Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente

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Entre familia y parentalidad: algunas consecuencias de las discontinuidades relacionales

PDF: familia-parentalidad-consecuencias-relacionales.pdf | Revista: 49 | Año: 2010

Paul Denis
Psiquiatra. Psicoanalista. Miembro de la Sociedad Psicoanalítica de Paris.

Ponencia presentada en el XXII Congreso Nacional de SEPYPNA que bajo el titulo “Nuevas formas de crianza: Su influencia en la psicopatología y la psicoterapia de niños y adolescentes” tuvo lugar en Bilbao del 22 al 24 de octubre de 2009. Reconocido como actividad de interés científico-sanitario por la Consejería de Sanidad y Consumo del Gobierno Vasco.

Traducida por Xabier Tapia Lizeaga. Psicólogo Clínico. Asociación Altxa. Servicio de Atención Temprana. CSM Julián de Ajuriaguerra. Asociación Haurrentzat.

Los psiquiatras infantiles conocen bien los efectos de la discontinuidad relacional debidos, por ejemplo, a la sucesión de acogimientos. Hace unos años, en una población de niños de 3 a 10 años, en un hospital de día, la media de los diferentes tipos de acogimientos era de 7,5. Pero no es este tipo de discontinuidad relacional el más frecuente; los cambios actuales en la manera de ocuparse de los niños así como las profundas modificaciones que se están produciendo en la familia están generando una serie de consecuencias psicopatológicas menos evidentes pero de un alcance difícil de valorar hoy por hoy.

Los primatólogos han constatado que el hombre es el único, entre los primates, que dispone de forma simultánea de una organización familiar y de una organización social. La oposición pertinente entre familia y sociedad sería específica del hombre. El ser humano, hasta el presente, parece haber evolucionado siempre entre estos dos espacios y dentro de sus relaciones recíprocas. Durante su evolución, el niño se desarrollaba inicialmente dentro del espacio familiar, único al comienzo y poco a poco se le iba introduciendo en el espacio social con la ayuda eventual de ritos de iniciación.

Con las nuevas maneras de criar a los niños, sorprende observar cómo se va consolidando una tendencia a la socialización precoz; se tiende a sumergirlos, casi de golpe, en un espacio social colectivo. Se da por hecho que la guardería tiene la obligación de “socializar”; se defiende seriamente la escuela a los dos años. A su vez y de forma paralela, la familia ha cambiado considerablemente, tanto desde el punto de vista de su papel en el conjunto social como de su funcionamiento interno, cuando existe. Observamos asimismo en los textos legales que la noción de parentalidad va ocupando el lugar de la noción de familia.

La guardería, concebida inicialmente como una ayuda a la función materna, tiende a sustituirla. La brevedad de las bajas de maternidad nos muestra el desprecio absoluto y la más absoluta ignorancia sobre el carácter traumático que supone para una joven madre el tener que separarse de su recién nacido en plena pasión maternal. ¿Y qué hay de la ignorancia sobre los efectos en el bebé del traumatismo infligido a su madre y sobre las reacciones psíquicas de ésta ante la ruptura impuesta? ¿Y cuáles van a ser los efectos de esta ruptura de la continuidad de los cuidados para el propio bebé?

¿En nombre de qué se impone este desgarro mutuo? ¿Por qué hay que delegar tanto los cuidados maternos en organismos colectivos? ¿De qué clase de desconfianza –o de odio– hacia la función materna y la familia se está alimentado este tipo de delegación? A aquello de André Gide “familias, os odio” podríamos añadir, “madres, os deshonro”, o algo más práctico: “madres, os prohíbo la pasión, madres os prohíbo el deseo de ocuparos de un bebé, vuestro interés no es más que un interés lamentable que conviene delegar en alguien lo antes posible”.

La equiparación justa de las condiciones sociales entre hombres y mujeres, victoria del feminismo, va de hecho pareja con un tipo de feminismo parcial que desvaloriza la función materna, como si ésta fuese la causa histórica –no necesariamente falso– de la infravaloración de la condición femenina. Se desprecia la condición de “ama de casa” considerándola como un contra ideal. De hecho, esta condición, a menudo padecida más que elegida por una mujer que sacrifica sus estudios o una carrera por su papel en el hogar, ha sido presentada como ejemplo canónico de desigualdad social entre los sexos. Es por ello que un determinado tipo de feminismo ha llegado incluso a atacar a la propia función materna, confundiéndola con la condición social de ama de casa, hasta el punto de no respetar ni siquiera el derecho de toda mujer a querer tener niños y, eventualmente, a criarlos ella misma. Pero sea cual sea el debate, lo importante es que la igualación de las condiciones sociales entre hombres y mujeres cambia ipso facto algo fundamental en la organización de la familia y sobre todo en la organización de las relaciones entre los niños de cualquier edad y los adultos: la continuidad relacional con un número reducido de personas deja de ser algo habitual. La situación más frecuente es la de un entorno con muchos rostros, la de una educación con rostros cambiantes, en nombre de una supuesta “socialización” impuesta muy precozmente al niño.

