuerzos para la prevención de un handicap social ulterior, y los contextos familiar, escolar y social están a menudo implicados en la psicopatología del adolescente. Se requiere, por lo tanto, una aproximación global a la psicopatología del adolescente. Pero la dificultad sigue siendo el acceso a los cuidados de los adolescentes y su complicidad para el tratamiento.

Los profesionales de la salud saben por experiencia que las estructuras tradicionales, servicio de pediatría, servicio de psiquiatría de adultos, responden mal a las necesidades de los adolescentes. La mejora del abordaje de los trastornos psiquiátricos de los adolescentes pasa por la individualización de las estructuras de acogida y de cuidados específicos para los adolescentes.

Por ello, hemos organizado “La Acogida-Consulta de los Jóvenes”: acogida rápida con cita concertada previamente, pero también sin previa cita. El interés de esta consulta está en su capacidad de acoger en las mismas condiciones al entorno significativo del joven, que podrá apoyar y favorecer la puesta en marcha de un tratamiento.

En efecto, si una estructura psiquiátrica ambulatoria, del tipo de la Acogida-Consulta para los jóvenes, trata de facilitar el acceso a los cuidados por parte de los adolescentes, alcanza particularmente su objetivo extendiendo su impacto al entorno social. Este último, inquieto o sobrepasado por los acontecimientos, dispone de un lugar de “refugio” al que puede incitar a acompañarle al adolescente, por ejemplo cuando se produce una situación de crisis. Así, no solamente la situación de crisis puede encontrar un eventual y rápido desenlace, sino que al mismo tiempo se ha creado la ocasión de hacer un diagnóstico en cuanto a la gravedad de la psicopatología del adolescente, véase, la ocasión de establecer con este una alianza terapéutica. Por entorno social debe entenderse los padres, las familias de acogida, los hogares, los enseñantes, los médicos y enfermeras escolares, los representantes de las instancias judiciales, los asistentes sociales, los educadores de barrio, etc.

El segundo arreglo atañe a las lagunas de la red: la idea de la dificultad de obtener la adhesión de un joven a un tratamiento psiquiátrico estaba tan extendida en la red que nos sometíamos a un cierto número de decisiones operatorias, impuestas a los jóvenes; ciertas colocaciones en hogares y sobre todo, para nosotros, numerosos ingresos forzosos en hospitales psiquiátricos. El ingreso forzoso mantiene al adolescente al margen de decisiones que le atañen personalmente. Para algunos de ellos, se trataba del primer contacto con la psiquiatría. Agrava la situación de desfallecimiento o fracaso en la constitución de un espacio psíquico que representa la hospitalización psiquiátrica, excluyéndole del entorno social y desposeyendo al adolescente de su libertad personal.
De esta manera, los ingresos forzosos representaban, hace algunos años, la mitad de las hospitalizaciones en nuestra unidad para adolescentes. En semejantes condiciones, el marco hospitalario no se muestra en condiciones de inducir una alianza terapéutica favorable.

Por supuesto, ciertas situaciones psiquiátricas urgentes pueden necesitar un ingreso involuntario; esta medida, en otros casos, era excesivamente frecuente e insuficientemente elaborada con los diferentes implicados de la red de cuidados, especialmente.

Nuestra impresión es que el recurso inapropiado a la modalidad de ingreso involuntario pone de relieve las incoherencias de las redes de cuidados psiquiátricas y sociales, una coordinación insuficiente entre las diferentes estructuras y la capacidad de los adolescentes de suscitar en los adultos reacciones contratransferenciales negativas, en correspondencia, sin duda, con la represión traumática de nuestra propia pubertad.

Estas constataciones desembocaron en un proyecto cualificado encaminado a tratar de reducir estos ingresos forzosos y a seguir el hilo de los cuidados psiquiátricos de los adolescentes del Cantón, centrándose especialmente en la estrategia decisional que precede a la hospitalización. El objetivo es lograr una mejor gestión de las urgencias paidopsiquiátricas por parte de los diferentes profesionales que intervienen en la cadena de cuidados y una definición más rigurosa y más precisa de los criterios que pueden llevar a una decisión de hospitalización impuesta.

