Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente

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El espacio psicoterapéutico entre el reduccionismo médico y el reduccionismo social

PDF: matot-espacio-psicoterapeutico.pdf | Revista: 29 | Año: 2000

Jean-Paul Matot
Paido-psiquiatra, Director del Servicio de Salud Mental de la Universidad Autónoma de Bruselas.

Ponencia presentada en el XII Congreso Nacional de la Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia de Niños y Adolescentes (SEPYPNA) que bajo el título “Nuevos retos y nuevos espacios en psicoterapia” se desarrolló en Girona los días 15 y 16 de octubre de 1999.

Las prácticas clínicas cuyos modelos integran el concepto de Inconsciente introducido por Freud constituyen un campo de experiencia mucho más amplio que el campo de la cura psicoanalítica e incluso el de las psicoterapias psicoanalíticas en sentido estricto. Gran cantidad de terapias familiares sistemáticas, de numerosos dispositivos terapéuticos institucionales, de acercamientos terapéuticos que utilizan medios variados en el tratamiento de niños y de adultos, de diversas prácticas de prevención o de formación, de colaboraciones entre médicos somaticistas y psicólogos o psiquiatras, por citar sólo algunos ejemplos, destacan en este campo.

Por lo tanto, la ubicación de estas practicas en el campo de la medicina en general, y de la psiquiatría en particular, se encuentra a menudo cuestionada, pervertida o restringida.

Los profesionales de la psiquiatría infanto-juvenil, pese a que resisten aparentemente mejor a los cantos de sirena de un “cientificismo”, que no debe ser asociado precipitadamente a los acercamientos biológicos o comportamentales, se encuentran sin embargo confrontados a las evoluciones médicas y también sociales que a menudo amenazan la coherencia de sus intervenciones terapéuticas o preventivas. De hecho, si el imperialismo de “la eficacia científica”, siempre timbre de honor en medicina, ha arrojado cierto descrédito para la psicopatología, esta reencuentra otro adversario temible por otras razones en “la eficacia social” a la que son invitadas a afiliarse las prácticas clínicas que no se inscriben dentro de los esquemas formales de la medicina experimental.

Es en el nombre de esta “eficacia social“ que son, de hecho, cada vez más frecuentemente atribuidos por los poderes políticos y administrativos, los medios financieros al sector calificado de “psico-social.”
Una de las debilidades de los profesionales que reconocen su interés por una psicopatología, que ha integrado los conceptos claves del psicoanálisis, es la de haber analizado muy poco los fundamentos y la lógica que organizan los campos de la medicina y de la acción social (en sus dimensiones de ayuda y de control), y de no estar por ello en buenas condiciones para posicionarse claramente cara a estos dos campo, sino en forma puntual, aislada, y dispersa.

Luego es peligroso por ilusorio imaginarse que el dominio del tratamiento de los trastornos psicopatológicos del niño y del adolescente puede quedar como base de un pensamiento que habría abandonado la lucha en el terreno de la medicina y de la acción social. Sin embargo es peligroso, por ilusorio, imaginarse que el terreno de los trastornos psicopatológicos del niño y del adolescente puede permanecer como el bastión de un pensamiento que habría abandonado la lucha sobre el terreno de la medicina y la acción social.

Es en efecto sobre estos dos terrenos, que se sitúan en los límites de nuestra clínica, donde se juega el porvenir de una ideología de la terapia que pone como condición de “la eficacia terapéutica” la existencia de una separación irreductible entre la cura y el sufrimiento, entre la ayuda y la necesidad, entre la respuesta y la pregunta.

Es esta perspectiva la que va a plantear esta exposición. Su objetivo será mostrar en que se parecen o se diferencian las prácticas psicoterapéuticas de las prácticas médicas y de las prácticas sociales, y situarlas respecto a un riesgo doble, el de un reduccionismo médico por una parte, y el de un reduccionismo social por otra.

Para hacerlo partiré en la primera parte de la exposición de un eje de definición del espacio psicoterapéutico, resaltando ciertas características comunes a las prácticas psicoterapéuticas, que en mi opinión pueden extenderse a la relación terapéutica en medicina.

En el segundo y tercer capítulo abordaré los reduccionismos médico y social en sus relaciones respectivas con los paradigmas organizadores de la medicina y de la acción social en Europa Occidental.
En la cuarta parte de la exposición, trataré algunas proposiciones relativas a la situación del psicoanálisis respecto al campo médico y al campo social.

Terminaré la exposición con una reflexión sobre dos ejemplos prácticos de confrontación del espacio psicoterapéutico, por una parte, con el campo médico, con respecto al lugar y a los objetivos de una colaboración de psicólogos y psiquiatras con ginecólogos en la clínica de las procreaciones asistidas médicamente; por otra parte con el campo social con respecto a los tratamientos bajo prescripción judicial de los delincuentes sexuales.

EL ESPACIO PSICOTERAPÉUTICO

Partiré de una definición bastante general del “espacio psicoterapéutico”, reteniendo tres elementos que permiten circunscribirlo:

  1. La identificación conjunta de un profesional que dispone de una capacidad de tratar (y no de ayuda); y de una persona que sufre, incluso si el origen da este sufrimiento es exterior al sujeto (el cónyuge en un conflicto de pareja, el empleador en un conflicto profesional, el niño en un problema familiar, o una alucinación en un paciente delirante). Anotemos de pasada que estoy hablando de sufrimiento y no de demanda.
  2. La construcción por parte del profesional, para el paciente (es decir, en función del sufrimiento de éste) de un espacio de acogida que permite un encuentro inter-personal en el que el paciente pueda sentir dos cosas:

    • lo primero, sentirse acogido y aceptado tal y como es, y ver que se le va a propone un lugar propio;
    • y además ser confirmado en su esperanza de que el cuidado prodigado por el profesional pueda atenuar su sufrimiento;
  3. Estos dos sentimientos constituyen para el paciente vivir la realidad de un lugar de acogida para su sufrimiento narcisista.

