Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente

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Hiperactividad y trastornos de la personalidad I. Sobre la hiperactividad

PDF: lasa-hiperactividad-trastornos-personalidad.pdf | Revista: 31-32 | Año: 2001

DE LA TEORÍA A LA PRÁCTICA, DE LA COMPRENSIÓN A LA INTERVENCIÓN

Como decíamos anteriormente, estos modelos de comprensión son inseparables de un estilo de intervención y de opción terapéutica, que lógicamente tendrá en cuenta sus correspondientes teorías y evidencias clínicas acerca de las causas del trastorno, y de como responde al tratamiento propuesto.
Es aquí donde se pueden apreciar diferencias notables entre las opciones de quienes confían en la eficacia y necesidad de abordar un tratamiento basado en una relación terapéutica, mas o menos prolongada, con el paciente y también con alguna relación o intervención con el entorno familiar y escolar del niño, y las de quienes optan por atribuir el trastorno a una causa neurobiológica, y en consecuencia, prescribir un tratamiento medicamentoso, casi siempre un estimulante anfetamínico.

Los primeros basan su decisión en su propia experiencia clínica, obtenida en el tratamiento de un número limitado de casos tratados prolongadamente y exhaustivamente y estudiados tanto en sus características individuales como familiares. A ojos de los criterios actualmente imperantes en la psiquiatría que se autodenomina “basada en la evidencia”, es precisamente esta dedicación intensiva a un número limitado de casos la que constituye su “debilidad científica” puesto que la “evidencia clínica” sólo puede obtenerse con “estudios clínicos controlados” que comparen los resultados de diferentes tratamientos aplicados a colectivos constituidos por un gran número de casos y con “diagnósticos homogéneos”. Obviamente esta “exigencia metodológica” obliga a establecer “criterios diagnósticos objetivos”, en los que la hiperactividad quede diferenciada de su “mezcla” con otros componentes psicopatológicos “comórbidos” (GREENHALGH, 1997). O sea que la idea de una hiperactividad “no pura”, es decir correlacionada con, e inseparable de otros síntomas o de fenómenos psico (pato)lógicos, plantea complicaciones metodológicas difíciles de resolver. Dicho al revés, el reclutamiento de una amplio número de “hiperactividades puras” simplifica el método. Y son muchos los autores, partidarios de la llamada “psiquiatría basada en la evidencia” que se han sentido obligados a llamar la atención sobre la muy frecuente “coexistencia de comorbilidad” asociada a la hiperactividad y sobre los diagnósticos basados sencillamente en la insuficiente observación clínica de la psicopatología subyacente a la sintomatología más visible, la hiperactividad. Es decir que lo que se separa, un tanto artificialmente por la necesidad conceptual de diferenciar diagnósticos “homogéneos” e individualizables, vuelve a presentarse en la realidad clínica evidente como algo inseparable, y la confluencia de fenómenos “comórbidos” es el resultado de una fragmentación previa, arbitraria por conceptual e ideológica, de fenómenos psicopatológicos inseparables porque son interactuantes y codeterminantes.

Pero parece legítimo, para llegar a conclusiones válidas, el aspirar a comparaciones en números significativos de los resultados, objetivamente evaluados, obtenidos con diferentes tratamientos. Esto exige, además de planteamientos metodológicos correctos, exigencias éticas y medios asistenciales que permitan una disponibilidad amplia y razonable de recursos terapéuticos, cosa que en nuestra realidad sanitaria y, aún más en la estadounidense (que es a la que más se refieren, como modelo a seguir, ciertos trabajos y muchos artículos de prensa) están lejos de ser una realidad presente. Conviene que recordemos algunas peculiaridades asistenciales de la psiquiatría estadounidense y de las conclusiones a las que conduce, antes de importarlas directamente a nuestro medio, mimetismo actualmente creciente en nuestro país, sin duda por efecto de la fascinación que ejercen sus modelos médicos y culturales, y por la promoción propia facilitada por su dominación lingüística, económica y mediática.

La lectura de las revistas científicas estadounidenses de psiquiatría de niños y adolescentes (fundamentalmente Journal of the American Academy of Child and Adolescent Psychiatry, pero también Archives of General Psychiatry y American Journal of Psychiatry, entre otras) permite ver claramente que privilegian ciertos temas: neuroquímica, neuro-imagen, efectos de los medicamentos, genética y bioquímica de los trastornos, así como trabajos epidemiológicos. Predomina de forma aplastante la ya citada tendencia “homogeneizante”, con grupos de pacientes en general muy amplios, analizados con parámetros empíricos y numéricos, y con neta prioridad a la obtención de datos con validez estadística, que permitan una “medicina basada en la evidencia”. La inmensa mayoría de trabajos, y la formación de los profesionales, están basadas en los criterios diagnósticos del DSM-IV, y se refieren exclusivamente a autores anglosajones y, convencidos lógicamente de que el inglés es el único lenguaje científico oficial, desconocen totalmente los trabajos de otras procedencias.