Se han podido ya tomar ciertas medidas correctivas: por ejemplo la norma de una discusión del médico responsable con la familia y los miembros de la red antes de la decisión de hospitalización, la evaluación clínica y la rápida transformación de una hospitalización forzosa en hospitalización voluntaria.

La tercera medida clínica que hemos puesto en acción para luchar contra el rechazo de cuidados de los adolescentes es la apertura de un centro de acogida, de orientación y tratamiento ambulatorio para los adolescentes en relación con la toxicodependencia, llamado “Centro San Martín”. La misión de este centro, por voluntad de los políticos, es la de ofrecer un lugar de acogida de “bajo umbral”, tomando en cuenta la problemática psíquica, somática y social y permitiendo, entre otras cosas, a los adolescentes toxicómanos tener un acceso fácil a la red de cuidados.

Nuestras reflexiones partieron de la siguiente constatación: entre los pacientes toxicodependientes que se encuentran en un medio especializado, la mayoría sitúa el comienzo del consumo de sustancias tóxicas en una edad extremadamente temprana, al rededor de los 14 años. Sin embargo, en el medio psiquiátrico, la problemática de abuso de substancias en el adolescente es muy marginal e incluso suscita a menudo la hostilidad por parte de los cuidadores, lo que hace difícil su abordaje en los servicios no especializados.

La clientela adolescente representa el 4% del grupo.

La forma en que pueden ser abordados los adolescentes toxicómanos en el centro San Martín está bien ilustrada en la breve viñeta clínica siguiente:

Una joven de 18 años llega sola al servicio de guardia, aconsejada por el educador de calle. Se ha fugado de un centro de tratamiento residencial hace dos días. Vive en casa de un ex-amigo. Ha vuelto a consumir heroína por vía intravenosa. Pide hacer una desintoxicación de cara a volver al centro de tratamiento.

Nacida en el Brasil, fue llevada a una institución a los 7 años, y después adoptada en Suiza. A los 13 años, como consecuencia de dificultades con su madre adoptiva, fue llevada a un hogar. Comienza a consumir heroína a los quince años.

Lo que sigue consiste en una serie de rupturas, bien sean lugares para vivir, innumerables hospitalizaciones en el servicio y también tentativas de desintoxicación, seguidas de recaídas. Se citan en diferentes informes de conductas suicidas de repetición y de trastornos de comportamientos heteroagresivos masivos.

La joven decide no volver al centro del que se ha fugado y pide una ayuda en el Centro San Martín para retomar el contacto con los servicios sociales. Demuestra, rápidamente, capacidad para hacer las gestiones de manera organizada.

En vista de las numerosas rupturas, se decide favorecer un anclaje terapéutico para permitir a la adolescente un movimiento de retroceso antes de cualquier decisión a medio o largo plazo. Se hace la tentativa de una cura con Metadona, con un encuadre estricto, objetivos, entrevistas semanales, cura que ante todo tiene como finalidad permitir a la paciente estabilizarse en algún lugar.
Dos meses más tarde, la joven, que se ha marchado dos veces, no tiene habitualmente un verdadero domicilio fijo. Ha conseguido mantener contacto con los servicios sociales, ha podido regularizar su situación administrativa y está pensando de nuevo entrar en un centro residencial. Parece incapaz de concebir una estabilidad, de la índole que sea, su única continuidad es la Metadona.

La colaboración con un agente judicial o tutelar en el origen de la demanda de atención y cuidados, como consecuencia de una denuncia de los padres por ejemplo, es un caso frecuente. Puede también constituir un recurso muy útil para luchar contra la proyección, a veces, masiva de los adolescentes.

En la adolescencia, la necesidad de constituir su identidad a través de la alteridad es un proceso dinámico que el adolescente puede romper en cualquier momento recurriendo a un producto tóxico que le evita durante cierto tiempo la incertidumbre de la relación con el otro. De esta forma, la andadura terapéutica tendrá que posicionarse en este antagonismo entre la necesidad del objeto y la salvaguarda del narcisismo, llegar a una conflictualidad tolerable entre estos dos polos.

A menudo, la asunción inicial, difícil, comienza con una prescripción medicamentosa con vista a una desintoxicación, o en el caso de que esta fracase por una cura de sustitución con Metadona. Sin duda, con un adolescente, la ambición de la evolución terapéutica es conseguir la abstinencia, pero la mayoría de las veces esta no puede conseguirse de entrada. Puede ser considerada aquí más como un medio que como un fin en si misma. Puede tratarse de objetivos progresivos, por ejemplo la desaparición del absentismo escolar o profesional, el desarrollo de una actividad incompatible con un comportamiento de abuso de sustancias, etc.