  4. La introducción, por parte del profesional, en este lugar de acogida del sufrimiento narcisista así constituido, que asegura un apuntalamiento de las necesidades inmediatas y vitales del paciente, de un distanciamiento sutil (es decir de una violencia limitada, tolerable) entre la esperanza de alivio del sufrimiento (del lado del paciente), y la promesa de alivio de este sufrimiento que hace implícitamente o explícitamente el profesional.
  5. Este distanciamiento es evidentemente determinante, pero hay que subrayar que sólo puede tener sentido si las dos primeras condiciones se han cumplido simultáneamente.

    Este distanciamiento, que especifica el espacio psicoterapéutico y organiza su eficacia, se teoriza en la técnica psicoanalítica, pero considero que se utiliza en todo acercamiento psicoterapéutico, incluyendo aquellos en los que la relación se organiza alrededor de la prescripción de un medicamento, o incluso aquellos que impliquen un dispositivo institucional. Luego, para mí, quedan incluidas claramente las terapias comportamentales, incluso si estos acercamientos no conceptualizan este distanciamiento, pero se conforman con ponerlo en juego: no es porque no se nombre algo que ese algo no existe. Voy a ir incluso más lejos, aunque traspase el marco de esta exposición: pienso que este distanciamiento es una condición sine qua non de la eficacia de toda intervención terapéutica, incluida en la medicina somática. Es de hecho este distanciamiento, el que permite que la técnica médica sea el arte de curar. Anticipando aquí la continuación de mi exposición, considero que la dimensión psicoterapéutica debe formar parte de toda intervención terapéutica, y por esta razón de la intervención médica. Como bien ha explicado por ejemplo, la doctora Bruschweiler en su exposición sobre la clínica del lactante, no podemos seguir ignorando a estas alturas, el estrecho intrincamiento que existe entre salud física y salud mental. Así la prácticas psicoterapéuticas de inspiración psicoanalítica pueden ser consideradas como el extremo más especializado y más “puro” de un continuum que se extiende, en el otro extremo, hasta las prácticas de medicina somática, en las que los “actos técnicos” ocupan más espacio. En mi opinión no hay pues ruptura sino continuidad entre el campo de los tratamientos y el campo psicoterapéutico.

    Pero volvamos ahora a mi definición del espacio psicoterapéutico. Podemos decir que lo que organiza la eficacia de este espacio es una violencia simbolizante que el profesional introduce entre la esperanza y la promesa, violencia, que él debe conseguir volver tolerable para el paciente, por la acogida que hace a su ser (el respeto de su estatuto de sujeto) y por el cuidado que prodiga a su sufrimiento narcisista.

    Habrán constatado, que a este nivel, he definido el espacio psicoterapéutico sin hablar ni de demanda, ni de marco (encuadre). No desarrollaré este punto por falta de tiempo, pero podremos volver a él en el debate.

    A partir de esta definición del espacio psicoterapéutico, vamos ahora a considerar porque este espacio se encuentra amenazado por dos reduccionismos: el reduccionismo médico y el reduccionismo social.

    Del reduccionismo médico…

    El reduccionismo se define en el diccionario Robert como la “reducción sistemática de un dominio de conocimiento a otro más formalizado”. Esta definición no corresponde exactamente a lo que yo quiero decir. Sin embargo, no he encontrado otra. Utilizando este término, de lo que en realidad quiero hablarles, es del movimiento intelectual por el que una parte puede ser tomada por un todo, o por el que el éxito de una teoría, de una ideología o de un modelo de pensamiento, hace olvidar que no se aplican más que a una parte o a una vertiente del dominio considerado, o incluso que conllevan intrínsecamente una toma de posición teórica que excluye un aspecto importante de la realidad. Creo que la continuación de la exposición aclarará mi propósito.

    El término de “desecho, desperdicio”, definido en el diccionario Robert como la “pérdida, disminución que una cosa sufre en el empleo y uso que se le hace” convendría mejor, pero su connotación peyorativa lo hace poco apropiado.

    Lo que designo pues, a falta de otro mejor, con el término de “reduccionismo médico” se caracteriza fundamentalmente por la exclusión de lo que yo he descrito, en referencia al espacio psicoterapéutico, como esta “violencia simbolizante” que debe conseguir introducirse en la dinámica del encuentro terapéutico. La ausencia de violencia simbolizante tiene como efecto preservar la ilusión omnipotente que supone realizar una coincidencia perfecta entre la esperanza y la promesa, y apunta hacia una anulación radical del sufrimiento por la terapia.

    Este reduccionismo puede ser considerado como una especie de desecho no reciclado resultante de la formidable producción de saber que ha permitido y continúa permitiendo el desarrollo extraordinario de la medicina moderna.

    Llegamos a un momento en el que la acumulación de este desecho amenaza los beneficios que una sociedad puede obtener de los desarrollos de la ciencia médica:un momento en que, para decirlo de otra manera, la técnica médica crea problemas de sociedad que la sobrepasan, porque tocan los fundamentos del ser humano.

    Por lo tante se vuelve indispensable y urgente el tratar el desecho de la medicina moderna en el seno de la misma medicina. La hipótesis que os propongo, es que para esto, no es necesario abandonar la medicina experimental, sino dejar de querer situarla en el centro de la práctica médica.

    J-P. Lebrun, recogiendo los trabajos de G. Canguilhem (1), de C. Lichtenthaeler (2), y de M. Foucault (3), muestra muy bien como el paso, a lo largo del siglo diecinueve, del paradigma del arte de sanar al de la ciencia médica, conlleva en sí misma los gérmenes del problema al que se enfrenta la medicina moderna, y con ella la sociedad.

    El advenimiento del método experimental en medicina, que está ligado a la obra de Claude Bernard (1813-1878), provoca una revolución con respecto a la medicina hipocrática. El nombre de Hipócrates es asociado siempre a la fundación de la intervención médica, como testimonia el juramento mantenido discretamente por generaciones sucesivas de médicos. Pero esta aparente continuidad enmascara el hecho de que la fundación de una nueva medicina ha tenido lugar en el transcurso del siglo diecinueve, y que estos principios no están en continuidad, sino que rompen con los de la medicina hipocrática.

