Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente

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Psicopatología precoz y ámbito escolar

PDF: tapia-psicopatologia-precoz-ambito-escolar.pdf | Revista: 35-36 | Año: 2003

Xabier Tapia Lizeaga
Psicólogo Clínico. Correspondencia: c/ Barraincua, 16-1º Izda. 48009 Bilbao.

Ponencia presentada en el XVI Congreso Nacional de la Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente (SEPYPNA) que bajo el título “La psicoterapia en nuevos contextos”, se desarrolló en Las Palmas de Gran Canaria los días 25 y 26 de octubre de 2003.

En esta intervención voy a tratar de exponer una serie de reflexiones surgidas en torno a las reuniones de coordinación con profesionales de la enseñanza desde un centro de salud mental infanto-juvenil y un equipo de atención temprana. Expondré asimismo algunas consideraciones sobre determinadas prácticas y formas de integración escolar de niños de corta edad con graves problemas en su desarrollo.

INTRODUCCIÓN

Entre nuestros referentes de origen francófono existe una larga tradición en el tema de la articulación entre las intervenciones terapéuticas y las pedagógicas.

En nuestro entorno más inmediato cabe afirmar que en términos generales, no ha habido ni hay prácticamente debate, salvo en contadas excepciones y en ámbitos muy concretos, porque ni siquiera se plantea la dimensión psicopatológica. Hay algunos factores que pueden ayudar a entender esta situación:

  • La precariedad de la asistencia psiquiátrica.
  • La cada vez mayor precocidad y universalización de la escolarización.
  • La tradición de la estimulación precoz como abordaje “terapéutico”.
  • El reordenamiento y desarrollo de la Educación Especial que en la década de los 70 experimenta afortunadamente una profunda transformación.
  • El concepto de deficiencia, central hasta entonces, pasa a segundo plano, siendo sustituido por el de “necesidades educativas especiales”, que significa que un alumno, sea cual sea la deficiencia que tenga, tiene problemas de aprendizaje a lo largo de su escolarización y precisa de una atención más específica y de mayores recursos educativos. El énfasis se pone en la escuela, en la respuesta educativa.
  • Esta nueva concepción se traduce en una nueva práctica normalizadora o integradora, ofreciéndose la respuesta educativa en y desde los propios centros ordinarios. Recientemente se hace hincapié en la noción de inclusión o de escuela inclusiva que se prepara para asumir la diversidad.

Estos factores ayudan a entender que desde determinados planteamientos escolares, prácticamente ni se plantee una reflexión sobre la articulación de la vertiente escolar y terapéutica, sencillamente porque, o no existe esta última, o si existe no se la toma en consideración, o sólo se la tiene en cuenta en términos de estimulación precoz.

Últimamente predominan en determinados estamentos del sistema educativo una serie de líneas de fuerza o estilos de actuación con los niños con psicopatología grave que voy a tratar de exponer de forma crítica e inevitablemente parcial.

Se trata de una experiencia personal que no excluye otras, muy diferentes, en las que la colaboración y el reconocimiento mutuos entre los profesionales de ambos ámbitos son un hecho prácticamente habitual.

LAS REUNIONES DE COORDINACIÓN

La distribución numérica habitual de estas reuniones suele ser reveladora:

  • por “parte pedagógica”: la tutora, la P.T., el logopeda, la auxiliar, el profesional del EMP, la consultora;
  • por la “otra parte”: el o la profesional de salud mental o de atención temprana.

En estas reuniones surgen una serie de temas:

1. Destacan en primer lugar las diferentes fórmulas de integración escolar

Actualmente se perfila, de hecho, una tendencia mayoritaria hacia la integración en aula ordinaria y a tiempo completo con comida incluida: aproximadamente 5-7 horas. Hablamos de niños de 2-3 y más años, algunos de ellos con severos problemas mentales. Los niños de dos años no disponen de servicios escolares de apoyo. Sí a partir de 3 años. Las ratios máximas son las siguientes:

  • 0-1 años: 8 alumnos
  • 1-2 años: 13 alumnos
  • 2-3 años: 18 alumnos

Un simple comentario a las ratios: ¿de cuántos niños de 2 y 3 años, por ejemplo, puede ocuparse una profesora sin renunciar a la ilusión de inculcarles el gusto por la comunicación y el aprendizaje?, ¿qué condiciones mínimas son exigibles para la integración o inclusión de un niño de esas edades con trastornos mentales precoces y severos en un aula ordinaria?