Por último, me voy a referir ahora a la intervención del servicio en un centro educativo para adolescentes, el centro de Valmont.

Ese centro es un establecimiento cerrado que recibe a chicos y chicas adolescentes, enviados la mayoría de las veces por los tribunales de menores y los servicios de protección de la juventud, en tres regímenes diferentes: observación, prevención, detención. El Tribunal de Menores puede pedir una observación y durante un mes el equipo educativo, socioprofesional y el paidopsiquiatra del servicio tratan de definir una orientación y una modalidad para hacerse cargo. De cara a estas problemáticas severas: situaciones de fracaso crónico, pasos al acto, ruptura y rechazo de cuidados, el lugar que ocupa cada interviniente, y en particular el paidopsiquiatra, es determinante.

El hecho de que sea el tribunal de menores quien interna a los jóvenes en esta institución con un carácter carcelario, aunque este fundado sobre exigencias educativas y solicita si es necesario la intervención de un psiquiatra consultor, diseña una delimitación entre los adolescentes cuyo delito tendría una causalidad psíquica y aquellos en los que el delito no sería consecuencia de una fragilidad psicológica; delimitación más o menos arbitraria que designa el campo de nuestra intervención.

La manera como es vivida la estancia en este centro, el sentido que puede tener para el sujeto y sus consecuencias tanto concretas como fantasmáticas, nos parecen primordiales para el porvenir de estos jóvenes que, en su mayoría, rechazan activamente cualquier tipo de atención psíquica.

La estancia en Valmont parece revestir una importancia significativa en la vida de la mayor parte de estos adolescentes. Hay un antes y un después de Valmont. Esta experiencia ha sido a menudo vivida como un tiempo de reflexión que ha permitido tomar un poco de distancia, retroceder y encarar nuevas bases para comenzar. En la mayoría de los casos, el aspecto coercitivo de la estancia ha estado en un primer plano incluso aunque algunos le reconocían un aspecto positivo a posteriori. Una medida semejante de emplazamiento puede, en efecto, ser estructurante para un individuo con un Superyo poco desarrollado, de la misma manera que en un hombre culpabilizado por sus delitos, puede ser considerada como un castigo merecido y permitirle sentirse liberado de su falta y, por ello mismo, aliviado. Todos los sujetos han mencionado que lo que había sido positivo en su estancia era la vida en grupo, y evocado los vínculos que habían establecido. Esto subraya la importancia de la pertenencia a un grupo de iguales en esta edad en la que las identificaciones nuevas se realizan con el soporte del grupo y por medio de los camaradas. En contrapartida, ninguno ha mencionado las relaciones con el equipo educativo y la mayoría no conservaban el recuerdo de los adultos encontrados en Valmont.

Voy a ilustrar muy brevemente mi idea con dos viñetas clínicas. La primera es la de Víctor, 16 años, adolescente detenido en esta institución en la que fuimos requeridos de urgencia.

Víctor está implicado en un robo con allanamiento de morada, con violencia sobre los propietarios de ésta, y en el sórdido asesinato de un homosexual, con veintisiete puñaladas. Este asesinato fue cometido en banda por un joven adulto y dos adolescentes, unidos por lo que Víctor llamará un “pacto de sangre”. Encarcelado, los cimientos de su personalidad se desencajan y un colaborador es llevado a entrevistarle. Víctor es un hombrecillo con el cráneo rapado, con actitudes de desafío y de arrogancia verbal que enmascaran un adolescente completamente aterrorizado por tener que afrontar los interrogatorios policiales y un juicio. Utiliza lo verbal, rebaja la palabra al rango de cosa, dominando a duras penas una angustia paroxística que le invade. Así, Víctor arrastra a su interlocutor a un discurso próximo al delirio de persecución en el que la idea de muerte cercana, la relación maniquea de culpables con ejecutores, se entremezclan. Refiriéndose al espacio exterior a la prisión, ve personajes representantes de la ley, dispuestos a “guillotinarle”, a la par que nos promete hacernos participar de esa misma suerte. La confusión llega al máximo, es guillotinado, él se guillotina, nos guillotinará.