    Hipócrates liberó a la medicina del dominio de lo sagrado, para hacerle entrar en el de la naturaleza; Claude Bernard separa la medicina de la naturaleza para incluirla en el dominio de la ciencia.

    Como escribe Canguilhem: “si la historia de la medicina conduce a hacer justicia a Hipócrates, fundador de la medicina de observación, el porvenir se preocupa de prescribir a la medicina, no el negar la medicina de observación, sino el separarse de ella. El hipocratismo es un naturismo: la medicina de observación es pasiva, contemplativa, descriptiva como una ciencia natural. La medicina experimental es una ciencia conquistadora”.

    Los propios textos de Claude Bernard plantean sin equivoco alguno la realidad del salto epistemológico que instaura el método experimental: “Lo que quiero, escribe, es fundar la medicina experimental convirtiendo en científico lo que hoy en día no es más que empírico. Para esto yo demuestro que podemos actuar sobre los cuerpos vivos como sobre los cuerpos brutos… y afirmo que la medicina contemplativa del curso de las enfermedades, es decir la medicina de observación, aunque le queda mucho por hacer, existe; Hipócrates la fundó. Pero de otro lado, pretendo que la medicina experimental, aquella que tiene como objeto actuar sobre el organismo y modificar o curar las enfermedades, no existe; su problema no se ha planteado; espera todavía su fundador.”

    O incluso: “la medicina de observación ve, observa y explica las enfermedades, pero no trata la enfermedad… Cuando Hipócrates sale de la pura expectación para dar remedios, es siempre con el fin de favorecer las tendencias de la naturaleza, es decir hacer que la enfermedad recorra sus períodos. El médico experimentador ejercerá sucesivamente su influencia sobre las enfermedades, a partir del momento en que conozca experimentalmente el determinismo exacto, es decir la causa próxima” (4).

    J-P. Lebrun resalta que los médicos, tras Claude Bernard, deben lograr incluirse en una doble filiación contradictoria, hipocrática y experimental. Ya que la medicina experimental no ha querido, o no ha podido, renegar completamente de la medicina hipocrática, la ha relegado al capítulo de las antigüe
    dades, pero reconociéndola como originaria. La medicina científica ocupa lo alto del pabellón con toda legitimidad:porque a ella le debe la medicina occidental sus progresos, y es ella la que ha permitido desarrollar los tratamientos cada vez más eficaces, para un número creciente de enfermedades. Sin embargo, para esta medicina científica, el sujeto enfermo en sí mismo no tiene un status científico: es el lugar de los mecanismos fisiológicos y patológicos que son objeto de la investigación médica. Esto nos lleva a que la parte de la de la actividad del médico, que puede definirse como la relación médico – enfermo, no tiene tampoco un status científico: puede ser representada como el envoltorio, considerado según los médicos como necesario o inevitable, del objeto mismo de la medicina, que es la fisiología del cuerpo humano, sano o enfermo.

    Así podemos considerar con J-P. Lebrun que “si hoy en día el médico continúa interesándose por el enfermo, es en tanto que desborda su estricta posición medica científica. Lo que no quiere decir que en la experiencia cotidiana en concreto, el médico no utiliza más su arte, pero que si lo hace – y lo hace felizmente a menudo – no es en el marco de su intervención científica: es un suplemento…Lo que al médico contemporáneo le cuesta tener en cuenta, es que él debe trabajar esta división: se ha convertido en obrero de esta medicina científica que sin duda alguna es eficaz, y debe asumir todo ese saber científico que se ha ido constituyendo progresivamente; por otra parte, en este movimiento que le ha instalado como médico, – ya que hoy en día es médico porque ha aceptado ser el agente de la medicina – algo se ha perdido de la tradición hipocrática y la solitaria referencia al juramento de Hipócrates no basta para borrar los efectos del advenimiento y fundación de la posición médica actual.

    Podemos por el contrario interpretar múltiples aspectos de la crisis de la medicina contemporánea, tales como la prosperidad de las medicinas paralelas “alternativas” o de las medicinas llamadas “suaves”, el encarnizamiento terapéutico, la laxitud del médico general enfrentado repetidamente a las consultas sin un verdadero motivo médico, la deshumanización de los hospitales o incluso el déficit creciente de los sistemas de seguridad social, como otros tantos signos ligados directa o indirectamente a esta división y a la antítesis de la que deriva”.

    Por esto, me parece que podemos sostener con Canguilhem que “hemos llegado al punto en que la racionalidad médica se realiza en el reconocimiento de sus límites, entendido, no como el fracaso de una ambición que ha dado tantas pruebas de su legitimidad, sino como la obligación de cambiar de registro. Hay que confesar que no puede haber homogeneidad ni uniformidad de atención y de actitud hacia la enfermedad y hacia el enfermo y que el trato con el enfermo no deriva de la misma responsabilidad que la lucha racional contra la enfermedad.”

    Me gustaría atraer vuestra atención hacia el hecho de que esta medicina científica, en el movimiento mismo del que ha nacido, expresa y reivindica muy conscientemente un fantasma omnipotente. “ Con la ayuda de estas ciencias experimentales activas, escribe Claude Bernard, el hombre se vuelve un inventor de fenómenos, un verdadero contramaestre de la creación, y no sabríamos, al respecto, asignar límites al poder que puede adquirir sobre la naturaleza.” (Principios de medicina experimental, 1865).

    Esta cuestión sobre el lugar que se le otorga a la omnipotencia en la teoría médica, o a lo que J-P Lebrun llama la “ situación de falta ”, es clave para nuestro propósito: “Al tratar la demanda de cuidados como una necesidad, escribe Lebrun, la medicina científica confirma la creencia común de que un objeto pueda satisfacer plenamente al ser humano. Por otra parte, la prevalencia del objeto farmacológico como símbolo de la intervención terapéutica viene a confirmar que el médico hace de la falta una concepción donde siempre podría encontrar con que remediarla.