2. Los contenidos del trabajo pedagógico

En estas reuniones se suele hablar de que se está “trabajando determinada habilidad, rutina, hábito, destreza” con niños que carecen de las mismas o manifiestan un retraso.

Se habla también de que se está tratando de corregir o eliminar conductas consideradas inadaptadas per se: estereotipias, agresiones, hiperactividad, falta de atención, aislamientos, comportamientos disruptivos, incumplimiento de normas…

¿Por qué esta manera de formular los contenidos del trabajo?

La educación especial ha ido desgajándose de conceptualizaciones “ajenas”, básicamente de tipo médico o psiquiátrico, para llegar a una definición y delimitación propias de su ámbito de intervención.

Su lógica interna es la siguiente:

  • En primer lugar, los problemas tienen su origen en cuatro tipos de situaciones: 1. Una discapacidad, física, psíquica o sensorial; 2. Trastornos graves de conducta, (o más recientemente) trastorno grave de personalidad; 3. Una situación social o cultural desfavorecida, y 4. Condiciones de sobredotación intelectual
  • En segundo lugar, estas cuatro situaciones ya no originan síntomas sino “necesidades educativas especiales”. Ya no se habla de niños que son sordos, retrasados, paralíticos… sino de niños que tienen “necesidades educativas especiales”. Las “nee” son el concepto igualador y común a todos los problemas; es la vía final común. Cualquier manifestación de la parálisis cerebral, el autismo, una situación carencial, la psicosis… va a ser reformulada en términos de “necesidad educativa especial”, independientemente del origen, pasando éste a un segundo plano relativamente irrelevante para la comprensión o la intervención.
  • En tercer lugar se plantea la intervención. La conceptualización de las “nee” permite además de una visión secuenciada, descomponer las habilidades o destrezas en tareas más sencillas. Habitualmente, se establecen programas de entrenamiento en dichas habilidades, a veces con personal diferente, específico para cada programa.

¿Qué decir sobre esto?

En primer lugar, reiterar la importancia de una definición propia y específica de la educación especial.

Pero en segundo lugar, y siempre refiriéndome a las edades más tempranas, y a los trastornos mentales severos, constatar que empiezan a predominar determinadas prácticas que,

  • adolecen de una visión casi exclusivamente maduracionista y comportamentalista;
  • resultan excesivamente parciales y parcializantes en momentos evolutivos críticos para el proceso de individuación, en detrimento de la ya tópica globalidad;

  • simplifican en exceso el propio concepto de discapacidad;
  • inducen a una intervención muy unidireccional y poco interactiva.

Visión maduracionista y comportamentalista

Esta visión suele conllevar una falta de reconocimiento del funcionamiento psíquico que merece una reflexión.

Me limitaré a un aspecto: la erradicación absoluta del sentido del comportamiento.

Recuerdo un niño de 4 años, con una sordera bilateral congénita profunda que llega al centro escolar por la mañana. Llega llorando, rabioso y muy gesticulante; repite enérgicamente un gesto bien identificado: se trata de una especie de barrido del labio superior con la mano.

La profesora, coherente con las directrices oficiales sobre la comunicación funcional y la consolidación de hábitos y rutinas adaptativas, le sujeta cuidadosamente las manos y situándose frente a frente para facilitar la lectura labial le dice: “¡oye!, ¿qué se dice al llegar? ¡bue-nos dí-as!: a ver, repite: ¡bue-nos dí-as!”

Intentos baldíos, el niño sigue rabioso y lloroso. La profesora, buena conocedora del significado del gesto le dice: “sí, ya sé; tu aita te ha reñido, pero a ver, cómo se dice: ¡ai-ta, ai-
ta!”. Tras varios intentos fallidos, el niño por fin farfulla algo similar y huye corriendo por el pasillo.
Nada que objetar a la intervención en función de los principios y objetivos ya señalados. Pero algo nos deja profundamente insatisfechos. Es muy posible que el niño esté progresando en el aprendizaje de habilidades lingüísticas y sociales, pero al enorme precio de la ruptura de la comunicación y del deseo de no comunicación.