Las descripciones clínicas de casos, el interés por la vida interior del niño y por sus propios sentimientos personales, la comprensión clínica y profunda de su personalidad, el sufrimiento y las características relacionales e interactivas del niño y la familia, frecuentes en otras culturas psiquiátricas, están totalmente ausentes. Temas importantes en otras orientaciones y países, y también desarrollados por autores americanos o anglófonos –los conceptos psicodinámicos de mecanismos de defensa y de conflicto intrapsíquico (FRAIBERG, 1987); la importancia del apego en las primeras relaciones y organización psíquica (BOWLBY, 1951,1969; AINSWORTH, 1979; HOLMES,1993; MONTAGNER 1988, RUTTER, 1995; ZEANHA y cols., 1993); las primeras interacciones y su influencia en la modulación del temperamento y otras funciones constitutivas de la personalidad (KENNEL Y KLAUS, 1998, STERN, 1993, 1995); el interés de seguimiento en profundidad del caso individual como descubrimiento de factores traumáticos inabordables con estudios transversales (TERR, 1981, 1991)– han quedado muy relegados y casi desaparecido en los programas de formación (MALDONADO-DURA Y HELMIG, 2001).

Los clínicos se interesan en particular, o más bien exclusivamente, por los “criterios diagnósticos”, de los trastornos, es decir, sus síntomas, su severidad, su frecuencia y su coexistencia con otros síntomas.

Esta concepción descarta por “poco científica” la consideración de vivencias subjetivas, de relatos “narrativos” de la biografía y relaciones del niño, puesto que el “caso individual” no permite ni comparaciones estadísticas, ni conclusiones válidas respecto a la eficacia comparada en grandes cohortes de casos de los tratamientos utilizados. Pero, sobre todo, son las características económicas específicas de su sistema sanitario-asistencial (basado en la prioridad de la financiación basada en, e impuesta por, seguros privados, cuya extensión es correlativa a la escasez del sector sanitario público o semipúblico) las que han condicionado algunas de las características de su ideología y práctica clínicas.

Así, por ejemplo, las características emocionales o del comportamiento que no sean fácilmente simplificables y codificables, dificultan y retrasan que los seguros financien las consultas de diagnóstico y tratamiento. Al haberse generalizado, en salud y en psiquiatría, los criterios de gestión y evaluación de la industria privada, el profesional que tarde “demasiado” en establecer un diagnóstico será “menos productivo”; la duración de las hospitalizaciones, siempre muy breves, también se calcula estadísticamente conforme a la “duración media normal correspondiente” a cada diagnóstico; el psiquiatra que “prolonga excesivamente” su relación terapéutica con un paciente es “excesivamente costoso”. En resumen, el diagnóstico rápido es obligatorio y determina un protocolo homogéneo y uniforme de intervenciones terapéuticas muy breves, con objetivos de evaluación de cambios en comportamiento y síntomas claros y medibles, y con duración y coste idénticos para todos los pacientes “de iguales características”.

Sobra añadir que son varias las consecuencias derivadas de este estado de cosas: la inclusión creciente de problemas psicológicos y psiquiátricos en el campo de la pediatría “rápida” e individual y en detrimento de los equipos especializados en psiquiatría, y aun más si al denominarse “de salud mental” son considerados como “menos médicos” (a pesar de que también se tiende por razones exclusivas de ahorro económico a sustituir profesionales médicos por otros de inferiores salarios); la frecuencia creciente de las prescripciones medicamentosas “protocolizadas” en detrimento de otras opciones terapéuticas “más difíciles de homogeneizar y de evaluar” (y dejamos de lado el espinoso tema de la neutralidad y procedencia de los trabajos que muestran la “evidencia” del menor coste sanitario de los fármacos frente a otras opciones); el desinterés por la prevención, la promoción de la salud o el diagnóstico precoz, “sin diagnóstico confirmado no hay trastorno”; la no financiación de las intervenciones terapéuticas centradas en el medio familiar, “lo social no es medicina”, sobre todo si dan prioridad a consideraciones psicodinámicas que al proponer relación y escucha prolongan y complican, es decir “encarecen”, tanto el diagnóstico como el tratamiento; la prioridad, por no decir exclusividad, concedida a las “intervenciones en crisis”, muy frecuentemente en consulta ambulatoria no especializada, sin seguimiento posterior y sin ninguna posibilidad de interconsulta con otras especialidades médicas (BUSSING, 1998); la judicialización, con exclusión del sistema sanitario y de proyectos de readaptación, de los comportamientos violentos y conductas antisociales (HALLER, 2000); o sencillamente la exclusión del acceso a cualquier atención sanitaria de muchos niños (GELTMAN y cols., 1996; SMITH y cols., 2000).

Podría parecer maniqueo contraponer a estos fenómenos las características esenciales de los sistemas socio-sanitarios públicos, basados en el principio del derecho universal a la salud y la seguridad social. Como son sobradamente conocidas las características de un sistema como el nuestro, con sus ventajas, inconvenientes y carencias, y habiendo señalado ya algunos de los riesgos que nuestro papanatismo nos podría hacer importar, ignorando la autocrítica que los propios estadounidenses han realizado repetidas veces, me parece más útil cederles el protagonismo de sus propios logros y de los males derivados, no lo olvidemos, de todo progreso.

Volveré por ello, más adelante, sobre algunos trabajos actuales que replantean exhaustivamente estas cuestiones, (Informe de la Conferencia de Consenso sobre Diagnóstico y Tratamiento del Trastorno de Hiperactividad – Déficit de Atención del Instituto Nacional de la Salud de Estados Unidos, 2000), pese a lo cual no suelen ser tan citados como otros menos rigurosos. Aunque podría haber preferido presentar de entrada algunas de las conclusiones recientes y categóricas de estos autores, me ha parecido más interesante comenzar por un repaso, (“conocer la historia para no volver a repetirla”), de la sorprendente y aleccionadora evolución de los numerosos y controvertidos conceptos referentes a la hiperactividad.

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