    Estos dos rasgos nos hacen presentir que para el médico de hoy en día, la enfermedad es percibida como una falta rellenable, de todas formas cuando la ciencia haya progresado lo suficiente. Esta concepción que prevalece ideológicamente en el médico y que está sin duda en el origen del encarnizamiento terapéutico, por ejemplo, podemos resumirla muy simplemente diciendo que se trata de una confusión entre impotencia e imposibilidad.

    DEL REDUCCIONISMO SOCIAL

    Llamo reduccionismo social a una operación que, con el objetivo de evitar la “psiquiatrización”, viene a negar el hecho psicopatológico; que, con el objetivo de tener en cuenta los determinantes sociales, económicos y culturales que afectan a la salud mental de los individuos, vienen a defender un acercamiento prioritaria y esencialmente reeducativo o integrativo de las disfunciones individuales y familiares.

    Lo que caracteriza el reduccionismo social, es una doble asimilación complementaria del cuidado a la ayuda y del sufrimiento a la necesidad. Serge Frisch nos mostró muy bien, en su exposición de ayer, mientras describía las prácticas de las terapias “alternativas”, el peligro de tal deriva cuando se aplica a la psicoterapias.

    Mi hipótesis, que merecería seguramente profundizarse y confrontarse con los puntos de vista de historiadores y sociólogos, es que este reduccionismo nace dentro de la ideología democrática, y encuentra su expresión final dentro de la ideología igualitarista, que tiene como objetivo la abolición de las diferencias, asociando las diferencias a las nociones de privilegio e injusticia. Esta ideología impregna profundamente el movimiento socialista laico. Luego, mi hipótesis es que el reduccionismo social puede ser considerado como el “desecho” de la revolución democrática, de la misma forma que habíamos considerado al reduccionismo médico como el “desecho” de la revolución médica.

    Y, como para la medicina experimental, no se trata de despreciar el todo con la parte, cuestionando el valor de los progresos que resultan del desarrollo de la democracia política y de las adquisiciones sociales obtenidas por el movimiento socialista. Pero es sin duda necesario pensar en el origen y las consecuencias de este “desecho” que se expresa en el reduccionismo social, porque constituye una amenaza tangible para el desarrollo de nuestras sociedades y para la misma democracia.

    La ideología igualitaria propone como principio que lo que supone un obstáculo para el ideal democrático, es la desigualdad: desigualdad hombre / mujer, rico / pobre, norte / sur, etc…El ideal igualitario consiste en pensar que la abolición de las desigualdades es la vía que puede llevar al ideal sanitario de la definición de la OMS: un estado de bienestar físico, moral y social. El sufrimiento en esta perspectiva corresponde a una injusticia sufrida o a una necesidad que no se consigue: lo que implica que una ley venga a paliar la injusticia, o que una ayuda llegue para responder a la necesidad. Ayuda que diversos profesionales pueden aportar, entre los que se encuentran los profesionales de la salud y de la salud mental.

    Observamos pues, las dos palancas de la ideología igualitaria: por una parte la acción legislativa y reglamentaria, asociada al ejercicio de la justicia, para establecer las bases de la igualdad de derecho; por otra parte la acción social y la oferta de servicios para responder a las necesidades.

    Los límites y obstáculos de tal acercamiento son evidentes hoy en día: inflacción de textos legislativos y reglamentarios que intentan en vano resolver los problemas existenciales y de sociedad que pertenecen a la esfera privada; multiplicación anárquica de servicios y de iniciativas desprovistas de medios significativos, de visión de conjunto y de continuidad que intentan responder, puntualmente, a necesidades mal definidas, engendrando un sentimiento de desánimo e incluso de inutilidad.

    Daré dos ejemplos recientes de este reduccionismo social concernientes al campo de la psiquiatría infanto-juvenil en Bélgica. Uno sobre la problemática de la violencia intrafamiliar, el otro sobre la atención a los niños que presentan problemas psíquicos categorizados como minusvalías.

    El decreto de la Comunidad Francesa referente a la ayuda a los niños víctimas del maltrato

    Votado en 1998 a pesar de la oposición unánime de los profesionales de la psiquiatría infanto-juvenil, constituye un ejemplo típico de transformación por el poder político socialista de una problemática paido-psiquiátrica en una problemática social.

    La exposición anterior de M.J. Alvarez y cols.*, referente al desarrollo de una coordinación para la atención de los niños víctimas de abusos sexuales, ha puesto en evidencia un importante escollo que amenaza a los profesionales de la salud mental en este tipo de trabajo. En efecto, el tema de la denuncia a la justicia de los abusos sexuales no se plantea, para los profesionales de la salud mental, en los mismos términos que para otros profesionales. La “función social” evocada por M.J. Alvarez no es igual para unos y otros. La función social de los profesionales de la salud mental es la de tratar, y ninguna otra. A partir de esta posición inicial, la cuestión de la denuncia no se nos plantea más que desde la cuestión de saber como instaurar, para una familia maltratadora, un espacio de simbolización, lo que supone que el marco de trabajo escape de la perversión, y que sea compatible con la instauración progresiva de una ley simbólica. El objetivo terapéutico que debe presidir la creación de un marco adecuado es doble: por una parte, acogida del sufrimiento narcisista; y por otra parte, la instauración de un espacio simbolizante. Bajo esta perspectiva nos planteamos la cuestión de saber si la intervención de la justicia es o no necesaria para la realización de los objetivos terapéuticos, y en caso afirmativo, como y por quien debe ser ejecutada, y que articulación es deseable con los profesionales de la salud.