En este caso sí hay un reconocimiento inicial del sentido del comportamiento, pero para deformarlo. Hay una utilización excesivamente unilateral del reconocimiento del sentido: sí se le reconoce, pero no para entender y reconocer al niño como tal, es decir, como sujeto que está significando algo importante, su sufrimiento, que tiene que ver con su propia historia personal y que además desea comunicarlo, sino que se le reconoce únicamente como objeto a enseñar y corregir.

El resultado es que el niño hace como que ya ha aprendido y se va, es decir, rechaza la comunicación, el código de comunicación e incluso la propia relación.

Con demasiada frecuencia los programas destinados a la adquisición de habilidades y hábitos aparecen sobrecargados de sentido ajeno y extraño para los niños, aumentando el riesgo de agudización de las defensas anti-intrusivas y de los mecanismos anti-aprendizaje; en el caso de que cedan, caben adiestramientos pseudo-adaptativos que pueden generar la falsa ilusión de un progreso cognitivo.

Sorprende esta erradicación si la comparamos con la mendicidad angustiosa del sentido por parte de muchos padres de niños gravemente afectados: ¿por qué hace eso? ¿por qué no me hace caso? ¿qué hemos hecho nosotros? ¿por qué me pega? ¿por qué no habla?

Las conductas de estos niños, a menudo tan desconcertantes y molestas y que amenazan las bases narcisistas de los profesionales, siempre tienen que ver con el cuerpo y sus pulsiones y con la interacción: es decir (aprovechando la presencia de B. Golse), con los pilares básicos de los procesos precoces de simbolización.

Los procesos de acceso a la semiotización, la simbolización y la semantización incumben de manera absolutamente directa aunque diferente a los profesionales de la pedagogía y de la terapia.

Visión parcial y parcializadora

La tan manida noción de globalidad, nunca definida pero siempre exhibida constituye una preocupación común.

En aparente contradicción con este celo por preservar la globalidad, la propia metodología de muchos de los programas individualizados empuja a un reparto de tareas y personas. El reparto parece inevitable e incluso deseable por las oportunidades identificatorias que ofrece, pero ¿cómo preservar la globalidad del niño? ¿cómo evitar el deslizamiento que consiste en, queriendo tratar y/o enseñar al niño como tal, reeducar o rehabilitar, en realidad un déficit?, ¿cómo evitar poner en riesgo su cohesión e integridad psíquicas?

Sea cual sea la función, tutora, auxiliar, educadora del control de esfínteres, etc.; sea cual sea el proyecto curricular, la manera más eficaz a la hora de proteger al niño del riesgo de la dispersión consiste en percatarse de que cada profesional se encuentra inevitablemente inmerso en una historia relacional particular con el niño; más allá de la especificidad de las intervenciones, todas ellas comparten una misma “función” relacional.

La única garantía de globalidad es tomar en consideración la dimensión relacional y el sentido de las producciones del niño.

La reducción y simplificación del concepto de discapacidad

Los conceptos no están libres de responsabilidad y a menudo dicen (o se les hace decir) más de lo que pretenden.

Es el caso de este concepto de discapacidad que no es inocente y hereda las características estigmatizantes del concepto de “deficiencia”:

  • una connotación etiológica casi exclusivamente organicista,
  • una concepción lineal y mecánica de la causalidad,
  • una visión evolucionista, como versión más moderna del maduracionismo,
  • la negación de toda dimensión estructural o psicopatológica,
  • el silencio sobre la vivencia subjetiva, el sufrimiento,
  • un estilo de intervención basado exclusivamente en la recuperación, rehabilitación o compensación.

No se trata de restar valor al concepto, sino de restituirlo resituándolo en su contexto más genuino y dinámico, el de los trabajos de Wood para la OMS que relacionaba de forma dinámica, compleja y no lineal la enfermedad con sus consecuencias: las deficiencias, las discapacidades y las desventajas o minusvalías.