Fuertemente perturbado por la participación en el acto criminal al que se habría dejado arrastrar, el paso al acto perpetrado tiene el efecto de un traumatismo y provoca una hemorragia psíquica difícil de contener.

Algunas palabras sobre la historia de Víctor: hijo único de emigrantes catalanes, es ante todo el niño de una mujer amante hasta la asfixia, habiéndose –por razones que tienen que ver con su propio funcionamiento psíquico– unido íntimamente a este niño, niño al que incuba todavía durante las noches aun después de su entrada en la adolescencia. En efecto, por las noches, abandonando su lecho conyugal, la madre de Víctor duerme en una habitación situada frente al dormitorio de su hijo “Para velar por él” nos dirá. En cuanto a Víctor, él nos dice haber estado como en un cascarón en el que nadie podía penetrar.

No hay ningún rastro del padre, en cuanto a tercero, en la infancia de este paciente. La carencia identificatoria paterna es patente y moviliza en la actualidad la agresividad del sujeto.

El cascarón se rompe con la pubertad. Con la entrada en la adolescencia, Víctor se vuelve violento, instaurando un clima de terror en el domicilio familiar. Llega al extremo de agredir físicamente a su madre, insultando por otra parte a un padre que no se las arregla para estar en su sitio. Poco antes de los hechos que se le imputan, los padres llegaron a pedir protección, protección tardía sin embargo, a la policía.

Por lo demás, Víctor va a demostrar sus necesidades de autoafirmación jugando al “caid” con una banda de “red-skins”. Juega en su casa, con sus amigos, en la calle, en el colegio. Metido en juegos que no son juegos y en desafíos de omnipotencia que evolucionan mal, encuentra en la descarga agresiva un tapón para su falta de capacidad de mentalizar la angustia. Los objetos externos se rompen, no soóo los padres sino también –como se desprende de lo que se nos cuenta– los enseñantes y otros, facilitando la puesta en marcha de la defusión.

Durante su estancia en el medio carcelario, Víctor intentará suicidarse ahorcándose. Da la impresión de que, en ese momento, el homosexual asesinado retorna al psiquismo de Víctor, cuando se encontraba solo en su celda por la noche. El educador que descubre su tentativa de paso al acto suicida tiene inicialmente un efecto calmante, después resulta objeto de un violento ataque a su propio cuerpo. La introducción de una sedación importante y una presencia constante al lado del adolescente apaciguarán poco a poco una angustia incoercible abierta al despliegue pulsional auto y heterodestructor.

La segunda viñeta es algo más cercano a las situaciones encontradas habitualmente en Valmont:

María, en situación de fracaso, y adoptando un comportamiento delictivo, es puesta en observación a petición del Tribunal de Menores. Julio, su hermanastro, tiene 10 años. No menciona nada de él. Tampoco dice ni una palabra de sus padres, rechaza entrar en materia y nos remite a su historial. Su madre, de 35 años, de nacionalidad española, vive sola en Suiza. Su padre nació en Argentina en los años cincuenta. Probablemente no vive ya en Europa y no da señales de vida desde hace una docena de años. Más allá de las violencias y sevicias físicas de las que es víctima, podemos preguntarnos en qué medida la ausencia y la falta de consistencia de las figuras parentales representan una fuente de sufrimiento permanente para la adolescente. María repite, con el proceso de la adolescencia, defendiendo a su cuerpo, otras tantas rupturas con personas de referencia susceptibles de convertirse en soporte de un investimiento duradero. Abandona definitivamente su escolaridad y adopta un comportamiento delictivo. Se trata de una adolescente de 15 años y medio, acorde a su edad, fuerte, corpulenta, viva e inteligente. Tiene intención de marcharse y se opone a la continuación de la entrevista. Vive la consulta como una forma de intrusión insoportable, sin ninguna finalidad, gratuita e inoportuna. Acepta un emplazamiento durante un año en una institución nueva para realizar su formación, con el fin de obtener un aprendizaje. Sometida al proceso de adolescencia y a los reajustes pulsionales subyacentes, ¿cómo puede mantener un vínculo con unas figuras parentales ausentes? ¿Puede, sin un soporte material concreto que le asegure un entorno inmediato estable, someterse a un tratamiento de psicoterapia individual, movilizando sus defensas sin contrapartida?