Sean cuales sean las razones profundas, el hecho es que el resultado de esta voluntad de socialización precoz es una discontinuidad en las relaciones del bebé con las personas que le rodean así como un debilitamiento del papel de la familia que va a traer consecuencias notables en la educación de los niños.
Aunque la familia, en cuanto grupo formado por dos padres y niños, no haya desaparecido todavía, es su uso el que viene debilitándose, su papel como crisol para la elaboración de relaciones posteriormente generalizables al espacio social.

La continuidad de las relaciones del niño con unas mismas personas del grupo familiar favorece el establecimiento de vínculos diferenciados y asegura la elaboración psíquica de estos vínculos en los fantasmas y los juegos. La pasión de los padres por sus hijos y especialmente la pasión materna –la ilusión anticipatoria materna– se manifiesta a través de las conductas cotidianas que se repiten día tras día y adquieren, poco a poco, para el niño una coherencia significativa. El niño no solo aprende la lengua materna sino –y es lo más importanteel idioma afectivo, la interpretación de las señales emocionales de la madre. El amor que un niño profesa a su madre intensifica las preformas del complejo de Edipo y refuerza las identificaciones con ambos padres. De esta manera, la organización del complejo de Edipo, es decir, en el fondo la constitución de las instancias estructurantes para el psiquismo se apoya en esta continuidad relacional; el Yo y el Superyó se van desarrollando en un juego recíproco y en la relación con los padres reales, de tal manera que estas instancias van a poder generalizarse más tarde a los representantes sociales de la autoridad y de la educación.

El Superyó paterno que prohíbe y protege, integrado en el psiquismo del niño, le permite aceptar la autoridad del profesor, quien a su vez va a contribuir a completar este Superyó y a apoyar el desarrollo del Yo; la autoridad de los maestros, la del poder político es aceptada por la simple razón de su analogía con los roles del padre y de la madre de familia.

Pero planteemos por un instante las cosas desde el punto de vista del desarrollo pulsional. Hemos propuesto un modelo –evidentemente teórico– de la organización de la pulsión que se organiza y más tarde se manifiesta a partir de dos componentes, un componente de dominio1 y un componente erógeno. El componente de dominio trata de establecer el contacto con el objeto, con la persona que detiene el poder de satisfacer la pulsión. Este componente de dominio es motor y sensorial, y va a la búsqueda del objeto tratando de poseerlo. El componente erógeno, basado en el investimiento de las zonas erógenas, trata de obtener una experiencia de satisfacción cuyo modelo es el orgasmo y en el bebé el placer de la acción de mamar. Cada vez que se experimenta plenamente una experiencia de satisfacción las imágenes motrices y sensoriales del objeto se cargan con la huella, con el recuerdo de esta experiencia, formando el conjunto una “representación”. En el caso de un funcionamiento pulsional satisfactorio el sujeto es capaz, en un primer momento, de sobrevivir gracias a la evocación de experiencias anteriores de satisfacción a través del juego de representaciones que va almacenando; la fantasmatización le permite experimentar a mínima algo que sigue siendo del tipo de una satisfacción, de manera que el sujeto es capaz de soportar la frustración durante algún tiempo. Más tarde llega la necesidad de experimentar una satisfacción real. El deseo, hacia una persona, le va a llevar en ese momento a poner en marcha una serie de conductas de dominio; irá en su busca, irá a verla para lograr después con ella una experiencia nueva de satisfacción; el adulto corre a encontrarse y a tocar la puerta de una amiga o a llamarla por teléfono, o se inscribe en facebook, utiliza los medios que el progreso técnico pone a su disposición, la webcam, la moto…; los esfuerzos de dominio no van a parar hasta obtener una satisfacción suficiente, directa o indirecta, inmediata o diferida por parte de esta amiga. En cuanto al bebé, va a llamar, ir hasta la puerta, tocar, correr hacia la cama de los padres… A falta de una satisfacción, se redoblan los esfuerzos de dominio; en el peor de los casos puede llegar incluso a una locura de dominio con un desbordamiento motor imparable que puede llegar hasta la cólera, los golpes, la violación.