La utilización del concepto de discapacidad, no sólo no niega ni obvia la dimensión psicopatológica sino que remite obligatoriamente a ella chocando directamente contra toda veleidad causal lineal, simplista y mecanicista: “a tal discapacidad tales necesidades” o “tales necesidades luego tales discapacidades”, a lo que se suele seguir: “qué importan las causas, lo importante es subsanar las necesidades”, “hay que ser prácticos”.

La propia reflexión y evaluación en torno a la “discapacidad”, absolutamente necesaria y deseable, parece excluir cualquier debate falso en términos excluyentes entre enfermedad/discapacidad, defensa/deficit, procesos cognitivos/procesos afectivos, interacción/aprendizaje, afectos/habilidades, terapia/pedagogía.

De ahí que desde el propio concepto de discapacidad parezca un enorme contrasentido no tener en cuenta la dimensión corporal, intrapsíquica y relacional y negar o minimizar la prioridad de una intervención terapéutica.

Visión unidireccional y poco interactiva de la intervención

A pesar de las múltiples declaraciones de intenciones, la intervención pedagógica sobre la base exclusiva de las “nee” conduce a menudo a una práctica marcada por la actuación unidireccional.

Se produce una confluencia importante entre determinados planeamientos pedagógicos y los programas de “estimulación precoz”. El concepto de estimulación es de uso frecuente en los ámbitos pedagógicos y se suele utilizar como argumento contra otros planteamientos supuestamente identificados con el simple “laissez-faire”.

Entre otras muchas coincidencias, hay una que en la práctica conduce a menudo a situaciones de gran conflicto y tensión. Me refiero a los planteamientos “estimuladores” que inducen a una intervención cuantitativa e unidireccional en la que la ausencia de atención y de colaboración por parte del niño es considerada como una interferencia negativa, entorpecedora de la intervención estimuladora, supuesta e incuestionablemente positiva.

Un niño con síndrome de Prader-Willy de tres años, escolarizado a tiempo completo, con una gran capacidad expresiva y relacional, empezó a suscitar entre los enseñantes, al poco de integrarse en la escuela, una gran inquietud transmitida luego a los padres, por la progresiva y creciente dificultad de atención: no se interesaba ni se centraba en los ejercicios grafo-motores habituales. Empezaron a “trabajar” con insistencia y ánimo preventivo los hábitos de concentración y atención. Esto no hizo más que empeorar la situación, lo que no hizo más que confirmar la validez de la sospecha del déficit de atención, lo que a su vez hizo que se instase con insistencia a los padres a colaborar ellos también en casa estimulando y “trabajando” la atención, lo que hizo que el niño, bien cuidado precozmente y con fuerte personalidad, acentuase aún más su rechazo activo, lo que se entendió, no como una conducta activa y defensiva de oposición sino como la reconfirmación más absoluta del “déficit de atención con hiperactividad” inherente al síndrome.

Se trataba de un niño nacido en diciembre (casi un año menor que algunos de sus compañeros de clase) cuyas pruebas de desarrollo psicomotor mostraban además un retraso global de un año aproximadamente. Una reunión de coordinación con la consideración de una serie de datos psicométricos y clínicos permitió reducir la inquietud, volviendo la situación a la normalidad, pudiéndose evitar la gestación experimental de un trastorno de déficit de atención.

Hay evidencia clínica y experimental suficiente que nos pone en guardia contra los graves riesgos de la hiperestimulación y de la intervención unidireccional sistematizada.

3. El relato de la evolución de los niños

Los profesionales suelen describir y valorar “cómo va el niño”.

Cabe aquí hacer una reflexión sobre los criterios de evaluación y sobre un hecho que ocurre con frecuencia: la discrepancia al valorar un mismo comportamiento: lo que algunos consideran una conducta como inadaptada, inapropiada o disruptiva, otros la consideran positiva.

La contradicción es sólo aparente, ya que una misma conducta puede ser valorada de muy distintas maneras dependiendo de los criterios de valoración.

Pero una vez más, sorprende, la exclusividad de una evaluación basada únicamente en criterios normativos de desarrollo y de adaptación.