El clínico se encuentra particularmente desarmado frente a estos pacientes cuyos movimientos pulsionales oscilan tan rápidamente entre autodestructividad y heterodestructividad, en los que la vida fantasmática se encuentra arrasada, en los que la capacidad de pensar aparece como mutilada. Así mismo, frente al blanco en el pensamiento del paciente, nos es preciso continuar reflexionando. Pero insistir en este trabajo de pensamiento, así como insistir en los modelos teóricos que nutren este trabajo de pensamiento es decir que la defusión de la agresividad continúa siendo lo que resulta más difícil de metabolizar. Para imaginar los efectos de la defusión, es preciso haber interiorizado un marco teórico que permita alimentar un trabajo de representación allí donde quienes pueden llegar a ser nuestros pacientes se distinguen por una carencia de representación.

Todos han estado ya, más o menos, en contacto con los servicios de psiquiatría antes de su estancia en Valmont (alrededor del 50% de ellos).

Si bien todos han cometido delitos, presentan además de trastornos del comportamiento asociados, conductas de toxicomanía. Esta patología ha sido demasiado pesada para ser asumida por el entorno del adolescente. Pero, a menudo, medidas de alejamiento del medio familiar han resultado imposibles dada la oposición del joven o de sus padres, así como las sugerencias de tratamiento psiquiátrico ambulatorio han tropezado con la falta de motivación de estos sujetos, en función de su tendencia a externalizar los conflictos y su incapacidad para reconocerse como portadores de un sufrimiento. ¡ Su pronóstico, además, es aterrador ! un estudio catamnésico muestra 22% de defunciones en circunstancias particularmente violentas: accidentes o pasos al acto autodestructivos.

Nuestros sujetos no han sido muy sensibles a la ayuda que les hemos propuesto durante su estancia. Tal como muchos han reconocido, sin duda no eran conscientes de su enfermedad y por consiguiente no tenían ninguna demanda de ayuda. Al contrario, en función de su personalidad, algunos se situaban como víctimas de la sociedad y les costaba implicarse en sus dificultades: “El delincuente no ama a las personas que quieren complicarle la vida”. Algunos pacientes han opinado que las entrevistas con los psiquiatras eran inútiles y que, de cualquier forma, no servía para nada hablar y que, si quisiéramos prestar asistencia a los adolescentes, se debería hacer algo por ellos o con ellos. Esta idea de responder a los actos con actos nos parece importante para mejorar la asistencia de estos adolescentes. Es, en efecto, posible que algunos de entre ellos que actúan mucho no puedan comprender ni tomar en cuenta más que los actos como señales del interés que el adulto tiene hacia ellos, y se muestran impermeables a un acercamiento verbal y psicológico, de donde se desprende la importancia del trabajo en una red.

¿Cuál puede ser, entonces, el lugar del psiquiatra en la asistencia de estos adolescentes, ciertamente delincuentes, pero que también tienen una “co-morbilidad” psiquiátrica? Se pueden señalar algunas dificultades mayores. Por una parte, cuando se le consulta para atender a estos adolescentes delincuentes, la demanda raramente viene de ellos y se expresa, casi siempre, en un contexto de urgencia.

Situándonos en el ideal, el trabajo del psiquiatra será entonces conseguir transformar esta situación de urgencia en una situación de crisis, es decir, crear una dinámica que permita extraer potencialidades evolutivas de semejante situación y por consiguiente desviar esta dinámica en el sentido de un cambio positivo.

Estos adolescentes están muy poco motivados para introducir una reflexión acerca de ellos mismos. El psiquiatra puede, entonces, aprovechando la movilidad psíquica propia de esta edad, tratar por medio de su escucha diferente de mostrar al joven cuáles pueden ser los beneficios de un trabajo semejante. El acercamiento familiar es, a menudo, mejor tolerado por el adolescente y puede abrir el camino para una trayectoria individual posterior.

Reflexiones y propuestas terapéuticas en relación a los rechazos de cuidados: ¿cómo tratar los rechazos de cuidados de los adolescentes?