La discontinuidad relacional precoz lleva a los niños a vivir una experiencia permanente de separación, imponiéndoles un trabajo psíquico del que no son capaces todavía. El trabajo psíquico de la separación es muy específico y muy particular ya que exige a la vez perder al objeto –a corto plazo– sobrevivir psíquicamente y conservarlo, un objeto al que se odia porque desaparece, para poder reencontrarlo más tarde. El “juego del carrete” descrito por Freud es el ejemplo típico de un buen trabajo de separación; el niño juega a ejercer su poder sobre un representante simbólico del objeto, una cosa dócil que se somete a su dominio. Controla así al objeto: al lanzar el carrete reencuentra su propia actividad –es él quien hace desaparecer al objeto, no la madre la que lo abandona– expresa también su rabia, haciéndola desaparecer –in effigie– y más tarde expresa su amor por ella haciéndola reaparecer gracias a la cuerda, instrumento del dominio conquistador. Si no es capaz de realizar el trabajo psíquico de separación el niño puede elegir entre un estado de duelo permanente, una vivencia depresiva continua o una repetición incesante de conductas de dominio: es decir, el tormento de la hiperactividad.

Estos fenómenos se ven favorecidos en muchos niños –cada vez más– por el hecho de verse sometidos, a lo largo de la misma jornada, a una sucesión de interlocutores neutros, que, aunque sientan cierta simpatía hacia ellos, no sienten la pasión por satisfacer sus necesidades ni por educarlos, y a menudo no tienen más responsabilidad que la de dejar correr el tiempo lo más tranquilamente posible mientras están con ellos y que les dejen en paz.

Cada vez es más reducido el tiempo de contacto directo con la madre, con los padres. Más aún, el niño se ve confrontado –a lo largo de una misma jornada– a diferentes idiomas emocionales, sucesión que hace difícil el paso de una relación a otra y que puede favorecer la aparición de diferentes tipos de dificultades para investir profundamente a las personas como objetos afectivos gratificantes. Los padres, pero especialmente las madres, se ven privados a su vez de los beneficios relacionales de una comunicación compleja y continua con su hijo, y se ven conducidos, para no sufrir, a un desinvestimiento relativo que no deja de traer consecuencias sobre la manera de percibir el niño a sus padres. Por otra parte este tipo de relación discontinua tiende a favorecer la no diferenciación de la relación materna y paterna.

Si tomamos el ejemplo de una mujer en el hogar –que pasa la mayor parte de su tiempo cuidando de sus hijos, situación teórica ya no muy frecuente actualmente– vemos que va a tener que gestionar con su o sus hijos una relación continua; se va a ver obligada a prohibir muchas conductas, va a tener que ocuparlos y enseñarles un sinfín de cosas de la casa. Pero sobre todo, no podrá evitar ni su propia agresividad contra sus alborotadores hijos ni la de éstos contra ella ni sus necesidades libidinales. La manera de gestionar su propia agresividad y sus movimientos libidinales hacia sus hijos va a servir de modelo para éstos. Pero si los niños se ven atendidos por una serie de personas a lo largo de una misma jornada, cada una de ellas va a poder ahorrarse sus conflictos manteniéndolos en suspenso hasta que otra persona la releve.

Por lo que respecta a los niños, las dificultades inducidas son considerables: ¿cómo vincularse con personas que cambian constantemente?, ¿con personajes tan numerosos y con un rol tan efímero?, ¿cómo va a soportar un niño de dos años y medio verse inmerso en una clase de preescolar francés, con otros treinta niños cuidados por dos adultos de los cuales uno pasa su tiempo llevando a hacer pipi uno por uno a los treinta? Si los niños se pelean o se muerden en la guardería es por la excitación que padecen sin posibilidad alguna de resolverla con la ternura. ¿Cómo entender el considerable aumento de niños llamados “inestables” anteriormente y descritos actualmente como “hiperactivos”? La explicación genética no sirve: ¿o acaso los genes de la hiperactividad son epidémicos? ¿No cabe pensar tal vez que todo niño tiene un potencial de agitación y que es el entorno el que permite su expresión? Mi hipótesis es que la experiencia excesivamente precoz de la guardería, la experiencia excesivamente precoz de las clases de preescolar demasiado numerosas, no permite un desarrollo suficiente ni del juego pulsional ni de las instancias psíquicas, condición indispensable para unos intercambios sociales suficientemente placenteros y pacíficos: la supuesta socialización precoz de la guardería juega en definitiva contra la propia socialización.