Es habitual entre las profesoras la desazón y la frustración por la lentitud en la adquisición de las diferentes habilidades en comparación con la energía y el enorme esfuerzo utilizados en el empeño.

Pero progresivamente, este enorme pesimismo se va tamizando a veces con una sensación más optimista y jubilosa de una mayor facilidad en la comprensión del niño: es más fácil entenderle, sus afectos y emociones son más reconocibles, se empiezan a reconocer mejor sus preferencias, se empieza a hacer acopio de pequeños “trucos” que funcionan…

Dicho de otra manera, gracias a la percepción intuitiva y vivencial de signos de mejoría en la comunicación y en la relación, este “otro extraño, cargante y amenazante” comienza a resultar más familiar, más reconocible y previsible. Más humano.

Sin embargo, estas últimas constataciones no logran alcanzar el alto rango de criterios de evaluación objetivables. A lo sumo, quedan recogidas en el anecdotario de las veleidades y debilidades sentimentales de las profesoras, a menudo expresadas con cierto rubor y pudor por haberse dejado llevar por intuiciones tan poco dignas de consideración racional y científica.

Sin necesidad de renunciar a ningún criterio normativo del desarrollo, parece urgente la incorporación explícita de estos otros criterios:

  • los signos de mejoría (o no) de la relación y la comunicación;
  • las contraactitudes de los profesionales en tanto que sustancia reveladora de dichos signos.

Esto nos conduce al siguiente tema.

4. La implicación personal de las profesionales

En estas reuniones hay otro nivel de intervención que suele caldear el ambiente: me refiero a la connotación subjetiva y emocional de las valoraciones.

Muchos de los comentarios nos muestran que estos niños si en algo nos interpelan incluso de forma violenta es en nuestra propia vivencia interna.

Habitualmente, suelen ser estas contraactitudes el motivo principal y con más carga pasional en las reuniones más formales y en las conversaciones informales. La implicación emocional de los participantes aumenta considerablemente cuando descubren que otros también comparten (sufren y padecen), más allá de las funciones específicas, una misma y común experiencia emocional… frustrante.

Hay una serie de reacciones que emergen progresivamente, aunque de forma fugaz, en las reuniones:

  • el activismo, incluso la euforia activista, mezcla de idealización y omnipotencia, envuelta en el ropaje de actuaciones pedagógicas basadas en la hiperactividad repetitiva;
  • la desilusión, la reacción depresiva, subyacente a la monotonía de la actividad repetitiva deslibidinizada, agotadora y vaciante;
  • la desesperación y la irritación que se transforman de forma políticamente correcta en: “¡Hay que ponerle límites! Hay que cortar desde ahora!”;
  • el sentimiento de inutilidad e impotencia ante el peso abrumador del comportamiento desconcertante del alumno;
  • la desesperanza resignada, la rutina, la provisionalidad pasajera: “¡El curso que viene que lo aguanten otros!”.

La explicitación a menudo apasionada de estos sentimientos suele conllevar además una connotación de culpabilidad; no sólo resulta difícil reconocer estos sentimientos, no sólo resulta aun más difícil y violento reconocerlos públicamente, sino que además, parece como si se añadiese un sentimiento de culpabilidad por sentir estas cosas. La violencia (entendida como pasión) con la que se expresan estas reacciones parece tener mucho que ver con la misma.

Hay una vertiente institucional que puede contribuir a entender parte del origen de este sentimiento de culpabilidad.

A través de las disposiciones más o menos oficiales y de los equipos técnicos más especializados, se envía a los profesores un mensaje más o menos implícito de omnipotencia supuesta aunque no de omnisciencia: se supone que deben de poder con todo pero no saber de todo, acentuando la escisión entre la propia persona y su saber profesional.

Se alude exclusivamente a una formación “tecnicista”, en la que se va interiorizando la idea de una formación ideal consistente en la acumulación y apropiación sumatorias de supuestas técnicas y saberes preestablecidos, universales e independientes de la persona.

Se observa una alusión reiterada, o ¿fascinación? por las técnicas, los métodos experimentales y las nuevas tecnologías pero ninguna alusión a la complejísima vertiente relacional, subjetiva y contraactitudinal de los profesores.