Con este tipo de adolescentes, a menudo sin proyectos, socialmente desadaptados, el acercamiento terapéutico debe ser plurifocal e interdisciplinario, permitiendo un apuntalamiento a la vez educativo, social y psíquico. Dos elementos parecen importantes: la necesidad de un proyecto para los adolescentes, que puede ser motor de un proceso de cambio aunque conlleve evidentemente una parte de idealización, y la necesidad de un contrato que fije un encuadre establecido entre los adolescentes y los diferentes intervinientes de la red, que contenga los objetivos del seguimiento, los medios para alcanzarlos, los intercambios para la evaluación. Una asistencia bifocal, no entre dos psiquiatras, sino entre dos instituciones en el interior de la cadena de cuidados, puede ser también una posibilidad interesante. Debemos subrayar, sin embargo, que la interdisciplinaridad es difícil: diferentes participantes provenientes de campos diferentes, que utilizan lenguajes diferentes, que tienen dificultades de comunicación y rivalidades profesionales. Pero solamente ella permite crear un espacio psíquico, un área transicional para este adolescente que rechaza los cuidados.

A menudo estos adolescentes que rechazan los cuidados obtienen recursos en el actuar; esta confrontación con el mundo adulto adquiere para ellos un valor estructurante. El paso de estos jóvenes por las instituciones educativas, véase carcelarias, puede ser la oportunidad para este encuentro, permitiendo una identificación con los aspectos reparadores, más que con los aspectos destructores de su imago. De cara a la pulsión destructiva, la institución debe hacer un trabajo de ligazón, de representación. Ciertamente, la institución ideal debería facilitar la convivencia, afianzar, ser narcisizante, continente; no existe. Pero puede tener una función sustitutiva, mediatriz, protectora, de tolerancia, permitiendo al paciente encontrar un equipo de cuidadores, un equipo de adultos, pero también confrontarse con sus iguales. No olvidemos que la mayoría de estos adolescentes están aislados, en situación de repliegue en el seno de su familia que muy frecuentemente se opone a sus esfuerzos de autonomía, de separación, ya sea que la patología psiquiátrica esté externalizada o internalizada.

La institución, en general, va a favorecer por lo tanto un reajuste de la realidad externa y permitir la apertura a experiencias nuevas a distancia de los padres, distancia que no significa, evidentemente, ruptura, siendo totalmente esencial el trabajo regular con las familias de los adolescentes.

Es mediante el investimiento de sus objetos externos como el adolescente encontrará la posibilidad de desprenderse de sus fijaciones y de sus antiguos vínculos en la construcción de sus modelos así como en sus elecciones de objeto en tanto que sean suficientemente cercanas al objeto preedípico y edípico como para mantener la permanencia de su identidad y de su relación de objeto, y suficientemente distantes como para sacarle de su pasado infantil demasiado alienante o peligroso. Es esta noción de proyecto vital de la que he hablado ahora, subrayando una vez más la importancia de las dimensiones educativa y pedagógica.

El adulto, ni seductor, ni incestuoso, ni rechazante, ni hiperprotector será poco a poco claramente diferenciado con sus roles y los afectos que le son propios en la aceptación común de la ley, de la diferencia de sexos y de generaciones y en resumen de la diferencia. Los conflictos interpersonales no serán eludidos, sino que serán manejados de modo que circulen la libido y el humor, o permanezcan establecidos los límites, o subsistan los desacuerdos, pero explicitados y formulados lo mejor posible.

En conclusión, se debe insistir, creo, sobre la creatividad necesaria en las estructuras de cuidados ofertadas a los adolescentes, sabiendo que los adolescentes que rechazan cuidarse, y a los que, en una dialéctica infernal, rechazamos cuidar, son frecuentemente los pacientes más difíciles y más enfermos.

El ejemplo de San Martín, estructura de acogida para jóvenes toxicómanos, el ejemplo de Valmont, estructura educativa y penitenciaria, muestran bastante claramente la necesidad de que nosotros, los psiquiatras, inventemos nuevas modalidades de intervención y propongamos una oferta diversificada, con un vínculo muy fuerte entre las estructuras para rodear sus rechazos de cuidados. Lejos de responder al conjunto de las situaciones de rechazo de cuidados, estas nos conducen, no obstante, a definir mejor los cuidados que aceptamos dar y hasta dónde estamos dispuestos a ir para darlos.

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