    En Bélgica, la filosofía de la intervención que pretende instaurar este Decreto ha tenido que deslizarse, por la presión de los profesionales, de la obligación de denunciar, considerada en el ante-proyecto precedente, a la obligación de aportar alguna ayuda; sin embargo, esta ayuda se define de forma restrictiva apuntando a “ hacer cesar el maltrato”; esta preocupación, tan legítima como evidente, tiene sin embargo una formulación peligrosa: puede, si nos la tomamos al pie de la letra, hacer impracticable un tratamiento auténtico de las familias con interacciones violentas, y desembocar en una multiplicación de los internamientos inadecuados o de otras medidas violentas que provocan una dislocación de la familia, cuyo peso recae sobre el niño. La experiencia adquirida en este campo de la atención a estas familias nos enseña que, como en cualquier otra patología familiar, un efecto terapéutico sólo puede obtenerse progresivamente, mediante la movilización de los recursos propios de la familia, y que este trabajo implica necesariamente un riesgo indisociable de la posibilidad de un cambio. Este riesgo debe ser evaluado correctamente y reducido imperativamente: sin embargo no puede ser anulado jamás, salvo cuando es reemplazado por otra forma de violencia, la que nuestra sociedad hace sufrir a sus excluidos. Así, no es a veces menos perjudicial para un niño vivir durante un tiempo en un contexto familiar donde persiste cierto grado de violencia, que sufrir la ruptura de sus lazos familiares tras el internamiento, intempestivo y mal preparado, en una institución.

    La deriva de este tratamiento hacia el control social, que estaba ya presente a mínima desde la puesta en marcha en 1985, fuera de las instancias y de los organismos encargados de la salud pública, pero en el sector extremadamente impreciso de la prevención, de los equipos SOS- Niños, se encuentra considerablemente acentuada en el Decreto. Este intenta subrepticiamente deslizar a estos equipos SOS-Niños desde una prevención de tipo sanitario (Departamento de Infancia y Natalidad- Office de la Naissance et de l´Enfance), hacia una prevención de tipo social, asociado a una misión parajudicial de control, garantizada por el Servicio de Protección de Menores (Secteur d´Aide à la Jeunesse).

    Es muy significativo en la composición del equipo SOS-Niños, el hecho de que la función paido-psiquiátrica haya sido siempre facultativa, pese a la evidencia de que el trabajo de los equipos de SOS-Niños está centrado en una clínica paido-psiquiátrica. Tal disposición no es producto del azar: refleja perfectamente el hecho de que la prioridad no se sitúa a nivel de un tratamiento especializado del niño y de la familia, sometida a las normas deontológicas médicas, sino a una gestión social de la violencia intra-familiar.

    En el mismo sentido, podemos resaltar que los órganos de coordinación instauradas por el Decreto (Comisiones de Coordinación por distrito judicial y Comisión Permanente de la Infancia Maltratada) se caracterizan por una sobre-representación de los sectores represivos y judiciales, y por una ausencia llamativa del sector sanitario.

    Este decreto acentúa pues, como vemos, el abandono implícito de la dimensión terapéutica de la atención a las familias maltratantes, en beneficio de un control social, (del que sabemos que es ineficaz en términos de pronóstico evolutivo de los niños); con ello se acentúa el abismo existente entre las familias con interacciones violentas, de cara a las cuales deberíamos, antes de nada, proteger al niño, y las otras formas de sufrimiento intrafamiliar, donde el niño y su familia tendrían derecho a una verdadera ayuda terapéutica. Consagra la segregación de las familias con interacciones violentas y la violencia social asociada a toda segregación. Todo ello en nombre del bien del niño.

    El decreto del 4 de marzo referente a la integración social y profesional de las personas inválidas.

    En el campo de las minusvalías, dos categorías (140 y 110) ocupan un lugar particular. Conciernen a los niños y adolescentes que presentan problemas psicopatológicos, con o sin afectación de las capacidades intelectuales, trastornos eminentemente evolutivos, cuyo origen es multifactorial, y que necesitan des intervenciones complejas que asocien no sólo medidas terapéuticas, educativas y reeducativas, sino a menudo igualmente, tienen en cuenta las disfunciones familiares o institucionales asociadas.

    Los trastornos que sufren estos niños y adolescentes son pues, en esencia, susceptibles de evolucionar considerablemente, o incluso en algunos casos se resuelven completamente, en función de los tratamientos seguidos. Así, si no es falso considerar que estos trastornos determinan una desventaja o minusvalía (en la medida en la que estos niños y adolescentes sufren, muy a menudo, fracaso escolar y dificultad para encontrar su lugar dentro de las relaciones sociales; y por otra parte, en la medida en que en ausencia de un tratamiento adecuado, su desarrollo psicológico se verá gravemente obstaculizado), es, por el contrario, esencial considerar esta minusvalía como una simple constatación hecha en un momento dado, que no prejuzga para nada la evolución ulterior.

    En otros países europeos, muchos de estos niños y adolescentes recogidos en nuestras categorías 140 y 110 son orientados hacia estructuras terapéuticas a tiempo parcial o tiempo completo organizados por las autoridades al cargo de la salud.

    En Bélgica, y particularmente en Bruselas, tales estructuras terapéuticas son raras o incluso inexistentes. Esta es la razón por la que la responsabilidad terapéutica de estos niños y adolescentes pasan muy a menudo a las instituciones médicopedagógicos, internados o semi-internados, que no dependen de la salud pública sino del sector social, y se rigen por la legislación sobre los inválidos.

    La introducción del historial necesario para que el Estado financie la atención del niño supone que una demanda de admisión, en la que figura explícitamente la declaración del interesado de su minusvalía, sea redactada por éste o por su representante legal (en este caso los padres del niño o del adolescente para nuestras categorías 140 y 110); cuando sabemos hasta que punto el concepto de minusvalía es asimilado por el gran público a una noción de irreversibilidad, la cual es contradictoria con la idea misma de un proceder terapéutico, podemos medir el impacto que tal procedimiento administrativo provoca en el niño y en sus padres.

    Sin embargo, hay que subrayar que, como en lo que concierne a los equipos SOS-Niños, esta nueva legislación no hace más que poner de manifiesto una tendencia que existía ya antes, pero cuya lógica no había llegado hasta el final, y de la que sector de la salud no había podido o no había querido ver las implicaciones.

    El estudio del historial de demanda de admisión en los institutos médico-pedagógicos se administra, sin diferenciar todo tipo de minusválidos físicos y psíquicos, por un equipo dependiente de la administración, dirigido por un médico general, asistido por un psicólogo y un asistente social; este médico puede, si lo cree necesario, pedir la opinión de un médico especialista o de un psicólogo. Esta opinión no es pues en absoluto obligatoria, y ya no prevé, como era el caso hasta ahora, la opinión de un equipo multidisciplinario de salud mental asociando paido-psiquiatras, psicólogos y asistentes sociales, e independiente tanto de la administración subsidiaria como de la institución de acogida.