Se llega a la gran paradoja de que se confiere muchísimo mayor rango a los programas lineales y geométricos de los diseñadores (curriculares), desconocedores del niño, que a las filigranas retorcidas y borrosas de los artesanos directos de la relación pedagógica.

Es preciso insistir en que además de la formación “técnica” se precisa sobre todo de una formación en la disposición para la creatividad con otro; no se trata de técnicas o de estrategias válidas en sí mismas e independientes de la persona; no existen más que en la teoría o en el delirio, son una falacia epistemológica; se trata de irse haciendo con una tecnicidad que incluye la personalidad de la profesora y el saber y las técnicas que va incorporando, integrando y haciéndolas suyas, originales, intransferibles e irrepetibles.

  • procurar soportarse y soportar,
  • tener ilusión por crear, inventar,
  • ser flexible en las actitudes,
  • centrarse en la calidad de la forma de estar,
  • ser capaz de programar pero también de sorprenderse,
  • sentirse libre a la hora de elegir los materiales y mediadores pedagógicos,
  • parecen ser algunos de los parámetros esenciales de la calidad del trabajo, ni más ni menos.

RIESGO DE OMNIPOTENCIA Y REDUCCIONISMO PEDAGÓGICOS

Últimamente se viene denunciando el riesgo de la sustitución de la omnipotencia terapéutica por la omnipotencia pedagógica. En nuestro entorno, la tendencia es a ocupar el vacío terapéutico con la omnipotencia y el reduccionismo educativosocial.

La escolarización precoz, principio incuestionable.

La escolarización, y cuanto más precoz mejor, se considera casi como un hecho natural, universal, absoluto, sin ningún carácter de relatividad ni cuestionabilidad.

Seducen e ilusionan mucho las integraciones y normalizaciones precoces acompañadas de un asesoramiento externo más formal que real, ahorrándose e incluso evitándose supuestos peligros de psiquiatrización segregadora.

La integración escolar precoz está adquiriendo un valor simbólico muy importante para los padres y los enseñantes, produciéndose un fenómeno de colusión entre ambos: “todos los niños van a la escuela”. Se trata casi de una imposición social e institucional, pero muy gustosamente aceptada, en principio, por los padres, porque de lo que se trata, ni más ni menos, es de: “cuanto antes se escolarice, antes será normal”.
A veces, esta ilusión normalizadora de la escolarización, lleva incluso a romper con procesos terapéuticos previos, significadores de la desilusión.

Autosuficiencia

Hay quienes, desde la escuela, apoyan esta ruptura argumentando que ella ya dispone de los medios necesarios para subsanar los problemas del niño, es decir, haciendo realidad el riesgo de la tendencia que determinados autores califican de “totalizadora y unidimensional”, presente en cualquier institución: se ofrece una integración escolar que garantiza la respuesta a todas las necesidades, incluidas las terapéuticas, a través de sus servicios de apoyo (disponibles sorprendentemente sólo a partir de los tres años).

(Frente a esta supuesta autosuficiencia el buen olfato de los gestores económicos y administrativos del sistema escolar parece estar imponiendo de nuevo el olvidado y doloroso principio de realidad: para el próximo curso escolar se anuncian drásticas reducciones en la adjudicación de servicios especiales de apoyo a los niños con “nee”.)

La integración como proceso

Cada vez más la integración está dejando de ser un proceso, un proyecto en construcción permanente.
Pero justo cuando parece que la integración ya ha sido decidida, organizada y solucionada, es cuando empiezan los verdaderos problemas. Son los profesionales que conviven diariamente con estos niños quienes sufren las consecuencias de esta apuesta seductora, encontrándose a menudo en una nebulosa de soledad rodeada de técnicos, y perplejos ante la abrumadora realidad de una patología grave negada, calificada de forma ilusoria y exclusiva de necesidad educativa especial.

El sistema escolar es más acogedor en los niveles de educación infantil que en la primaria, más acogedora a su vez que la secundaria y el bachiller; las dificultades de aprendizaje van siendo cada vez más determinantes y la escuela cada vez más inflexible. La noción de “segregación encubierta” está cobrando cada vez más fuerza.

