Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente

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Hiperactividad y trastornos de la personalidad II: sobre la personalidad límite

PDF: lasa-hiperactividad-trastornos-personalidad2.pdf | Revista: 34-35 | Año: 2003

P. Kernberg ha sintetizado las características técnicas y objetivos terapéuticos de la psicoterapia psicoanalítica con estos pacientes en los siguientes puntos, que a la vez le sirven de referencia esencial para comprender su psicopatología:

  • esclarecimiento de límites y roles generacionales y sexuales;
  • neutralización de los mecanismos de escisión;
  • consolidación de la integración del Superyo;
  • consolidación de las relaciones con sus compañeros;
  • consolidación de la percepción objetiva de sus padres y de su capacidad autocrítica;
  • resolución de conflictos pre-edípicos;
  • atenuación de la ansiedad catastrófica, de las tendencias a la somatización y de la impulsividad.

Otro punto en el que esta autora ha adoptado una posición diferente de la habitual en la psiquiatría americana, es su comprensión del papel del temperamento en la estructuración de la personalidad. En lugar de limitarlo a un determinismo lineal directo, que une directamente lo biológico-genético a la expresión conductual, y apoyándose en aportaciones de otros autores de orientación psicoanalítica (STERN, 1985; AKHTAR y SAMUEL, 1996; FONAGY, 1997, 2002) que complementa con las de otros autores que han investigado en los mecanismos neurobiológicos cerebrales (DERRYBERRY y ROTHBART, 1997) describe la compleja interdependencia entre características temperamentales del niño (expresión emocional, características relacionales, sistema motivacional y de atención, ritmos biológicos), con las reacciones y actitudes que condicionan en su entorno relacional, y con el correlato de estas interacciones tanto en el sustrato cerebral y en la organización de sus esquemas neurobiológicos, como en la correspondiente y complementaria interiorización psicológica (capacidad empática, estructuración del self y de la identidad básica, estrategias defensivas adaptativas –“coping”–).

En cuanto a su descripción y delimitación clínica de la personalidad borderline, señala la evidente semejanza y continuidad entre sus manifestaciones en el adulto y en el adolescente (muy próximas y fáciles de reconocer con la simple aplicación de los criterios DSM-IV: inestabilidad permanente en las relaciones interpersonales, en la imagen de sí mismo, y en los afectos junto con la impulsividad) y que “solo se diferencian por las complicaciones secundarias derivadas del transcurso vital (matrimonio, hijos, problemas de la parentalidad, etc.)”.

En cambio, se detiene más en las peculiaridades clínicas que presentan los niños borderline, dado su polimorfismo sintomático (que sólo encaja en las decripciones sintomáticas del eje I del DSM-IV, que no reconoce en su eje II ningún trastorno de la personalidad del niño) “caracterizado por una sintomatología múltiple y severa… que suele englobar múltiples sintomas neuróticos y trastornos de conducta” que la autora ilustra con un caso que “con criterios DSM-IV sumaría varios diagnósticos: ansiedad de separación, trastorno del desarrollo y trastornos varios (“mixed”) de la personalidad”.

Desde esta perspectiva, los criterios del eje I del DSM-IV obligarían a encajar la patología borderline en otros diagnósticos. Cabe subrayar la posición de esta autora, (coincidente con la nuestra): «…sospechamos (en numerosos casos) una organización borderline de la personalidad en niños con déficit de atención-hiperactividad y con trastornos de conducta de tipo antisocial. Y también en casos diagnosticados de “ansiedad de separación”, “trastornos de ansiedad”, “trastorno esquizoide”, “mutismo selectivo”, “trastornos de identidad”, “trastornos disociativos” y “trastornos de la alimentación”…».

Esta situación clínica le lleva a delimitar, tanto en la vertiente conductual como metapsicológica, las características estructurales específicas del trastorno, coincidiendo en sus puntos de vista, psicoanalíticos con mucho de lo que hemos visto en los autores europeos antes citados.

Antes de desplegar sus propios conceptos recoge lo descrito por otros autores americanos, que apoyan esta misma perspectiva (BEMPORAD y cols. 1982; AARKROG, 1981; KESTEMBAUM, 1983; LEICHTMAN y NATHAN, 1983; PINE, 1983; RINSLEY, 1980; VELA y cols., 1983) perfilando una delimitación del niño borderline y de sus rasgos diferenciales con el funcionamiento neurótico y psicótico.

Sus características más tipicas, a partir de 28 variables establecidas por VERHULST (1984), serían: ansiedad de aniquilación, proceso primario de pensamiento, fluctuaciones del funcionamiento yoico, trastornos de la identidad, defensas primitivas, episodios micropsicóticos, funcionamiento ineficaz del superyo, peculiaridades del funcionamiento motor, activa e intensa fantasmatización (12), discordancia entre capacidades y funcionamiento, fluctuación relacional entre actitudes de repliegue y de dependencia y apego.

Señala también, siguiendo a BEMPORAD (1982), que el funcionamiento neurótico y psicótico son más predecibles y menos fluctuantes que el borderline y en consecuencia este diagnóstico exige con más frecuencia una observación clínica más prolongada, pues “sólo en el transcurso de una psicoterapia se evidencia su severa patología”.

Esta apreciación, en la que coinciden muchos terapeutas con experiencia plantea, a mi juicio, por lo menos tres cuestiones delicadas, con las que cierro esta revisión.

Una, metodológica (que afecta a la formación del clínico). ¿Qué trastorno es éste que sólo se puede confirmar en ciertas condiciones de observación? Sólo si ésta es suficientemente prolongada, y además centrada en el establecimiento y comprensión de una relación terapéutica, se desplegarán los mecanismos y conductas específicos de su psicopatología y, además, hará falta una amplia experiencia clínica para saber observarlos y diagnosticarlos.

Otra, ética (que afecta al tipo de abordaje terapéutico y a la organización de recursos sanitarios). ¿Cómo llegar a un diagnóstico certero sin comprometerse inevitablemente, ya en las entrevistas necesarias para el diagnóstico, en una relación terapéutica? ¿Y cómo salvar después el riesgo, yatrogénico, que una interrupción prematura, –tras un inicio de relación terapéutica y una movilización emocional y relacional intensas–, podría suponer en este tipo de personalidades?

Y una tercera, de serias repercusiones en la práctica clínica: la dificultad de asumir responsabilidades terapéuticas que van a facilitar la eclosión de una patología camuflada y “camaleónica” (de expresión variable en cada situación). Lo que es una necesidad terapéutica, –evidenciar ciertos fenómenos patológicos para que puedan ser elaborados, y la movilización emocional y de fantasías que conlleva–, puede ser vivido por la familia como un empeoramiento yatrogénico: “se pone peor cuando viene al tratamiento”… “cada vez que viene dice luego cosas más preocupantes”…, “sale demasiado excitado y se contiene peor que antes” o al revés… “antes parecía más animado y ahora más triste”. Todo ello exige imprescindiblemente un acompañamiento terapéutico, o al menos un asesoramiento paciente y sostenido, de los padres, con lo que se sobrecarga la dedicación terapéutica, –ya de por sí absorbente, comprometida, y a menudo incómoda y poco gratificante–, que estos niños necesitan.

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