    Encima, incluso ahora que el objetivo terapéutico inherente a una orientación del niño y del adolescente “140” o “110” en un instituto médico-pedagógico va emparejado con el carácter eminentemente evolutivo de las patologías al caso, las reevaluaciones anuales del mismo equipo multidisciplinar de salud mental, que permitían a un tercero evaluar la evolución del niño o del adolescente y poder en caso de fracaso proponer una modificación o una adaptación de las medidas asistenciales, se ven suprimidas.

    Estos dos ejemplos muestran bien los riesgos insidiosos que amenazan los fundamentos mismos de nuestras prácticas clínicas y sobre todo la naturaleza misma de los cuidados prodigados y reconocidos por la sociedad. Vemos también que nosotros, los profesionales, absorbidos por la actividad clínica, no estamos suficientemente atentos y no nos organizamos de manera suficientemente eficaz para identificar claramente estas amenazas y para hacerlas fracasar.

    A mi parecer debemos, para esto, disponer de referencias conceptuales que sean operantes para situarnos dentro del campo médico y social. Esto es lo que intentaré esbozar en las dos últimas partes de la exposición.

    PROPOSICIONES PARA LA SITUACIÓN DEL PSICOANÁLISIS RESPECTO AL CAMPO MÉDICO Y AL CAMPO SOCIAL.

    Durante el 11º congreso de la Sociedad Europea de Psiquiatría del niño y del adolescente (ESCAP) celebrado en Hamburgo en septiembre de 1999, una conferencia en sesión plenaria del profesor Donald Cohen, presidente de la Asociación Internacional de Psiquiatría del niño, del adolescente y de los profesionales asociados (IACAPAP) se titulaba: “ Social neuroscience: autism and pervasive developmental disorders”. Este título por sí solo resume mi propósito, y el riesgo de desaparición de la clínica paido-psiquiátrica entre las ciencias del desarrollo (“developmental sciences”) enumeradas por Cohen (“social cognition, genetics, neuro-imaging, neuropsychology”), y las “habilidades sociales”, concebidas como la coincidencia entre las capacidades de adaptación de los individuos a la vida social, y los arreglos que una sociedad prevé para integrar a aquellos de estos miembros que presenten minusvalías.

    Es evidente que la puesta en evidencia por Freud, al inicio del siglo veinte, de un funcionamiento mental inconsciente que influye enormemente – y a veces determina – aunque no lo sepamos, todas las actividades humanas, constituye, respecto a la tentación omnipotente que es, como hemos visto, consubstancial a la medicina experimental, una revolución conceptual, comparable a la revolución que habían impuesto a la medicina hipocrática los trabajos de Claude Bernard.

    Podemos plantearnos la cuestión de saber porqué la revolución psicoanalítica, lejos de haber podido, por lo menos hasta el momento, introducir en el ejercicio de la medicina una teoría general de la relación terapéutica, le cuesta tanto hacer reconocer la pertinencia de sus modelos en el campo médico, como lo hizo, menos de un siglo antes, la medicina experimental.

    Se puede buscar la respuesta del lado de la importancia que siempre tuvo para Freud, el ligar los conceptos psicoanalíticos a los conceptos científicos de su época, o a sus prolongaciones posibles. J-M. Gauthier, siguiendo a de P-L. Assoun, revela que “ la referencia a la ciencia de su época es constante para Freud…” y que se trata aquí de “uno de los aspectos los más originales de la obra freudiana: partiendo de las concepciones energéticas de la física de su tiempo y permaneciendo fiel al pensamiento anatómico que fue la base de su formación, Freud aisló un dominio de investigaciones originales, y al mismo tiempo muy atípicas con respecto a sus referencias casi obligadas”. Gauthier subraya la permanencia de este procedimiento en Freud, quien en 1931 escribía “como no podemos rechazar atribuir la excitación sexual a la influencia de ciertas sustancias nocivas, nos vemos obligados a esperar a que la bioquímica nos ofrezca un día una sustancia cuya presencia haga nacer la excitación sexual masculina y otra que haga lo mismo para la excitación femenina”. Luego podríamos decir bajo este punto de vista que la VIAGRA es muy freudiana. O incluso que Freud no puede impedir compartir el cientificismo omnipotente de Claude Bernard.

    Así, una hipótesis que permita explicar el fracaso relativo del psicoanálisis para conseguir una renovación de la práctica médica por la introducción de una teoría de la relación terapéutica, via introducción del concepto de inconsciente, obtenido de la cura analítica, reside quizás en el deseo de Freud de encontrar un lugar y de ser reconocido por la medicina científica, a la que por otra parte trastoca sus certezas: al contrario de un Claude Bernard, que afirma en alta voz su ruptura con la medicina hipocrática y promete a todo discípulo y potencial sucesor el estatus de “verdadero contramaestre de la creación” para el que ningún límite vendría a restringirle “la potencia que puede adquirir sobre la naturaleza”, Freud no deja de reclamar su pertenencia a esta medicina científica de la que espera una confirmación definitiva a sus investigaciones, condenando a sus sucesores a inscribirse en un linaje destinado a la desaparición al fundirse en la bioquímica.

    Intentemos ahora situar brevemente, en un plano teórico, el lugar del psicoanálisis respecto al campo médico y al campo social.

    El psicoanálisis puede ser considerado según dos vertientes, el de una práctica psicoterapéutica, y el de una teoría del funcionamiento del psiquismo humano.

    En tanto que práctica clínica terapéutica, forma parte del campo médico. Igual habría que ir más lejos, y decir que constituye la vertiente complementaria de la medicina experimental, en la medida en que permite conceptualizar lo que ésta deja de lado, es decir la relación terapéutica.