El señuelo de la normalización dura lo que dura, siendo optimistas, más o menos hasta el final del segundo ciclo de infantil cuando todo se reduce, con 5-6 años, a plantearse no sin angustia: “¿y ahora qué?”.

Casi siempre las alternativas se reducen a dos:

  • ¿desarraigamos al niño pasándolo a primero, con su grupo de referencia pero creando un desfase didáctico, relacional y de aprendizaje, creciente, insalvable y definitivo?, o
  • ¿lo desarraigamos, manteniéndolo en 3.º de infantil postergando un año más la alternativa anterior, prolongando así un señuelo en el que ya nadie cree?

El sentirse abocados inevitablemente a esta doble alternativa, en el fondo reducida a una, después de 3 ó 4 años de enorme esfuerzo, suscita entre los enseñantes una sensación agridulce, mezcla de orgullo, cansancio e insatisfacción, debido a los aparentemente pobres resultados reflejados en esas reuniones de finales del tercer curso de preescolar. En ellas, lejos de hablar de futuro y de continuidad de proyectos, se intenta detener el tiempo y retrasar un futuro, en el que no parece haber mucho que construir y sí que soportar y delegar más o menos resignadamente. No es precisamente este estado de ánimo un buen punto de partida para las futuras integraciones, y sin embargo no parece que dadas las circunstancias quepa otro más lógico.

El derecho y el hecho

Nos encontramos, entre dos polos supuestamente antagonistas:

  • las exigencias del derecho,
  • la resistencia de los hechos.

“Impuesta” en la realidad, justificada desde el punto de vista del derecho y superada por el principio de inclusión, la integración precoz de niños de corta edad con trastornos psicopatológicos severos sigue mostrándose extraordinariamente compleja y necesitada de un cuestionamiento permanente.

El principio del derecho de igualdad, de normalización, de integración, de respeto de la diferencia, parece haber primado sobre cualquier otro, llegando a forzar la evolución de la propia realidad, produciendo cambios afortunados que de otra manera, o no se hubiesen producido, o de hacerlo hubiesen llevado muchísimo más tiempo.

Pero el derecho, instrumento y marco básico, afortunado para cualquier proceso favorecedor del niño enfermo, pierde su profundo sentido cuando se apela a él para maquillar los deseos irrefrenables de normalidad, la necesidad imperiosa de reparación y la formidable presión a la conformidad con el grupo, auténtica prohibición de la diferencia, contribuyendo así más a la discapacidad que la propia enfermedad.

Necesidad de un cuestionamiento

Superado el tiempo de la integración por derecho y “obligación”, resurge la necesidad (vieja ya) de tener en cuenta otros aspectos: la complejidad de la realidad psicopatológica, la especificidad de la misma, el orden de prioridades, los criterios de inversión económica, las mentalidades y actitudes, la formación, la coordinación…

Es la propia reflexión psicopatológica la que lleva a afirmar que, además de, o a pesar de, o más que un derecho, la escolarización de estos niños es sobre todo una necesidad.

Pero la misma reflexión obliga a ser prudentes y creativos sobre todo en las edades más tempranas, porque de lo que se trata precisamente es de facilitar la incorporación a la escuela y garantizar su permanencia en la misma.

Se debe de estar abierto a la relativización de todos los parámetros de la escolarización: cuándo empezar en la escuela, cuánto tiempo, siempre en el aula ordinaria o dependiendo de momentos y actividades, con cuántos niños, con qué material, qué objetivos, qué ritmos, qué métodos, qué personas, qué apoyos…

Parece urgente esta relativización porque, desde esta mentalidad que reduce todos los problemas a necesidades educativas especiales, se está induciendo a una urgencia de precocidad y de masividad: “cuanto antes y cuanta más escolarización mejor; antes y mejor se repararán las carencias, los retrasos y las inadaptaciones y antes se normalizarán”. Cualquier actividad “extraescolar”, entiéndase terapéutica, cuando existe, habitualmente reducida a la mínima expresión, es considerada como un obstáculo para el ritmo de los aprendizajes y un peligro de segregación y señalamiento estigmatizantes.
Sorprendentemente, hay todavía profesionales que siguen fomentando el mito de la “psiquiatrización” como si la inclusión en el sistema de la salud mental constituyese en sí misma una segregación. Si segregación hay es por la propia inexistencia de recursos que priva y excluye de la intervención terapéutica mínima necesaria. (Ver anexo).