Este efecto de la inmersión precoz en el espacio social va a ser mayor cuanto menor capacidad tenga la familia de corregir sus efectos y más acusada sea la discontinuidad relacional en la vida del grupo familiar.

En una familia centrada en un personaje materno central, digamos “permanente”, la discontinuidad relacional suele afectar sobre todo al padre, presente sin embargo tanto en la mente de la madre como en sus palabras cuando se dirige a sus hijos: papá se va a sentir orgulloso de ti, papá se va a enfadar. Hoy en día la discontinuidad relacional afecta a ambos padres a la vez. Sus respectivos roles de padre y madre aparecen cada vez menos claramente diferenciados lo que lleva a defender una cierta intercambiabilidad entre los padres. Así, la igualdad –deseable– de las condiciones sociales del hombre y de la mujer tiende a generalizarse a sus respectivos roles con respecto a los niños favoreciendo una cierta confusión de los roles materno y paterno. Los modelos de identificación se perfilan con menos claridad. Por otra parte, los padres, que ven poco tiempo a sus hijos, se sienten impelidos a evitar los conflictos y a satisfacer demandas que sí rechazarían en caso de encontrar una vía alternativa aceptable. La frustración relacional de los niños con respecto a sus padres les lleva a una intolerancia a la frustración pura y simple, y a los padres, a una especie de culpabilidad y de incapacidad para frustrar los deseos inadaptados de sus hijos. Todo esto se suele acentuar en caso de separación de la pareja de padres.

La familia corre el riesgo de descomposición de diferentes maneras: desde el interior, por la desvalorización, cuando no la prohibición, del ejercicio de una función materna que coincide con el cambio radical de esta función inducida por el recurso precoz a las instituciones sociales, y desde el exterior, por la precariedad de las parejas de padres: el divorcio está a punto de convertirse desde hace unos años en la norma.

Sorprende igualmente observar cómo se va acentuando la intervención de las instancias sociales en el seno de la propia familia. El ejemplo de la administración de la “píldora del día después” a menores, en el ámbito escolar, con desconocimiento de los padres, y sea cual sea el peso de las razones que impulsan a adoptar tal medida, ilustra bien este intervencionismo social, impensable hace poco tiempo. Hace ya muchos años que Emmanuel Diet había llamado la atención sobre este fenómeno, describiendo lo que él denominaba “la instancia parental de Estado”. Al final, iban a ser los profesionales de la intervención social los encargados de proteger a los niños contra sus propios padres, sospechosos a priori de ser malos; estos profesionales se sienten investidos de una especie de deber de injerencia. Los miembros de la familia están cada vez más directamente confrontados, a título individual, con la autoridad social, y por ende, más desesponsabilizados. Viven un sentimiento de cierta des-posesión que se manifiesta en un cierto grado de desinvestimiento de sus funciones como padres.

Así pues, parece claro que hoy en día corren nuevos tiempos para la evolución de la familia; la cuestión es saber si, al final va a quedar algo de ella. De forma paralela a estos nuevos tiempos asistimos igualmente al cambio radical en la educación de los niños derivado de este debilitamiento de la familia como institución.
Así como la igualación de las condiciones sociales ha llevado a la democracia y a la desaparición de la familia patriarcal-patrimonial, la igualación de las condiciones sociales entre las mujeres y los hombres está llevando a una transformación profunda de la familia –y posiblemente a su desaparición– en tanto que unidad de vida compuesta alrededor del papel organizador de la madre de familia. En sesenta años, y aunque persistan desigualdades profundas, la igualación de las condiciones de vida de las mujeres con la de los hombres ha sido considerable; ha bastado esta igualación para que se produzca una especie de revolución social profunda.

Podríamos parafrasear a Tocqueville: “Desde que los trabajos de la inteligencia se convirtieron en fuente de fuerza y riqueza, hubo que considerar cada desarrollo de la ciencia, cada conocimiento nuevo, cada idea nueva, como un germen de poder a disposición de las mujeres”. Esta igualdad social entre hombres y mujeres ha adquirido asimismo un carácter de “hecho providencial, dispone al menos de sus características principales: es universal, es duradero, escapa todos los días al poder humano; todos los acontecimientos así como todos los hombres sirven a su desarrollo”.

El individualismo contemporáneo, producto de la evolución democrática –“la aristocracia había creado una larga cadena que iba desde el campesino hasta al rey, la democracia rompe la cadena y cada uno coloca su eslabón a parte”2– es la consecuencia última de esta evolución igualitarista entre los hermanos en la que la búsqueda del bienestar individual prima sobre el mantenimiento de la fuerza social del grupo familiar como entidad. La igualación de las condiciones sociales entre los sexos es el complemento que radicaliza este individualismo.