    Así se debería defender la idea, ciertamente iconoclasta, de que la medicina moderna no podrá evitar el callejón sin salida más que situando la relación terapéutica en el centro de su reflexión, y que la única epistemología susceptible de sostener esta mutación es la que se deriva de la teoría psicoanalítica del inconsciente. La consecuencia es, para los psicoanalistas y los psicoterapeutas de formación psicoanalítica, que no es solamente justificable sino que es indispensable desarrollar los dispositivos de colaboración, de supervisión y de formación, según el caso, en lo que se refiere a los médicos somaticistas.

    En tanto que teoría del funcionamiento mental, el psicoanálisis forma parte de las ciencias humanas; igual también deberíamos ir más lejos, y sostener que es una ideología, y que como tal constituye la vertiente complementaria de la ideología igualitarista; en este sentido, puede en efecto limitar el control social que ejerce esta ideología en las sociedades democráticas. Se trata sin embargo de un campo de reflexión que creo que es interesante pero que necesita más capacidades que las mías.

    Intentemos ahora, para terminar, ver como en la práctica podemos sacar partido de tal posicionamiento teórico del psicoanálisis.

    Desarrollo del espacio psicoterapéutico en relación con el campo social y con el campo médico.

    ¿Cuáles son, de hecho, los medios de que disponemos, como profesionales de la salud mental, para extender el campo de nuestras prácticas, sin tener que sacrificarlo para ello al reduccionismo médico o al reduccionismo social?

    Para esto cogeré dos ejemplos, uno en el registro médico, y el otro en el registro social.

    En el registro médico, consideremos la colaboración de los paido-psiquiatras o psicólogos con los ginecólogos en lo que concierne a la reproducción asistida. Son muchos, en efecto, los ginecólogos que desean asegurarse la colaboración de los profesionales de la salud mental en este difícil campo. Me limitaré aquí a reflexionar sobre los objetivos que podemos dar a nuestras intervenciones.

    Cuando un individuo o una pareja consulta con una demanda de reproducción asistida, el sufrimiento psíquico siempre está presente, al menos de manera implícita; se sitúa a nivel del trastorno narcisista que representa la infertilidad o los obstáculos intrapsíquicos para la procreación. Me parece que el objetivo que debemos asignarnos, es ofrecer a estos pacientes un espacio de acogida y de esperanza para este sufrimiento; y digo bien un espacio, y no dos: un único espacio donde encuentren articuladas una acogida psicoterapéutica y una respuesta técnica, sin confrontar a los pacientes a esa violencia gratuita que constituyen la yuxtaposición de dos discursos terapéuticos perfectamente incoherentes y confusionantes porque son propuestos por lógicas contradictorias.

    Espacio de articulación, y no de sumisión de un visión psicologizante a la omnipotencia de una intervención técnica: no vemos el interés para los clínicos de jugar constantemente a ser los bomberos de una medicina técnica desconociendo la realidad psíquica; tal posición masoquista se asemeja a un “hacer como si” y sirve de paraguas a prácticas fundamentalmente antiterapéuticas.

    Espacio terapéutico único, abierto primero por el ginecólogo que recibe la demanda inicial, a la que puede asociarse eventualmente en un segundo tiempo el psicólogo o el psiquiatra. También se puede decir que lo esencial del trabajo se sitúa a nivel de la elaboración de una posición terapéutica común, lo que implica un respeto, una confidencia y una exigencia conceptual recíproca.

    Esta posición terapéutica común se caracteriza por la acogida al sufrimiento narcisista, requisito necesario para la elaboración sistemática y rigurosa de los fantasmas omnipotentes, tanto del lado del paciente como de los terapeutas, con el fin de permitir la introducción de esta violencia simbolizante que yo he considerado como la llave maestra del edificio terapéutico. Los fantasmas omnipotentes, subrayémoslo, no son una característica exclusiva de los médicos convencidos de la eficacia de sus técnicas; la posición de los psiquiatras o de los psicólogos investidos de poder para decir lo que es ético y lo que no lo es, lo que es bueno para la pareja o el individuo y lo que no lo es, lo que será favorable o desfavorable para el niño que va a llegar, y situados como censores de las demandas de reproducción asistida, constituye a pesar de todo una barrera y un obstáculo radical para la instauración de un espacio terapéutico.

    En el registro social, consideremos ahora la problemática de los tratamientos a petición del juez de los autores de infracciones sexuales liberados condicionalmente.

    Las demandas, más o menos imperiosas, que emanan del poder judicial con vistas a garantizarse la “colaboración” de los profesionales de la salud no datan de ayer. Respecto a la categoría judicial de “delincuentes sexuales”, la preocupación del Ministerio de Justicia por implicar a las estructuras y profesionales de la salud en “ el encuadre terapéutico” de las personas liberadas condicionalmente es anterior al “ caso Dutroux” (que empieza para el gran público al principio del verano de 1996) y a la constatación de las carencias de los organismos judiciales y policiales. En efecto la ley “relativa a las infracciones sexuales para los menores”, que modifica la ley del 31 de mayo de 1888 relativa a la libertad condicional (llamada ley Lejeune), data del 13 de abril de 1995. Instaura, previamente a toda libertad condicional de un condenado por delitos sexuales que impliquen a menores, “la opinión de un servicio especializado en el tratamiento de los delincuentes sexuales”; así mismo, toda libertad condicional en este caso “debe estar sometida a la obligación de seguir un tratamiento o seguimiento”.