Ha sido fundamental el esfuerzo histórico realizado por “la educación especial” para diferenciarse de lo “médico” o “terapéutico”. Pero en este afán diferenciador corre el riesgo de tirar al niño al vaciar la bañera. Empeñados en diferenciarse de la ideología patologizante, se está implantando en la práctica la ideología “curricularizante”.

5. CONCLUSIÓN

Para finalizar, he aquí resumidos una serie de aspectos obvios por su simpleza pero de obligado cumplimiento dada la absoluta precariedad de nuestra realidad:

  1. El derecho es un marco, la aplicación concreta de la integración una incógnita abierta, un proyecto relativo a construir entre los padres, los profesionales de la enseñanza y de la atención terapéutica.
  2. La detección precoz de los factores de riesgo y de los signos reveladores de un posible trastorno psicopatológico grave es una tarea prioritaria y común.
  3. La intervención terapéutica, lejos de tratarse de un proceso ajeno y en paralelo, incide directamente en la facilitación de la integración escolar.
  4. En ambos ámbitos hay una condición no suficiente pero necesaria: es preciso garantizar institucionalmente la continuidad voluntaria de las experiencias
  5. relacionales, es decir, de los profesionales. En la práctica actual, a menudo, la continuidad resulta imposible ante la “resiliencia” administrativa y burocrática.
  6. La continuidad implica discontinuidad: pensada, prevista y planificada en el mejor de los casos, ausente, improvisada o impuesta en la mayoría de ellos. Hay que dedicar tiempo a la coordinación sincrónica entre intervenciones simultáneas pero también a la coordinación más olvidada pero más inexorable, la diacrónica o coordinación entre los sustitutos en el tiempo, única garantía para evitar la ruptura de la historia íntima y relacional del niño.
  7. En contra de creencias y prácticas institucionales muy extendidas, a menor edad, mayor precocidad de la intervención y mayor gravedad psicopatológica, mayor y más urgente es la necesidad de la formación de los profesionales. Dicha formación debe de incluir aspectos teóricos, técnicos y personales.
  8. Es necesaria la presencia de supervisores externos que ayuden a entender los procesos psíquicos, los procesos pedagógicos y las dinámicas institucionales.
  9. Parece obligada la denuncia de una práctica gravemente iatrogénica y desastrosa pero demasiado habitual: la inducción directa o indirecta a los padres por parte de determinados profesionales hacia la multiplicación de consultas diagnósticas con “hiperespecialistas” a distancia sin ninguna garantía de continuidad terapéutica. Cuando ya se ha iniciado un proceso terapéutico y/o pedagógico y no se ha articulado conjuntamente la iniciativa de una nueva consulta, ésta produce a menudo resultados desastrosos por la desconfianza y las dudas enormes que se generan en los padres. Esto vale tanto para los procesos terapéuticos como para los pedagógicos.
  10. Una paradoja que merece una reflexión: se pretendía eludir el riesgo de la nosografía, la psiquiatrización y estigmatización nominalista del lenguaje de la enfermedad y de la deficiencia (“los Down”, “los sordos”, “los psicóticos”…). Ahora surge una nueva clase: “los niños “nee” o simplemente los “nee”. También se habla de los “TGD” y de “Programa de Trastornos Generalizados del Desarrollo”: ¿se trata de una vuelta a los orígenes estigmatizantes o más bien del reconocimiento de la complejidad y terquedad de los trastornos psicopatológicos graves y precoces, irreductibles a su inclusión en un simple continuo de diferencias puramente cuantitativas?
  11. Desde ambos ámbitos nos queda casi todo por hacer: delimitar y crear espacios propios, definir tiempos, ritmos de alternancia y procedimientos, y sobre todo nos queda ofrecer toda clase de facilidades para el reconocimiento de nuestras identidades respectivas y para la creación y mantenimiento de nexos de respeto y articulación mutuos.

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