El resultado es claramente esta “des-institucionalización de la familia” evocada por Marcel Gaucher: ya no se entiende la familia como la unidad de base de la sociedad, sino como una forma de organización privada entre personas privadas. Es este movimiento el que Gaucher describe como “la privatización” de la familia. La familia se nos muestra como des-insertada en la organización social en su conjunto. “Se trata de una revolución antropológica, la palabra no es demasiado fuerte. La familia deja de ser lo que siempre fue, por lo que sabemos, un engranaje del orden social. Deja de ser una unidad significativa desde el punto de vista del mantenimiento y del establecimiento del orden social”3 nos dice Marcel Gaucher. Según el autor asistimos a “una captación del vínculo social por parte del estado”.

El debilitamiento del rol social institucionalmente reconocido a la familia le priva de su autonomía, en el sentido fuerte de la palabra, la de un espacio en el que se aplican las reglas a la medida, una especie de jurisdicción con un valor protector y organizador de la vida privada de las personas que la integran. El término “cabeza de familia” ha perdido todo significado. La ley pública, al no reconocer ya a la familia como lugar moral en el que se puede ejercer una “ley” familiar sobre sus miembros, favorece o instala, si no una anomia, sí al menos una “hiponomia” familiar que expone directamente a los individuos a la ley pública sin el relevo de una coherencia privada duradera. Hipernomia pública e hiponomia familiar, ambas desequilibran la oposición dialéctica entre espacio social y espacio familiar. Cuando la familia se descompone el resultado suele dar lugar habitualmente a una anomia “familiar”.

En consecuencia, el matrimonio deja de ser un acto fundador de una nueva célula operativa de la sociedad para convertirse en un acto de asociación entre personas privadas. Se independiza de la noción de procreación; su carácter precario y revocable acentúa este carácter asociativo. La familia patriarcal o materno-céntrica estaba basada en la perennidad de forma natural. La revocabilidad, es decir la inestabilidad como parte integrante del matrimonio hoy en día y de todo lo que supuestamente de él se deriva, acentúa el debilitamiento institucional de la noción de familia. ¿Cómo basar un funcionamiento social sobre una organización precaria por naturaleza? El matrimonio se ha convertido sencillamente en una organización temporal de una pareja que no tiene ya el poder de asegurar la continuidad relacional para los niños nacidos de esta unión. La noción de familia se difumina cada vez más en beneficio de la noción de parentalidad. Actualmente es la parentalidad la que el legislador trata de organizar y no ya la familia. Es cierto que el término de familia subsiste todavía pero habitualmente acompañado de un adjetivo: monoparental, recompuesto… Los eufemismos disimulan mal el hecho de que una familia parental solo es una familia desde el punto de vista legal y que las familias llamadas recompuestas no son más que reajustes de familias descompuestas, por muy satisfactorios que sean. Se suele sugerir hablar de multiparentalidad más que de familias recompuestas, y de hecho resulta más objetivo y va más en el sentido de esta sustitución de la noción de familia por la de parentalidad.

Hemos visto que este cambio de la familia, afectada por esta revolución antropológica, así como la tendencia a la socialización precoz o hiperprecoz de los niños y a la colectivización de sus condiciones de vida desde las primeras edades iban al unísono. Este conjunto de cambios profundos en la vida de los niños y en la forma de educarlos ya ha traído consecuencias medibles así como otras que se le pueden imputar, por ejemplo en la adolescencia, con el aumento de la frecuencia de las toxicomanías, alcoholismo, delincuencia…

¿Vamos hacia una sociedad sin familia? Es muy posible. Escuchemos una vez más a Tocqueville: “cuando una cierta forma de pensar o de sentir es el producto de un estado particular de la humanidad, al cambiar este estado nada queda de lo anterior (…) No había nada más estrecho en el mundo feudal que el nudo que unía al vasallo y al señor. Ahora, estos dos hombres ya ni se conocen. El temor, el reconocimiento y el amor que les unían anteriormente han desaparecido. No queda huella ninguna. Pero no ocurre así con los sentimientos naturales de la especie humana.”

Todo radica en este “pero”… O la familia es el resultado de los “sentimientos naturales de la especia humana” y en ese caso, perdurará de una u otra forma, o es “el producto de un estado particular de la humanidad” en cuyo caso sus días están contados.

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