    Luego no es en relación al trauma que ha constituido para la opinión pública belga el descubrimiento del martirio de las pequeñas Julie y Mélissa, y luego, un poco más tarde de la pequeña Loubna, y de la increíble acumulación de ligerezas, de incompetencias, de rivalidades entre el cuerpo de policía y la gendarmería, de los disfuncionamientos judiciales, que el ministerio de justicia se ha embarcado en una política de control “psicosocial” de los autores de infracciones sexuales con menores. Es más bien, en el contexto mucho más amplio de las políticas llamadas “de seguridad” puestas en marcha desde el principio de los años 90, en el que hay que situar estos procedimientos. Estas políticas tienen como objetivo consagrar importantes presupuestos, obtenidos por el Ministerio de Interior, a toda una serie de medidas encaminadas a “encuadrar” a los grupos sociales identificados como susceptibles de engendrar problemas (revueltas de jóvenes nacidos de la inmigración turca y marroquí, en los barrios “de riesgo” de Bruselas) o de alimentar a la pequeña delincuencia, real o supuesta (toxicómanos, personas en estancia ilegal, sin domicilio fijo, etc…) Este encuadramiento consiste en incorporar a los trabajadores sociales y a los psicólogos jóvenes en paro, a las acciones “ de calle” bajo la autoridad de los poderes municipales, y bajo la supervisión de las autoridades judiciales y policiales locales. Esto al mismo tiempo que los subsidios de los servicios sociales tradicionales, de los servicios médicos, hospitalarios y extra-hospitalarios, notablemente psiquiátricos, son bloqueados o disminuidos, que la enseñanza sufre de medidas “racionalización” importantes que desaniman un poco más a los enseñantes, que se reducen o suprimen los fondos públicos para servicios tan indispensables como las guarderías y otras estructuras de ayuda y de apoyo a las familias, por ejemplo en el terreno de la primera de la infancia.

    El impacto sobre la opinión pública del “caso Dutroux” ha llevado sin embargo, al Ministerio de Justicia a reforzar, en la ley del 5 de marzo de 1998, las disposiciones relativas a la libertad condicional de las personas condenadas por delitos sexuales que impliquen a menores. Para todos estos condenados, “la libertad debe subordinarse a la condición de seguir un tratamiento en un servicio especializado en el tratamiento de delincuentes sexuales”. El Ministerio Público se encarga del control del condenado, que es sometido además a una tutela social que “permite garantizar el seguimiento y el apoyo con vistas a la reinserción social, y asegura el control del respeto de las condiciones impuestas”. Si el seguir un tratamiento constituye una de las condiciones impuestas, el condenado puede elegir a una persona o a un servicio competente, elección acordada con la comisión de la libertad condicional; “dicha
    persona o dicho servicio que acepta al misión, manda a la Comisión y al asistente de la justicia encargado de la tutela social, en el mes siguiente a la liberación, y cada vez que esta persona o este servicio lo estime oportuno, o por invitación de la Comisión, y al menos una vez cada seis meses, un informe sobre el seguimiento del tratamiento”.

    Desde el final del año 1996, el Ministerio de Justicia entabla negociaciones con las instancias comunitarias y regionales competentes en el tema de la salud. El objetivo es establecer “un marco general para el seguimiento y tratamiento post-penitenciario” de los condenados por abusos sexuales a menores, beneficiarios de libertad condicional. Los principios son los siguientes: el Ministerio de Justicia incluye y subsidia a los centros de apoyo cuyas misiones comprenden:

    • El tratamiento de delincuentes sexuales;
    • la constitución de bancos de donaciones y de una biblioteca;
    • la puesta a disposición de un “ sostén logístico”;
    • la introducción de nuevas técnicas de tratamiento;
    • la realización de investigaciones científicas;
    • la organización de formaciones especializadas;
    • la colaboración con campañas de información y de sensibilización;
    • la centralización de las donaciones y el establecimiento de un informe anual.

    De su lado, los poderes regionales son solicitados para incluir (y subsidiar) a los servicios especializados en el tratamiento de los delincuentes sexuales en el marco de la ley de 1995, es decir con la obligación de informar a las autoridades judiciales en cuanto a la asiduidad y la implicación del condenado en el tratamiento, y de señalar las situaciones de riesgo.

    En cada una de las tres regiones (Flandres, Wallonie, Bruselas) se ha firmado un protocolo de acuerdo, después de concertar con los servicios concernidos. En Flandres y en Wallonie, estos protocolos están muy cerca del proyecto inicial del Ministerio de Justicia.

    En Bruselas, bajo la presión de los profesionales de la salud mental, las misiones principales del Centro de Apoyo serán sensiblemente diferentes, incluyendo prioritariamente la evaluación psiquiátrica pluridisciplinar de los candidatos a un tratamiento por mandato, su reevaluación regular, y la gestión de la información que hay que transmitir a las autoridades judiciales. Esto con el fin de permitir a los servicios de salud que se implicaran en el tratamiento, no tener que rendir cuentas a las autoridades judiciales, y consagrarse exclusivamente a las cuestiones relativas a la indicación, al dispositivo y al proceso terapéutico para los pacientes que aceptan para llevar a cabo su tratamiento. Es decir, dejar únicamente al Ministerio de Justicia la responsabilidad de los medios que pone en marcha, sobre todo el centro de apoyo, para evaluar, en el plano médico-legal, los aspectos psiquiátricos de las medidas de libertad condicional; y dejar a los poderes encargados de la salud la responsabilidad de poner a disposición de los ciudadanos, incluidos los condenados en libertad condicional, los servicios de tratamiento más adecuados.

    A través de estos dos ejemplos, vemos bien que las relaciones de los profesionales de lo que he llamado espacio psicoterapéutico con el campo médico por una parte, y con el campo social por la otra, no son simétricos.

    En relación al campo médico, se trata de desarrollar una colaboración en la que la intervención terapéutica sea considerada como parte de la intervención médica. En relación al campo social por el contrario, conviene desarrollar las colaboraciones vigilando que las intervenciones terapéuticas y de ayuda social queden distantes, pero esforzándose para articularlas y hacerlas complementarias.

    El desarrollo del espacio psicoterapéutico se concibe pues, como una dimensión intrínseca de la intervención médica que debe ser plenamente reconocida y asumida; su articulación con la intervención de la medicina experimental se incluye en el campo médico.

    El desarrollo del espacio psicoterapéutico se concibe por el contrario como necesariamente heterogéneo a la intervención social, y debe por ello ser objeto de una articulación externa con el campo social.
    Os agradezco vuestra atención.

    BIBLIOGRAFÍA

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    * N. Editor: Publicada en el n.º 28 de Cuadernos de Psiquiatría y Psicoterapia de Niños y Adolescentes.

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